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Domingo, 10 de febrero de 2013
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La tierra perdurable

Por Eugenio Previgliano
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II Donde se habla de navegación, se hace una relación del paisaje costero, se describe a mi ayudante, se comparan los ríos Solimoes, Negro, Coronda y Paraná, se menciona una boya, se nombra a Darwin y Ameghino a propósito del toxodón, y se habla por primera vez del bosque.

Navego en una lancha por las suaves corrientes del río Paraná. A babor se levanta, rojizo, marrón, amarillo, con retazos de verde y signos de la civilización en la parte más alta, el acantilado que tanto sorprendiera a Darwin en su día al pasar frente a estas costas en su viaje alrededor del mundo: "Los acantilados forman la parte más pintoresca del paisaje, algunas veces son absolutamente perpendiculares y de color rojo vivo, otras veces se presentan en forma de inmensas masas agrietadas, cubiertas de cactos y mimosas". A estribor la isla, con sus matas de alisos enzarzadas con enredaderas, flores, pájaros y, aunque no se vean, serpientes.

Puede que en algunas partes haya treinta metros entre el pelo de agua y la cresta de la barranca, en otras puede haber diez metros; las ondulaciones, en general, vistas desde el río, parecen responder a los numerosos cursos de agua que concurren hacia el río. Lo que estoy haciendo este día es un sondeo para una compañía de navegación que quiere fondear buques en este sitio. Para llevar registro del ambiente, me acompaña mi asistente, de quien unos días antes, en París, una señora que pasaba por alguna callecita de Saint Germaine mientras curioseábamos libros ha dicho: "Ah quÆelle est belle la gitane" (sí que es bella la gitana). Sin embargo, salvo por sus rasgos angulosos, su piel aceitunada y sus cabellos oscuros, no tiene nada de gitana. Tiene sí una manera de entrecerrar los ojos que a veces le da un aire misterioso e inquieto, pero hoy, mirando a través de los dispositivos ópticos de la cámara, parece calma y sosegada. Más allá, por encima de su hombro, en lo alto de la barranca, puede verse, sin demasiado esfuerzo, la coronación arbolada de la costa. El bosque está constituido mayormente por eucaliptos y, aún de lejos, permite imaginar el rumor del viento entre sus hojas, el aroma de la savia invadiéndolo todo y el trajinar lejano de una motosierra que de vez en cuando irrumpe en el campo acústico.

Desde donde ahora me encuentro, no se ve la desembocadura del río Carcarañá, pero el último tramo del Coronda asoma bordeando las islas que bien cerca de la tierra firme parecen dialogar con la abrupta barranca, respondiendo, desde su enanismo tapizado de arbustos leñosos, las inquisiciones de lo alto. El río Coronda constituye el desag³e natural de la lagunas El Capón o San Pedro, a la que afluye al río Saladillo Dulce, el arroyo Leyes, que recibe las aguas de crecida del río San Javier, y la laguna Setúbal, que enmarca la patricia ciudad de Santa Fe. Todo este sistema de lagunas, arroyos y ríos desemboca en el Carcarañá, según la Cartografía Hídrica Superficial Digital de la Provincia de Santa Fe de Giraut﷓Lupano﷓Soldano﷓Rey (2010), pero de acuerdo a mis propias observaciones prefiero pensar que es al revés, que el Carcarañá es afluente del Coronda, como el Coronda es afluente del Paraná. Esta fuerte presunción se basa en catorce meses de observación, durante los cuales estuve detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, entre 1977 y 1978, sin causa ni proceso, con un régimen penitenciario que prohibía casi todo, salvo mirar el río.

A diferencia del Solimoes y el Negro, el Coronda y el Paraná arrastran la misma clase de detritos arcillosos, lo que les da un color prácticamente idéntico, aunque tal vez un ojo avisado de marinero de agua dulce pueda descubrir menos densidad en las aguas del Coronda, debido probablemente a que el Carcarañá corre sobre un lecho más cristalino y arenoso razón por la cual lleva en suspensión partículas más grandes.

Visto desde aquí, el alto borde de tierra de la margen derecha del Carcarañá, que hace esquina con la margen derecha del Coronda, parece sólido y eterno; sin embargo yo sé que la tierra se va yendo de a poco hacia el mar, que la porción de terreno que resta aún entre el Carcarañá y el Coronda, como muchas de las personas que nacieron en la región, van a dar a los alrededores de la ciudad de Buenos Aires, aumentando el aluvión que forma el delta y el conurbano. Como si nada, mi asistente sigue tomando fotos, tanto para documentar la tarea que realizamos e ilustrar a quienes vayan a leer mi informe, como para entretenerse.

Al patrón de la lancha le hablo en un tono monocorde, suave y claro, tan neutro al valor como los objetos que observo. Si no fuera porque lo conozco de otras labores que hice con él, me extrañaría que no haga preguntas cuando le digo, por ejemplo, viremos veinte grados hacia el oeste y sigamos con la misma velocidad durante veinte minutos, o cuando le indico que rote alrededor de un punto imaginario, o bien cuando le pido que detenga la marcha del todo y le devuelvo el mate.

