Puerto
Por Roberto Arlt
Son las siete de la noche. Hemos amarrado hace dos horas en el puerto de Rosario. Cuando levanto la cabeza del teclado de la máquina de escribir, veo a estribor el murallón de piedra del dique enrejado por las sombras de los soportes de la toldilla. La argolla de amarre, tensa bajo el tironeo del cable de acero que mantiene inmóvil nuestra nave. Más allá, tinieblas.
Hace un rato que he terminado de cenar y don Gregorio levanta la mesa porque Nicomedes ha bajado a tierra en compañÃa de su tÃo, el patrón del barco. Ambos han ido a visitar a su familia.
Yo también bajé a tierra para desentumecer las piernas. Di unas cuantas vueltas por Rosario y en cuanto llegué a la primera calle absorbÃ, ávidamente, la atmósfera provinciana que flota sobre la ciudad y se refleja en sus ochavas pintadas de verde claro, aluminio o chocolate aguado.
Me he detenido a mirar parroquianos que aguardaban el turno en barberÃas encaladas, y también he saboreado el espectáculo de otros señores sentados en sillas junto a mostradores, conversando apaciblemente con los dueños o dependientes. He marchado como en tierra extraña a lo largo de veredas y calles más limpias que el paño de un billar, mirando amistosamente caras de mujeres desconocidas, y de pronto me he sentido marinero, comprendà la tristeza de navegar toda la vida, de estar alejado de las hermosas ciudades ¡porque las ciudades son hermosas aunque no lo creamos cuando estamos en ellas! Para amar a las ciudades hay que perderlas de vista durante treinta horas.
Camino al Madame Safó
Por Juan Carlos Onetti
El cochero se enderezó de un golpe. La luz del baile manchaba la vereda húmeda.
-Si, como no... De acá deben ser unas, más o menos...
Hizo estallar dos veces el látigo mientras se alzaba la lluvia.
-Catorce o quince cuadras. Quince cuadras, dos pesos.
Llarvà subió, escondiéndose en la sombra, perforándola con el cigarrillo. Trepado en el estribo, el cochero corrÃa la lona impermeable de los costados, desequilibrando el coche. Volvió a trepar al pescante.
- ¡Pastora!¡lup!
El cochecito se desprendió a tirones y empezó a rodar sobre las piedras. Llarvà se acurrucaba contra el golpeteo de la lluvia. QuerÃa pensar en cualquier cosa, olvidar el final del viaje. Se tomó el pulso para saber si estaba borracho. A través de la rotura en triángulo de la capota veÃa pasar los portales sombrÃos, las luces de los faroles hundidas en el brillo de la calle. El coche corrÃa por el barrio de los cabarets, siempre en lÃnea recta.
Llarvà tiró el cigarrillo y recostó la cabeza. La lona tirante lo balanceaba, llenándolo de sueño. Recordaba la tarde en el salón de conferencias, el hombre calvo que hacÃa avanzar la oreja con una mano, la muchacha de verde y anteojos que asentÃa desde la primer fila.
Enderezó el cuerpo, montando una pierna. VolvÃa a mirar la sombra de la calle entre el golpeteo menudo de la lluvia en la capota. Tres o cuatro cuadras las paredes repetÃan: homenaje a de la torre. Eran grandes letras azules. Algunos afiches rotos, con jirones sumergidos en la lluvia, mostraban la cara de Paulina Singerman mirando impasible hacia la noche.
El coche dobló, rodando por una calle despareja y en pendiente. Se sucedÃan barricas, bolsas, pilas de madera, algún ojo sangriento de farol. "América está en nosotros. No sabemos cómo es. Aceptémosla como la tierra acoge la semilla que habrá de romperla sin preguntarse el color del fruto". ¿Dónde demonios quedarÃa el prostÃbulo? Era seguro que habÃan pasado ya más de quince cuadras. SeguÃan zumbando las llantas y en el triángulo del costado no habÃa más que la noche ondulante y negra.
-Shitu, Pastora...
HabÃan llegado. Bajó en la calle desierta. Una fila de caserones viejos, sin luz.
-¿Dónde?
