"No voy a escribir sobre él sino a andar a su lado y hacer de eso, por fin, un diario". (Julio Cortázar, sobre "Imagen de John Keats")
Todo lugar es fugaz. Nos conocimos en Roma, hace diez, doce años. O quince. Era difÃcil -después, sentados en un cafecito bullicioso cercano a la plaza- olvidar la máscara mortuoria de Keats al lado de su cama. Keats vivió poco tiempo en Roma y allà murió, en aquella casa de la Piazza di Spagna, al lado de las escalinatas que llevan a la iglesia de la Trinità dei Monti. Mientras en la Piazza la oleada de turistas a la que hasta hacÃa instantes nosotros habÃamos pertenecido se sentaba en las escalinatas o daba breves paseos circulares cuyo centro era la fuente de Bernini, nosotros dos, por separado y sin saberlo -sin conocernos todavÃa pero fieles a nuestros destinos de travesÃa-, entramos al museo en que con los años se habÃa convertido la casa (Keats llegó allà porque en Inglaterra se agravó su tuberculosis y los médicos le aconsejaron que se alejase del frÃo y marchara hacia el clima benévolo de Italia; asà lo hizo, invitado por Shelley).
El contraste entre el silencio interior de esos pequeños salones y el bullicio de afuera hacÃa que la calma quieta del museo resultara respetuosa, adecuada para un homenaje al muerto célebre cuyos manuscritos, retratos y objetos personales Ãbamos a contemplar. Nos rozamos, nuestros brazos se tocaron apenas, frente a la máscara mortuoria; estábamos absortos, como detenidos. La tradición funeraria buscaba capturar el rostro del muerto a través de una máscara que preservara la memoria visual y táctil de su cara; lograba, en cambio, algo cercano al horror.
Octavio era entrerriano, de Concepción o de Concordia (no lo recuerdo ahora, pero el nombre de la ciudad empezaba con "C", como "ciudad"). Me dijo que en el Palacio San José, en la Sala de la Tragedia, se exhibÃa en una vitrina la máscara mortuoria de Justo José de Urquiza. A partir de ese momento, empezamos a llamar a nuestros infames hotelitos -porque desde allà decidimos continuar juntos el viaje- "salas de la tragedia". Se habÃa recibido de ingeniero agrónomo, a eso sà lo recuerdo, porque la familia tenÃa campo en Entre RÃos y ésa habÃa sido su obligación, a la que no se pudo rebelar, pero lo que le interesaba en verdad era la pintura; habÃa ahorrado en los últimos años de la carrera trabajando como mozo, traductor o restaurador aficionado, y pudo hacer entonces su viaje iniciático de los veintipico de años, la ida a Europa que siempre habÃa soñado. Su destino inicial fue Venecia, en donde dictaban un curso sobre "El fresco italiano"; recuerdo eso muy bien, aunque no asà su ciudad de origen o el año de aquel periplo, de aquel encuentro.
Yo soy de Córdoba fue una de las primeras frases que le dije "aunque era evidente por la tonada", tal vez para apuntar hacia alguna complicidad provinciana. Estaba en esos dÃas sola en Roma porque habÃa terminado mi breve curso de inglés en Londres y decidà recorrer un poco el continente. En Londres, le dije, en Hampstead Heath, rodeada por jardines, hay otra casa de Keats y yo la habÃa visitado antes de viajar a Italia. Llegué tarde, habÃa terminado el horario de visitas vespertinas pero no estaban corridas todavÃa las cortinas o no habÃa cortinas? y el interior se notaba iluminado. Atravesé el jardÃn y pude rodear la casa, espiando a través de los vidrios, casi encaramada, absorta, como tiempo después lo estarÃa ante su máscara mortuoria. Allà se guardaba el anillo de compromiso que él le dio a su amada Fanny Brawne. Era noche temprana, en otoño oscurece muy pronto por aquellas regiones, y rondaba la casa de Keats como un espÃritu nocturno; yo misma, una sombra romántica.
Nos quedamos en Roma más tiempo del previsto (como Keats, si bien no habÃa escapado de mis toses, sà habÃa huido del frÃo y los grises de Londres); otro motivo de complicidad lo daban los intereses compartidos, nuestras lecturas. Me causaba gracia deambular por Roma con alguien con nombre de Emperador. En el cementerio protestante, la tumba de Keats está cerca de la de Shelley. El poeta ya no se fue de Italia. (Se dice que cuando Shelley fue encontrado muerto tenÃa en el bolsillo un libro de poemas de su amigo).
Hace dÃas que comenzaron a inquietarme estos recuerdos, que estuvieron postergados durante una década o más, como hibernando, y al principio vinieron a mà sólo como la cara borrosa de un amigo de la primera juventud del que no habÃa vuelto a tener noticias (ni siquiera a través de las redes sociales, como suele ocurrir en estos tiempos) o como una secuencia inconexa de algunos bellos lugares de paso. Me mudé de Villa MarÃa a Córdoba y ésa fue la oportunidad de limpiar cajones olvidados, el fondo y lo alto de los placares, todo aquello con función de desván de trastos en diversos lugares de la casa. Entre las chucherÃas halladas en un alhajero de madera pintada, encontré el anillo. Tal vez era de plata, aunque se habÃa desgastado y en partes la capa superficial color plateado habÃa dado lugar a otra, color cobre. TenÃa una piedrecita verdosa en el centro. Me lo habÃa comprado Octavio en un mercado de Roma; fue ése el primero de los recuerdos recuperados y fue además una de las tantas cosas que tiré o di a mis sobrinas para que jugaran. Lo entendà como un obsequio que me hacÃa el pasado antes de extinguirse.
