El boliche rebosaba de gente. Miré con atención y vi que no me habÃa equivocado demasiado: se codeaban los matones con las prostitutas y un engominado presentador insistÃa con desgano en su cantinela: Pasen a ver la mujer,/ la mujer más gorda del mundo. Nadie parecÃa darse por enterado mientras el bandoneón de un gordo con cara de niño se mezclaba con la guitarra de un tipo de ojos dormidos, en un matrimonio perfecto, inhumano.
Los mozos iban y venÃan sosteniendo las bandejas a la altura del hombro: vasos con whisky de dudosa procedencia; copas decoradas con filetes dorados en las que burbujeaba apenas un champagne tibio, intomable. Una cristalerÃa de secretos y misterios.
Un canillita entró voceando las noticias de la noche. Eran las mismas del dÃa anterior y del mes pasado y de hacÃa veinticinco años: inmutables, eternas. Eché una mirada rápida pero la muerte del tipo en el "OrquÃdea" no figuraba en ninguna parte. Una muchacha entre risas ahogadas, contaba a otra con cara de mejicana, los equÃvocos amores y las desdichas de su amiga Esther; me pareció que exageraba. Ninguna mujer es nunca tan infeliz ni tan malévola, pero no me atreverÃa a defender esa hipótesis ante ningún jurado. Un hombre con el pelo revuelto y ojos de loco bailaba con la sombra de una mujer en medio de la pista desierta. Decididamente, Los Angeles no es la misma de antes, me habÃa dicho Bernie Olhms, y tal vez tenÃa razón.
- Malena canta el tango como ninguna - me informó en el oÃdo una voz que me sonaba familiar. Me di vuelta para encontrarme con una sonrisa llena de dientes albos, perfectos. El peinado se le estiraba hacia atrás, reluciente. No tenÃa una sola arrugada en la cara como de harina.
- ¿Le parece? - pregunté haciéndome el distraÃdo, pero no tenÃa la menor idea de quién era esa cantante. El tipo me miró con una cierta dosis de piedad, perdonándome la vida. Se ajustó el foulard alrededor, se puso el sombrero de copa que mantenÃa sostenido con la punta de los dedos junto a su pierna y tapó con él la brillantez engominada y tirante. Tiene pinta de gigoló, me comenté a mà mismo con desgano. el me echó una mirada de costado, con malicia de compinche y después dejó de interesarse en mÃ. Me pareció lógico.
HabÃa conocido tantos latinos en los últimos veinte años que éste podÃa haber sido perfectamente uno de los tantos que sobrevivÃan como podÃan, pero algo me sonaba distinto en él. No estaba para investigaciones esa noche, no tenÃa cliente que me pagara viáticos, nadie aguardaba mis conclusiones, habÃa cruzado la ciudad en mi viejo Chrysler, habÃa pedido casi una hora en Pacific Point - el único lugar de la costa que conseguÃa tentarme- y habÃa llegado allÃ. En otros tiempos debió ser un lugar bastante elegante, pero aquella época ya habÃa pasado, pensé. Me quedé allÃ, fumando y esperando. Me desinteresé también del tipo.
En el fondo del local, Juancito Caminador se empeñaba en convencer con sus historias a una rubia con cara de soberano aburrimiento. Los cabellos de oro le caÃan sobre los hombros dorados. El me miró como si no hubiera visto en su vida, pero yo no estaba allà para recordarle el pasado a nadie. De todos modos, le dediqué una mueca casi amistosa. Debo estar empezando a ablandarme, me dije, pero nadie pareció darse cuenta de nada.
Miré la pista: ninguna cara conocida. Allà todo era baile pausado, diálogo de pieles, frotamientos, cadencias. Una vez, en el Hotel Van HuÃs, habÃa bailado yo también con una muchacha que querÃa volver al pasado: no funcionó. Ella era demasiado joven y estaba tal vez buscando más un padre que otra cosa, y yo no era lo suficientemente viejo para lo primero ni demasiado joven para la segundo.
Una mujer con grandes ojeras me hizo una seña con la cabeza, pero no me gustaron sus ojos; tenÃa una mirada perdida, como de borracha o algo peor. Ella insistió con el gesto y me acerqué. A centÃmetros la impresión no mejoraba para nada.
- ¿No te acordás de m� - me dijo sonriendo, pero no consiguió arreglar mucho más el asunto. La verdad era que no me acordaba para nada. Hice un esfuerzo porque me daban lástima sus cejas fruncidas, su voluntad por ayudarme en el ejercicio de memorias. Pero no hubo caso.
- La verdad que no.
- El caso Murdock - me dijo- . ParecÃa que se jugaba la última carta a un miserable par doble.
Lo recordaba perfectamente, pero hubiera sido mejor que no. Aquel no habÃa sido, precisamente, uno de mis mejores trabajos, pero asà son a veces las cosas.
- Sà - concedà sin embargo- ; ahora me acuerdo. ¿Cómo anda eso?