Sin mirar, el hombre ladeó la cabeza.
-AhÃ, la segunda. Golpee nomás.
Pagó y empezó a andar. Apretó el timbre mientras el coche volvÃa a caminar, retrocediendo. Se oÃa pitar lejos un tren. Volvió a llamar y una luz alegre rajó los postigos de la puerta. Vio en seguida, entre la rejilla, una cara de mujer con pelo blanco, grave y dulce, examinándolo. Sonó el picaporte.
-Qué horas m'hijito. Ya estábamos por cerrar...
-Si molesto... II ne faut pas...
-Oh, entrez, entrez... Les demoiselles, elles n' sont pas couchées encore.
Calle Pichincha
Por Edgardo Cozarinsky
No sólo Paganini habÃa pasado a padecer un nombre militar. Menos humilde, la calle Pichincha, cercana a esa estación de ferrocarril de Súnchales que de niño habÃa oÃdo mencionar en voz baja a mi abuelo rosarino como el centro de la mala vida en su ciudad natal, habÃa sido rebautizada Teniente General Ricchieri, y se discute si es por un oficial del ejército de Roca, que habÃa liquidado cuantos indios se ponÃan a su alcance, o por un policÃa que alrededor de 1930 habÃa hecho méritos en la persecución de rufianes. En todo caso, en esa para mà legendaria calle Pichincha iba a encontrarme con el PetÃt Trianon convertido en galerÃa de arte y centro cultural, asà como hallarÃa rebajado a "hotel alojamiento" el establecimiento de Madame Sapho, recordado como el más distinguido del paÃs ("sólo francesas y sus perritos lenguaraces"), del que se repitió durante generaciones, imitando el canto marsellés de la cajera, la famosa frase que habÃan escuchado los clientes al solicitar servicios de alguna Georgette o Yvette: "¿Con perrrito o sin perrrito?"
Avenida Belgrano
Por Noemà Ulla
Después los tres miramos el rÃo; era un milagro del amanecer. Nos sorprendimos de querernos tanto. Nos lo confesamos. Nos miramos a los ojos preguntándonos qué cosa hacÃamos allÃ. De pronto el Tarco dijo: ¿Y si nos acostáramos? Tenemos que estar juntos los tres. ¿No te parece, Diana?
-No sé... Se ha hecho tarde y ninguno de ustedes tiene obligaciones.
-Vos sà -dijo el Tarco en tono zumbón.
-El amor no tiene horarios -agregó Lorenzo burlándose de la frase común.
-No tiene horarios, pero tiene tiempos -contesté.
-¿Vos sabes lo que estás diciendo? -preguntó el Tarco-. No: vos no sabes lo que estás diciendo agregó con firmeza.
-¿Te parece tan fácil despreciarnos, como si tal cosa? -agregó Lorenzo.
Uno de los mozos, al que conocÃamos como Leonardo, empezó a rondar en señal de que estaban por cerrar el restaurante.
-No es eso, corazones. Es que dudo. No estoy segura.
-Bueno, che, paguemos, que aquà nos están echando.
Cada uno puso el dinero que tenÃa y entre todos redondeamos el total. Al Tarco nunca le alcanzaba y Lorenzo solÃa tener alguna reserva.
Salimos a los muelles. Poca gente de trabajo andaba por el puerto. Caminamos subiendo por el parque, riéndonos del monumento que nunca habÃamos aprobado. ¡Y pensar que a Lola Mora -dijo Lorenzo- le habÃan encargado el proyecto y todo quedó en la nada para alzar al fin ese horrible promontorio!
-El falo -agregó el Tarco-. Ya todos le dicen "el falo".
Después de un trecho nos sentamos en uno de los bancos de piedra, en un lugar desde donde todavÃa era posible ver el rÃo y la avenida de palos borrachos, que era uno de los orgullos de la ciudad.
-Bancos para novios -dijo Lorenzo, y el Tarco y yo nos reÃmos. Lorenzo empezó a tararear una canción de moda.
-¿Vos cantas eso? -le preguntó el Tarco.
-Y, sÃ... me gusta la melodÃa -respondió Lorenzo con timidez.
