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Domingo, 10 de enero de 2010
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Casi un crimen

Por Javier Nuñez
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I

Rara vez me llama mi padre cuando estoy trabajando. Para él el trabajo es sagrado. Jamás se le ocurriría interrumpir a alguien en su horario laboral a menos que fuera de vital importancia. De modo que cuando levanté el auricular y reconocí su voz del otro lado no pude evitar un sobresalto, la certeza de una catástrofe en ciernes.

-Dice tu tía que el Nando se va a morir.

Se va a morir puede ser una hipérbole: «cuando tu padre te vea así vestida se va a morir», o «se va a morir llamando porque no lo pienso atender». Pero no es el caso de Titina. Ella se cuida mucho de las palabras porque conocemos esta curiosa cualidad que tienen sus sueños, y siempre que habla lo hace en sentido literal.

Empezó después del accidente, acaso para evitarle la insoportable revelación de las muertes que nadie debería conocer. Gonzalo tenía más o menos mi edad. Aunque crecimos y cada uno tuvo su propio grupo de amigos, nos veíamos cada tanto. Incluso en ocasiones salíamos juntos: íbamos los domingos a La Florida, los viernes a la noche a Space o los sábados a jugar al fútbol en el Parque Norte. Ahí lo conocí a Nando. Vivía al lado de la casa de Gonzalo y eran amigos desde el jardín de infantes.

Un sábado, cuando andábamos por los dieciocho, me invitaron a Pasacalle, una disco de Arroyo Seco. En ese momento no lo sabía pero unas horas más tarde me habría de salvar la inesperada llamada de Sabrina, una chica que había conocido poco antes en un cumpleaños. Le avisé a Gonzalo que no iba, sin saber que era la última vez que hablábamos. Murió camino al hospital, después de estrellarse contra una columna a metros de la entrada a Rosario. Nando era el que manejaba.

Unos días después Titina apareció en casa. Desde el accidente la cara se le había vuelto gris, transfigurada por un dolor tan inmenso que sobrepasa cualquier intento de expresión; pero ese día parecía reflejar algo diferente. Tomó un mate, rechazó el ofrecimiento de un cañoncito de dulce de leche y de repente dijo:

-Puedo soñar la muerte.

Primero pensamos que se refería a Gonzalo, que hablaba de pesadillas donde estaba obligada a presenciar el momento fatal del accidente. Pero se trataba de algo distinto: a través del sueño le llegaba la premonición de otras muertes que se iban a suceder. Relató con precisión el sueño que había tenido: un albañil caía de un andamio y se rompía el cuello al pegar contra un volquete. Se había despertado sobresaltada, empapada de transpiración. En ese momento lo consideró una pesadilla común, pero lo volvió a soñar.

"Miren lo que salió en el diario de hoy -dijo a continuación, tirando La Capital sobre la mesa. Mi padre leyó.

"Se murió un albañil. -dijo-. No quiere decir que de la noche a la mañana tengas poderes adivinatorios, Titi.

Cuando dijo «de la noche a la mañana» -incluso en ese momento lo supe-, lo hizo con premeditación, para marcar sus fracasos anteriores: no era la primera vez que Titina venía con algo así. Ya había tenido delirios místicos similares, siempre con dudosos resultados, que habían agotado la poca predisposición de mi padre. Sobre todo desde que aseguró que leía el futuro en las miguitas de pan y pronosticó una epidemia en la escuela que le haría perder el año a mi hermana. A regañadientes, mi padre se había dejado convencer: Miriam estuvo de vacaciones durante cuatro meses sin que nadie se enfermara. Cuando al fin mi madre recapacitó y la envió de nuevo, no logró ponerse al día y se quedó de grado. Ahora se lo echaba en cara en cada oportunidad que tenía. Pero Titina insistió:

-Leé los detalles, Alberto. Pegó contra el volquete y se desnucó -golpeaba el diario con un dedo largo y flaco, amarilleado por los cigarrillos que fumaba con tenacidad-. Es demasiada casualidad.