Como quiero ubicar con exactitud la boya, me sitúo justo encima del veril verde y estiro el brazo para ubicar la antena sobre la marca. Es en ese momento que ella me procura un retrato de oficio. Después, en la tranquila oquedad de mi oficina del pasaje Pan, un passage couvert que me transporta al París del siglo XIX, voy a procesar la información capturada, realizar planos gráficos, cálculos y terminar produciendo lo que se dice un informe técnico.

Pero ahora me desvela el recuerdo del bosque de eucaliptos. En un momento de entusiasmo le digo al patrón de seguir aguas arriba y tomar por el canal que se abre al oeste, donde posiblemente haya detritos antrópicos caídos desde lo alto del acantilado, artículos de los que la ecosonda me daría una imagen difusa y nítida. Sin embargo, al llegar al borde de la barranca, el bosque no se deja ver, debido a que la última línea de árboles se mantiene a distancia del abismo; sólo mirando con atención se advierten las raíces que salen de la pared de la barranca y cuelgan sobre el río quietas u oscilantes, según el viento.

Vista desde el agua, la barranca presenta una estructura de pilares, tal vez a causa de la salinidad, quizás por concreciones de carbonatos lixiviados de la superficie. La forma de estos pilares da idea de las propiedades mecánicas del suelo. No parece que se fueran a caer, sino que pueden resistir la compresión provocada por el peso que sostienen; sin embargo, es fácil de advertir que por su esbeltez, es sensible al pandeo: una pequeña fuerza aplicada en la base de los pilares más el peso de la tierra blanda de la superficie que queda en voladizo alcanzarían para que se siga desmoronando, en el proceso lento pero continuo de captura del Carcarañá por parte del río Coronda, o del Paraná.

El Carcarañá no se llega a ver desde aquí, corre en dirección norte a unos cinco kilómetros de donde estamos. Su cauce, como los toxodontes cuyos restos fósiles a veces se encuentran en las barrancas, está destinado a desaparecer, al fundirse con el río Coronda primero y con el Paraná más tarde. La vida de los hombres, me digo mientras ella me dirige una mirada sugestiva y suave, es un accidente menor en la superficie de la tierra, aun cuando traiga unas consecuencias atroces para el planeta. Casi a los cincuenta es que pienso esto, ya tengo tres hijos y debe hacer doce o quince años que anduve por ese bosque del Rincón de Grondona, cuando aún era una enorme extensión forestal separada por algunos senderos cortafuegos, y anduve también, sin saberlo, por esa especie de plataforma que la tierra arcillosa y húmeda suspende, en voladizo, sobre las aguas del Coronda.

Por más popular que sea el fósil de toxodón que Darwin comprara por 18 peniques en Mercedes, Uruguay, sin duda no es el único. Bastaría citar los serios trabajos de Ameghino. Darwin se refiere en un tono jocoso, irrespetuoso, etnocéntrico y políticamente incorrecto, a unos pescadores criollos del Saladillo que sabían de la existencia de un fósil de toxodón y que tenían la interesante teoría de que el toxodón estaba bajo tierra porque se trataba, pese a tener el tamaño de un hipopótamo, de un animal minador que había muerto en su cueva. Para Darwin, criado entre bibliotecas, hombre que pasó un breve segmento de su vida a la intemperie y entregado a las especulaciones sobre la naturaleza gracias a los fondos que recibía de distintas sociedades interesadas en estudiar cómo someter los confines del mundo a sus métodos productivos, la teoría carece de consistencia. Apunta lo del animal minador entre signos de admiración, que en realidad son de menosprecio. Hubo que esperar a los Ameghino para encontrar la primera explicación completa sobre los toxodontes. Por otra parte, la composición estratigráfica del suelo del Rincón de Grondona, así como del área de Timbúes y Oliveros, es tal que no es imposible ver niños actualmente jugando con fósiles entre restos de asados hechos por difuntos de generaciones recientes. ¿Irritaría esto a Darwin y a Ameghino?

VIII Donde se desmiente una preocupación por el régimen de lluvias, se hacen consideraciones sobre el suelo, se detallan procesos fisiológicos vinculados con el rozamiento, se reflexiona sobre la permeabilidad de las membranas biológicas, se nombra al profesor Merli y se cuentan peripecias de empantanamiento que tienen final feliz gracias a la colaboración de diferentes actores.