-Te creÃamos menos convencional. Eso es lo que pasa -dije.
Esto también es convencional, selló Lorenzo y me tomó por los hombros y me besó en los labios, todo en el mismo acto. El Tarco se puso a silbar dando vuelta la cabeza para otro lado. Lorenzo y yo nos miramos sonriendo. Lorenzo ya tenÃa chispitas en los ojos como en sus raptos de amor. El Tarco dejó de silbar, se puso de pie, y me tomó por detrás buscándome los labios. ¿Quién te puede querer más que yo?, dijo besándome levemente, luego con pasión.
-¿Vamos? -dijo.
-Vamos -dijo Lorenzo.
Hotel Italia
Por Beatriz Guido
Venite. Vamos a Rosario, al entierro... No me dejes solo entre tantos galerudos.
-¿Qué entierro?
-El de Bordabehere; van todos los presidentes de partido.
-Eso no me lo pierdo -masculló mordaz-. ¿Hay lugar en el auto?
-VenÃ; Braceritas lo va a arreglar.
Adolfo adivinó que Guastavino necesitaba más que nunca de su presencia.
Su abuelo ordenó viajar en el Rolls Royce que solamente utilizaba para las grandes ocasiones. Él y Guastavino se sentaron en los trasportines. Braceras junto a Alejo RodrÃguez, el senador saliente del partido por la provincia.
Durante todo el viaje no hablaron una sola palabra del asesinato en el Senado.
-¿Las lluvias no favorecen?
-Viene demasiado aguada la alfalfa...
-A usted le conviene: a las Aberdeen Angus las limpia.
-Sale demasiado aguada la leche...
Adolfo se adormeció durante todo el viaje.
Llegaron a Rosario en cuatro horas. Se detuvieron en el Hotel Italia. Braceritas se cambió de ropa y vistió un traje oscuro y corbata negra. Unas cuadras antes de llegar a la casa mortuoria ordenó a Guastavino:
-Mejor te quedas por aquÃ; y vos -dijo refiriéndose a Adolfo te venÃs con nosotros.
Adolfo sintió que no podÃa ir con ellos.
-Te sigo después -contestó sin darle tiempo a responder. Y bajó del auto detrás de Guastavino.
Entraron en un bar cercano al lugar del velatorio; se sentaron a una mesa, detrás de la vidriera que miraba a la calle principal de la ciudad. La llovizna frÃa, semejante al rocÃo, empañaba los cristales.
Guardaron silencio. Vieron desfilar la procesión de manifestantes. Gritos de protesta. Carteles que decÃan: "Muera el asesino". "Venganza para Bordabehere". "Asesinos". "Entreguistas". "Ladrones".
Rosario Norte
Por Juan José Saer
Él, el hombre que, benévolo y servicial, los ha acompañado hasta el coche motor, en Rosario Norte, da la impresión, desde hace un mes de ser, no real, sino más bien diferente -la distancia reconcentrada se ha vuelto jovialidad, la indiferencia distraÃda, atención amable, la inercia mustia y depresiva comercio familiar, entusiasmo y proyectos. El dÃa antes ha salido del tallercito con los ojos fatigados de tanto conectar cables demasiado finos y de ajustar tornillos diminutos y, mientras ayudaba a Isabel a preparar las cosas para la cena y a poner la mesa, le ha dicho a Leto que la semana siguiente, cuando ellos hubiesen vuelto del pueblo, irÃan juntos a pescar; cruzarÃan el rÃo en canoa con Lopecito y se instalarÃan un par de dÃas en la isla. Le ha incluso dado un golpe de teléfono a Lopecito que, desde luego, se ha mostrado entusiasta. Y en Rosario Norte, en el momento en que tomaban el coche motor, él, ese hombre se lo ha vuelto a recordar: el miércoles, a más tardar, porque Lopecito estaba ocupado lunes y martes, se embarcaban para la isla. A decir verdad, Leto tiene que esforzarse un poco para demostrar que encuentra el proyecto tan atractivo como parecen encontrarlo Lopecito y él, pero la curiosidad un poco crispada, escaldada, que le despiertan esos seres diferentes, lo induce a prestarse, a asistir, con la misma prescindencia afectiva con que se observa el comportamiento de una colonia de hongos de laboratorio, a la representación de las distintas escenas de la comedia, con la esperanza de poder desentrañar al final la verdadera esencia de la intriga y de los personajes. Muchos años más tarde sabrá, gracias a evidencias sucesivas, que lo que otros llaman el alma humana nunca tuvo ni tendrá lo que otros llaman esencia o fondo; que lo que otros llaman carácter, estilo, personalidad, no son otra cosa que repeticiones irrazonables acerca de cuya naturaleza el propio sujeto que es el terreno en que se manifiestan es quien está más en ayunas, y que lo que otros llaman vida es una serie de reconocimientos a posteriori de los lugares en los que una deriva ciega, incomprensible y sin fin va depositando, a pesar de sà mismos, a los individuos eminentes que después de haber sido arrastrados por ella se ponen a elaborar sistemas que pretenden explicarla, pero por ahora, cuando recién acaba de cumplir veinte años, cree todavÃa que los problemas tienen solución, las situaciones desenlace, los individuos caracteres y los actos sentido.