Aunque en ese momento nadie le creyó, Titina se encargó de demostrarnos que tenía razón. Llamaba con regularidad, preanunciando alguna nueva muerte que, con fatídica precisión, leíamos luego en los diarios o escuchábamos en el noticiero. De a poco le fuimos prestando cada vez más atención: si Titina informaba que había soñado con un pescador ahogado en el Paraná, mamá y yo revisábamos el diario a escondidas. Por entonces dejé de abrir el diario en la sección de deportes y empecé a hacerlo por los obituarios, obsesionado por los vaticinios de Titina. Aún hoy me cuesta abandonar esa costumbre, aunque ya no haya muertes preanunciadas sino sólo las otras, las imprevisibles, las que no me conciernen, las cotidianas.

Un día mi padre me vio cerrar el diario y preguntó:

-¿Y?

-Nada.

-Quizá mañana -respondió, y entonces supe que la palabra de Titina ya era indiscutible.

II

Para cuando anunció la muerte de Nando, su don era vox populi. Había anticipado demasiadas muertes con escalofriante exactitud. Algunos, incluso, lo comprobaron en carne propia: a veces también soñaba la muerte de algún vecino, tragedias casi imperceptibles que casi nunca salían en el diario pero revolucionaban el barrio. La gente empezó a asediarla a la salida de la peluquería o dentro del almacén. Unos querían saber cuánto les quedaba de vida para aprovecharla mejor; otros le preguntaban si podía comunicarse con los que ya se habían ido. La dueña de la panadería, que sufría un cáncer de colon, le pidió que la salvara. Otra mujer -cuyo nombre prefiero preservar- le preguntó entre murmullos si podía hacer algo con respecto a su marido: «usted me entiende, Titina; a esta edad nadie se sorprendería si le pasara algo, ¿no cree?».

-Yo no doy la muerte ni la evito -contó Titina que le contestó-. Sólo la sueño.

Pero los vecinos no terminaron de convencerse. La trataban con deferencia, en un burdo intento por congraciarse con ella como si de esa forma ahuyentasen la muerte. También es cierto que, a pesar de lo que había dicho Titina, en ocasiones la evitaba. A veces los sueños involucraban a algún conocido y durante la mañana persistían con la misma claridad que los recuerdos de la tarde anterior; entonces Titina podía prevenirlos y decir por ejemplo que no viajaran en avión los próximos días; que tuvieran cuidado con la electricidad o incluso cosas muy concretas como no quieras hacer la mortal en la pileta el domingo porque te vas a romper el cuello contra el borde.

No siempre funcionaba: la muerte sabe improvisar. Un abogado, amigo de la familia, vendió la moto cuando Titina soñó que se partía la cabeza contra un poste. Conocedores de esa transacción, un par de ladrones entraron a su casa esa noche y, antes de llevarse hasta el último peso, le reventaron la cabeza a golpes. Titina también lo soñó, acaso al mismo tiempo que en la vida real estaba sucediendo. No tuvo posibilidad de advertirle.

Por eso no me extrañó ver a Nando salir de la casa de mi padre: los sueños de Titina se propagaban en cuestión de horas. Estaba pálido; los ojos irritados por el llanto. Se le podía leer sin esfuerzo la desesperación.

-Tenés que hablarle. Decile que haga algo.

No había forma de consolarlo y no lo intenté. Sabía que era en vano. Sin embargo me insistió y, a mi pesar, me encontré prometiéndole que hablaría con Titina.

Al día siguiente fui a verla. Vivía en la misma esquina de siempre. La casa de al lado, donde en otros tiempos viviera Nando, había sido comprada por un grupo inversor. La estaban demoliendo para levantar un edificio; uno más entre los tantos que en los últimos años se iban apoderando gradual pero inexorablemente de la fisonomía del barrio.

Sabía que no sería fácil. Ella nunca había perdonado a Nando. Alguna vez le escuché una definición que me quedó grabada: casi un crimen. Durante años me pregunté el porqué de esa definición arbitraria y carente de lógica: si por crimen se entiende la acción voluntaria de herir o matar, no es aplicable un término de proximidad como el casi. O es voluntario o no; la casi voluntad no existe. Luego comprendí que Titina, ahogada por el dolor de esa muerte, nunca podría haber hecho un análisis semántico de esa afirmación. Era una pura expresión de rabia contenida, la rebelión contra una palabra tan trivial como accidente. Accidente puede ser una caída, una mancha de tinta en el saco, unas gotas de pis en el pantalón. Probablemente Titina sentía que la muerte de Gonzalo debía definirse de una forma mucho más categórica, más drástica e irreversible.