Tras mudarme, el primer dÃa que salà a recorrer el barrio de mi nueva ciudad, junto con el reconocimiento de adónde estarÃan el supermercado, la lavanderÃa, un kiosco abierto hasta la medianoche, lo vi. BarrÃa, era joven, vivÃa a la intemperie. Entre sus pertenencias escasas se destacaban las señales de tránsito, que parecÃan salidas de un curso de educación vial (pensé: -Adónde las consigue?): cascos, banderines, carteles, conos anaranjados. Una de las primeras noches de deambular por las "para mÃ" nuevas veredas lo vi sacando fotos de un modo compulsivo, como era esperable; apuntaba durante largo tiempo, fogonazo tras fogonazo, hacia el mismo lugar, la vereda de enfrente, desierta, y sólo el flash intermitente iluminaba su rincón desolado y oscuro. Otras veces lo encontré dibujando o tal vez escribiendo, sentado en la improvisada cama-mesa de una esquina de Alta Córdoba, en un cuaderno espiralado.
Pasó más o menos un mes. Empezó el frÃo y en mi recorrido diario lo perdà de vista. Tuve la inexplicable necesidad de salir a buscarlo. Se habÃa mudado de improviso de la esquina habitual pero, según lo supuse, no se habÃa alejado demasiado del barrio. Asà fue; lo encontré atrincherado a unas cuadras del paraje anterior, como en un fuerte improvisado hecho con un carro de supermercado y las señales viales. Me pareció que estaba demasiado expuesto esta vez, en una esquina sin reparos; pensé que no tardarÃa en mudarse de nuevo (la cara cada vez más tiznada, las manos arrugadas por el frÃo). Tras su Fortaleza Bastiani, apenas asomaba: tenÃa un mapa extendido sobre las piernas y lo examinaba con una linterna. Afuera, la ciudad era su deserto dei Tartari.
En esos dÃas, uno de los vecinos del edificio que me cruzaba habitualmente en el ascensor y era el único con quien intercambiaba algunas palabras, me habÃa visto contemplándolo, a metros de su lugar. Y una mañana, en el palier de entrada, me sacó el tema: Al tipo le gusta conversar, una vez me dijo que anda de paso, que viene de viajar por el mundo, y no sólo dibuja, a veces escribe. -Volvió? Se ve que estaba al tanto de sus últimas mudanzas y que me consideraba una especie de protectora del Loco o una especialista en el tema. Le conté que no habÃa regresado a la misma esquina anterior, aunque el vecino ya lo supiera; que estaba viviendo en otra, cercana. Después el vecino recordó que habÃa escuchado al Loco una vez cuando simulaba hablar por un teléfono público; disentÃ: yo lo oà hablar realmente y pedir helado, al rato, un cadete de la heladerÃa le llevaba el pedido a su pequeño campamento (a su guarida). Seguimos conversando sobre sus peculiaridades y él especuló sobre el origen, sobre la historia trágica que lo habrÃa llevado a vivir en la calle. No sabÃamos su nombre.
EnmudecÃ. Me di cuenta de que estaba preocupada por él pero nunca me habÃa atrevido a mirarlo de frente, cara a cara; lo que sabÃa, lo sabÃa porque lo espiaba de lejos o, si pasaba a su lado, lo observaba por el rabillo del ojo, tratando de que no se diera cuenta. Me daba pudor enfrentarlo, que se sintiese acosado por mi mirada, creà en aquel momento. El vecino volvió a preguntar en qué esquina lo habÃa encontrado en los dÃas recientes y esta vez le respondà con la precisión que seguramente aguardaba, con nombres de calles que cruzan y descripción del ancho de la vereda y de los negocios u otras referencias próximas al lugar. Hizo un gesto de alivio: Temà que el barrio lo perdiera.
Esa noche me costó dormir. A la mañana siguiente lo encontré (habÃa salido a buscarlo) sentado entre sus cosas; tomaba café en un vasito de plástico, con la mirada perdida. HacÃa mucho frÃo y él tenÃa las piernas cubiertas por una frazada. Me detuve a su lado y lo saludé con la mirada clavada en sus manos, en el vaso de café. Después le pedà -mi voz era un susurro; temblaba- que me mostrara los dibujos. Tardó en responder, en entender tal vez; sonrió apenas y me extendió con gesto mecánico el cuaderno. Estaba abierto en una de las páginas y mostraba un boceto a lápiz, inconcluso. Di vuelta la hoja, la misma imagen ocupaba todo el espacio, pero más completa, con detalles. Vi otra página, parecida.
Era el dibujo de una tumba en la tierra, de una lápida rodeada de lirios, de un cementerio antiguo. En la lápida no se leÃa ningún nombre, sólo fechas, palabras en inglés, signos. Traduje la evidencia con los ojos húmedos: "Aquà yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua". No me atrevà a intentar, siquiera, mirarlo a la cara.
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