La Agraria
Por Francisco Urondo
En esos dÃas, nos escapamos juntos a Rosario. El viaje me puso de mal humor, porque pensé que no tenÃamos mucho de qué hablar; además ella estaba asustada: es fama en Santa Fe que los amantes clandestinos se reúnen en Rosario, y esta tradición prestigia cualquier aventura, dándole el rango de peligrosa o decisiva. Comimos en "La Agraria" y después fuimos a un hotel, donde se puso un camisón que inmediatamente le quité, para pasar prácticamente a violarla.
Jockey Club
Por Raymond Carver
Haciendo trolling con el señuelo 20 pies detrás del bote bajo la luz de la luna, ¡cuando el enorme salmón picó!
Y salió entero afuera del agua. Pareció pararse sobre su cola. Después volvió a caer y se fue. Temblando, seguà hasta el puerto como si nada hubiera pasado. Pero habÃa pasado.
Y pasó tal cual lo acabo de contar. Me llevé el recuerdo a Nueva York y más allá. Me lo llevé donde quiera que fui.
Todo el camino hasta aquÃ, hasta la terraza del Jockey Club de Rosario, Argentina.
Desde donde miro el ancho rÃo que devuelve la luz de las abiertas ventanas del comedor. Me quedo fumando un cigarro, escuchando el murmullo de los socios
y sus mujeres adentro, el leve sonido metálico de los cubiertos contra los platos. Estoy vivo y bien, ni feliz ni infeliz, aquà en el Hemisferio Sur. Por eso me deja más perplejo que nunca el recuerdo de ese pez perdido, alzándose, dejando el agua y volviendo a ella. El sentimiento de pérdida que me asaltó entonces me asalta todavÃa. ¿Cómo transmitir algo de lo que siento sobre este asunto? Adentro siguen conversando en su propia lengua. Decido caminar por la orilla. Es la clase de noche que hace que hombres y rÃos estén más cerca. Camino un trecho, después me detengo. Advirtiendo que no he estado cerca. No durante muchÃsimo tiempo. Ha sido esta espera la que ha venido conmigo a todas partes. Pero ahora crece la esperanza de que algo se levante y salpique. Quiero oÃrlo, y seguir adelante.
Palacio Fuentes
Por César Aira
Era la primera vez que entraba en el Palacio Fuentes. Giordano era muy snob en materia de arquitectura. No habÃa edificio que admirara más en la ciudad, sentimiento en el que lo acompañaban, influidos por él, varios de sus amigos, que habÃan concebido la idea de dinamitar las manzanas circundantes para que se lo pudiera admirar con perspectiva. Pero siempre lo habÃa admirado desde afuera. Quién sabe por qué, no habÃa tenido la iniciativa de meterse a mirar.