Me invitó a pasar. Hacía tiempo que no nos veíamos y pasamos un rato conversando de todo un poco. Después de un tiempo prudencial le hablé de Nando. No se movió un centímetro de su discurso: no recordaba bien, podía ser cualquier cosa y no podía ayudarlo. No le creí. Si al principio había tenido dudas, su mirada huidiza me lo confirmó: no lo quería decir.

-Tenés que recapacitar -le dije después de una larga discusión-. Date cuenta de que si vos sabés cómo se va a morir y no se lo decís, es prácticamente como matarlo. Es casi un crimen.

Había usado sus palabras para jugarme una última carta que diera vuelta la situación. Titina no podía recordar si yo la había escuchado decir eso alguna vez; acaso tampoco recordara su propia definición, pero tenía la esperanza de que mi mención la trajera a su memoria. Funcionó. Se quedó en silencio un largo rato, sin levantar la mirada de la mesa, como atrapada en un profundo examen de conciencia.

-Está bien -dijo al fin-. Decile que venga mañana. Temprano, a eso de las ocho. Que sea puntual porque tengo que salir.

A Nando le costó decidirse. Enfrentarse a Titina, con la sombra de Gonzalo entre los dos, parecía intimidarlo más que la perspectiva de la muerte. Me lo dijo esa noche, cuando lo llamé para trasladarle las palabras de mi tía. Sólo aceptó cuando me comprometí a acompañarlo para asegurarme de que todo iría bien.

Lo pasé a buscar antes de ir al trabajo. Se detuvo un momento frente a la puerta de Titina. Contempló con nostalgia la casa contigua: la excavadora trabajaba sin parar, eliminando hasta el último vestigio de su viejo hogar. Un centenar de recuerdos lo habrán asaltado de golpe porque sacudió la cabeza levemente, como para espantarlos.

-A lo mejor todo esto es consecuencia de ese día -murmuró-. A lo mejor me llegó el turno de pagarla.

Entramos a la casa. Había pasado mucho tiempo. Nando trató de decir algo; Titina se adelantó y dijo que no era momento de tocar el tema. Él respiró aliviado.

Nos ofreció café o mate. Puso la pava al fuego y nos sentamos. Se escuchaba una radio que venía desde el living, el traquetear de la excavadora del otro lado de la pared y el ruido incesante de la calle. Desde donde estaba sentado veía una parte del living, un sillón vacío, una foto de Gonzalo en la repisa. Nando se miraba las puntas de los zapatos. Cuando la pava empezó a silbar, Titina la sacó del fuego y habló. Con precisión, le brindó los detalles de la muerte que había soñado: el momento, el lugar, la forma. Los pormenores del choque que relataba se parecían bastante a los del accidente que le había costado la vida a Gonzalo. Nando no pudo evitar una mirada subrepticia, como si reclamara mi ayuda. Ella lo notó.

-Sé lo que estás pensando -dijo-. Yo también lo pensé. Hay, en esa muerte, un castigo divino. Por eso no te lo iba a decir. Pensé que de esa forma se aliviaría mi dolor, la rabia que me ahorca desde ese día. Pero tu muerte no me haría feliz. A lo mejor sea hora de perdonar, Nando. A lo mejor ahí se esconda, verdaderamente, mi paz.

De pronto miró el reloj y me dijo que me fuera, que se me hacía tarde para ir a trabajar. «Nando y yo tenemos mucho de qué hablar». Él asintió en silencio, sin levantar la mirada. Salí sin decir nada.

Me enteré al mediodía. Las paredes les cayeron encima cuando los cimientos se vinieron abajo por un error en las tareas de excavación. Fue poco después de mi partida. Titina y Nando quedaron enterrados bajo un centenar de escombros.

Con ellos, la verdad.

Porque aunque la gente del barrio diga otra cosa, aunque todos insistan en que sólo se trató de una desgracia, yo no puedo dejar de pensar en el gesto de Titina, en esa súbita atención a su reloj. Esa última premonición fue un artificio: Titina no soñó otra muerte que la propia. Pero se las apañó para que Nando estuviera ahí en ese instante, en esa hora fatal en la que el mundo se le viniera encima y le trajera por fin la oscuridad, el silencio, la paz.

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