Me faltaba un solo vértice y con eso terminaba de amojonar el deslinde. No es que me interesen especialmente el régimen de lluvias, el escurrimiento superficial de las aguas ni el drenaje de esa franja costera. Sé que el Rincón de Grondona tiene pendientes razonablemente pronunciadas respecto de toda la región pampeana, a causa de algunos aspectos vinculados con la tectónica. Pero en este momento crucial, con las ruedas delanteras del Peugeot girando en falso sobre un terreno anegado cubierto de un fértil limo barroso que no deja traccionar a las ruedas, me viene a la mente, en bloque, todo lo que sé del régimen de lluvias de este lugar. Más al Oeste, el régimen pluvial tiene un punto impropio en razón, pareciera, de una pequeña elevación que describe Ricardo Guiamet en La montaña invisible (2010), y podría ser que en ese punto haya más precipitaciones que en su entorno. Y en esta circunstancia en que me veo empantanado, faltando tan poco para terminar el trabajo, me acuerdo que más al Norte, en la parte que es propiamente un rincón, entre el Carcarañá y el Coronda, un día que estaba trabajando en el bosque, después de mediodía, habiendo terminado ya con lo de campo, por error, impericia o fatalidad, tampoco el Peugeot que tenía en aquel momento podía traccionar denle el barro por falta de rozamiento. El rozamiento es un fenómeno muy importante. El profesor Merli, de Física, aseguraba que era crucial para el sostenimiento de la especie humana, en referencia oblicua al hecho de que la piel, al ser sometida a esa solicitación mecánica, dilata los vasos sanguíneos, cambia la permeabilidad de los tejidos nerviosos generando un intercambio iónico, una débil corriente eléctrica ﷓y en consecuencia magnética﷓ que es rápida y debidamente interpretada en los centros neurológicos superiores. Mucha gente que conozco, entre la que me incluyo, está muy a gusto las sensaciones y sentimientos derivados del rozamiento. Como éste depende de la relación de fuerzas normal entre las superficies en contacto, distintas condiciones generan distintos estímulos. Lejos de las aplicaciones fisiológicas del rozamiento, las gomas delanteras del auto giran en un amasijo barroso de plantas y suelo salpicando de partículas la carrocería.

Y hay una tercera vez, por el camino que corre de Norte a Sur, bien entrada la tarde, que me quedé con el auto. El tránsito por ahí era en general escaso y no teníamos medios para comunicarnos con nadie. En consecuencia, nuestro ánimo no era el mejor. Acertó a pasar, sin embargo, el capataz del bosque donde habíamos estado trabajando. Su vehículo era de tracción fuerte y con una linga y un solo tirón me devolvió al terreno firme, de modo que seguí el viaje sin mayores contratiempos. La otra vez, alguien de la explotación forestal avisó a un tractorista que ligó, traccionó y maniobró con solvencia hasta depositarnos en la ruta de arcilla seca.

Lo singular de esta vez es que no estamos sobre un camino sino en el propio terreno cultivable; la cosecha ya fue levantada y el propietario que administra el campo, un abogado de Rosario que lo hace por cuenta de una familia numerosa que tiene muchas propiedades, no parece ser tan experto en materia agraria como en liquidaciones y contratos. En el campo no vive nadie, no hay poblaciones en medio de la soja, quienes efectivamente trabajan en sentido material estos vastos cultivos son contratistas que hacen como los circos, van de un lado a otro con sus equipos y maquinarias, siembran, fertilizan, fumigan con herbicidas y pesticidas, cosechan, cargan y llevan a los sitios de acopio, procesamiento industrial y embarque. Cuando terminan la tarea en un lugar, levantan campamento y siguen su interminable periplo de cosecha y siembra por la la extensión de la pampa húmeda, vasta y verde como el mar. Sólo tras larga sequía se pueden ver algunas manchas amarillentas entre el parejo verde esmeralda, eso debido a que algunas malezas, no siendo genéticamente modificadas para resistir tan bajos índices de humedad, naturalmente se marchitan, secan y mueren. El estudio de Albert y Pasotti sobre la cuenca del Carcarañá dice, refiriéndose a este suelo: "Esta Unidad, cuyo paisaje es suavemente ondulado con lomas planas y extendidas, de relieve normal y subnormal y moderadamente bien drenado, está representada por argiudoles vérticos... Tiene como limitante la probable asfixia que pueden sufrir los vegetales en épocas muy lluviosas, por los problemas de permeabilidad que le provoca el elevado contenido de material fino". La divisoria de aguas sigue más o menos la línea del camino, en parte drenando hacia el Oeste, en dirección al Carcarañá, en parte hacia el Este, al Paraná. Podría haber notado el charco por el reflejo del cielo, pero venía discutiendo con el abogado sobre contratos. Después vienen tres camioneros que, forcejeando junto conmigo y mi ayudante, nos ayudan a empujar el auto hasta la tierra firme. El comitente, a quien le sentaría muy bien una levita, quedó al volante. Me miro el brazo derecho, en la manga de la camisa color caqui que compré para mis excursiones por el Amazonas se ha ido formando una capa de barros saprófitos e incluso por encima de esta puedo ver, sin mucha nitidez debido a la presbicia, unas moscas o insectos que tal vez vayan a convertirse en fósiles algún día.

Las lluvias en esta región promediaban, en 1965, los mil milímetros cúbicos anuales. Anteayer llovieron veinte milímetros y en una semana han llovido 85. Me alivia saber que estos alegres camioneros que empujan conmigo van a sacarnos de este percance, que espero no se repita.

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