"TenÃa que ser hoy", pensó. Dio unos pasos en el vestÃbulo, y un sentimiento de déjá vu empezó a crecer en él. CrecÃa tanto que lo desalojaba del interior del palacio, lo ponÃa afuera. Se sintió justificado en su inmensa admiración por el edificio: "el exterior es tan bueno que lo dice todo". ¿Pero decÃa también que él estaba adentro? En realidad la fachada no se veÃa, por lo estrechas que eran las calles en esta zona, la falta de perspectiva: se adivinaba. Y ahora se daba cuenta de que lo que se adivinaba era el interior. "Yo deberÃa vivir en un palacio." Lo que le gustaba era la palabra "palacio". Era un snob.
Soplaba una corriente helada por esos interiores. Lo único que faltaba era la nieve. El portero habÃa desaparecido; o quizás no hubiera portero, desde que la aristocrática familia Fuentes Balestra, que habÃa construido esta morada, la habÃa abandonado, muchos años atrás, antes de que él naciera. Iba dejando charcos por donde pasaba, en los pisos de mármol verde. Se descongelaba, como un muñeco de nieve. Estaba tan aterido, tan mojado, tan incómodo, que no se sentÃa cojear. Pero lo hacÃa, y mucho. Cuando subÃa la escalera en tinieblas su figura era un bulto negro que se balanceaba con un vaivén decididamente no humano. La oscuridad se debÃa al corte de luz. Pero llegó sin accidentes, a tientas y en automático hasta la puerta del Dr. Oliva en el segundo piso. En los últimos años cualquiera alquilaba cuartos allÃ, para oficinas o consultorios, o para vivir. O peor, para citas, o como estudio, para aislarse y escribir o pintar, o para jugar al poker, o para ensayar con esos estúpidos grupos de rock. Los alquileres habÃan bajado mucho por el mal estado de mantenimiento del edificio (habÃa dejado de tener agua, además de personal de vigilancia). El Palacio Fuentes "se venÃa abajo", todo el mundo lo decÃa.
Y sin embargo, el esplendor, la grandeza de tiempos idos, lo afectaba, más allá de las circunstancias, más allá inclusive del déjá vu. Lo poco que podÃa ver en las sombras, las barras de brillo dorado que se desprendÃa de las jaulas de bronce, el halo de las gigantescas opalinas, y los frescos que cubrÃan las paredes y los techos: mirarlos equivalÃa a dislocarse el cuello. ¿Cómo ver en toda su desmesura esas escenas pintadas en las que una aristocracia omnipotente habÃa representado el mundo? Se dirÃa que faltaba perspectiva (en esta ocasión además faltaba luz), pero no era asÃ: serÃa como decir que faltaba perspectiva para ver el paisaje pintado en un grano de arroz. Los frescos mismos eran perspectivas, que se abrÃan a cielos, valles, montañas, catedrales, salones. Se decÃa que representaban, en clave alegórica, la historia familiar de los antiguos dueños, y de todo el mundillo endógamo de la oligarquÃa rosarina de cien años atrás. Asà vivÃan los ricos. Asà se representaban el universo. ¿Cómo? HabrÃa sido difÃcil decirlo, porque la parte superior de esos frescos estaba descascarada y manchada por la humedad, y la inferior habÃa sido cubierta de inscripciones en aerosol: "Rolling Stone", "Kiss", "Aguante Fito", "Baglietto", toda esa porquerÃa.
RÃo
Por Graham Greene
Durante la noche nos habÃamos detenido en una ciudad llamada Rosario. Las voces, los gritos, el ruido de las cadenas se habÃan introducido en mis sueños, convirtiéndolos en violentas pesadillas poco antes de despertarme. Al levantarse la niebla, vi que el rÃo habÃa cambiado de aspecto. Muchas islas emergÃan de las aguas; habÃa acantilados y franjas de arena, y pájaros extraños silbaban y susurraban junto a nosotros. Tuve una sensación de viajar mucho más intensa que al cruzar las fronteras pobladas en el Orient Express. El rÃo estaba bajo y se decÃa no podrÃamos ir más allá de Corrientes porque no habÃan llegado las esperadas lluvias de invierno. En el puente, un marinero echaba continuamente la sonda. El sacerdote me informó que el fondo estaba a medio metro del calado del barco y se fue para seguir propagando el desánimo.
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