La mujer me miró con resignación. Se veÃa que no le habÃa ido demasiado bien, pero no era de las que dan el brazo a torcer. El vestido parecÃa bastante usado y el tapado de piel no era por cierto un estreno, pero los llevaba sin vergüenza y hasta dirÃa que con altivo decoro. Ganó algunos puntos con todo eso.
- No me puedo quejar - murmuró- y aunque me quejara ¿qué arreglarÃa?
Le dà la razón y terminé invitándola con un whisky. De a ratos, observábamos el ambiente, intercambiando frases sueltas y tomándonos a sorbitos el brebaje. El barman me miró un par de veces con cara de póquer pero adiviné que se divertÃa con mi conquista. Le tiré un beso y huyó despavorido: un viejo truco que todavÃa funciona en ciertos casos.
- SeguÃs en la misma oficina? - me preguntó al rato- ; espero que hayas mejorado la decoración. Eso parecÃa una pocilga...
- A mà me gusta asà - dije- ; debe ser porque uno termina por acostumbrarse o elige una escenografÃa única para toda la obra.
La verdad es que no tenÃa explicación alguna que dar. HabÃa elegido aquel lugar en el sexto piso de un edificio que miraba hacia el este como podrÃa haber elegido cualquier otro hacia el oeste. Ella se encogió de hombros. Vos no cambiás más, dijo. Y como eso yo ya lo sabÃa e incluso lo habÃamos discutido ella y yo hacÃa mucho tiempo, los dos sentados en aquella oficina desordenada, distrayéndonos de tanto en tanto mirando el vidrio esmerilado con las letras doradas ya bastante pálidas, la conversación terminó.
Le pagué el whisky, ella me lo agradeció con un gesto desabrido y se fue caminando hacia el fondo del local hasta que la perdà de vista. Me miré en el espejo que estaba detrás de la barra. Un tipo de cara alargada, con algunas arrugas en los costados de la boca fina y el pelo que empezaba a ralear un poco, me observaba con una especie de mueca de hastÃo. TenÃa una sombra de barba azulina en la cara y se pasaba la mano por la barbilla como sopesando la posibilidad de una afeitada rápida que mejorara las cosas. Detrás suyo, se movÃa una cantidad de gente que pasaba en parejas, gesticulando y riendo.
Hola, Philip - lo saludé con desapego. El me devolvió el saludo. Después, los dos levantamos el vaso al mismo tiempo y bebimos también a la par.
Cada vez se parece más a Robert Mitchum, pensé. El barman me miraba fascinado, sin atreverse a decir una sola palabra. Me pareció ponderable en un barman.
- Perdone lo de hace un rato. No acostumbro a tirarle besos a los hombres a cada paso, pero no me gusta que fisgoneen en mis asuntos - dije- .Le pedà otro whisky y me lo sirvió con tanto esmero que casi me hizo reÃr.
- SÃ, señor. Perfectamente, señor - contestó con aire jocoso, pero se ubicó en la otra punta de la barra. En eso, sentà que me tocaban otra vez el hombro con suavidad. El morocho del sombrero de copa y el foulard me contemplaba con aire cÃnico
- Te estuve mirando, pibe - dijo- ; no sos muy galante con las damas, ¿no?.
- Nunca me lavo dos veces los pies en el mismo rÃo - contesté. Un chistoso, murmuró. Me volvió a mirar otra vez, con esa sonrisa llena de dientes y la cara como maquillada, blanquÃsima. Algo no encajaba del todo en el rompecabezas sin embargo. Pero habÃa visto tantas caras lindas, maquilladas y blanquÃsimas en Hollywood que bien podÃa ser la suya una de las tantas. Algo me decÃa que tal vez la habÃa visto contemplándome desde un afiche de cine, pero no estaba seguro.
- ¡Qué corso, hermano, qué corso! - dijo: asà te vas a quedar siempre araca, como los giles...
Eso es lo que tienen los latinos - pensé- ; siempre hablando como su estuvieran en un ghetto. No se les entiende un carajo, pero él se dio vuelta dando por terminada la cuestión y me dejó parado junto a la barra. Las parejas se trenzaban en los pasos del baile, se buscaban una y otra vez y se desencontraban con la misma tenacidad. El bandoneón del gordo parecÃa haberse quedado dormido en una sola nota sorda, melancólica. La guitarra lo seguÃa, solÃcita, dos pasos más atrás, con un dejo de nostalgia. Una música triste. Me gustaba un poco eso pero no era del todo para mÃ. Demasiados años escuchando buen jazz me habÃan vacunado contra nuevas tentaciones aunque llegaran envueltas en el celofán de una nostalgia palpable, casi acuosa como aquella,.
Cuando quiso seguir caminando, cuatro mujeres le cerraron el paso con risas y grititos histéricos. El las atendió galante, un poquito a cada una. Peggy, Betty, Mary, Julie a diciéndoles y las cuatro se contorsionaban como si alguien les metiera la mano debajo del vestido.
El tipo tiene su estilo, reconocÃ.
Estuvo un rato en esa gimnasia y al final pudo despegarse con esfuerzo. Las cuatro se quedaron paradas, solas, como cuatro figuras de cartón sostenidas por una invisible varilla en medio de la escena. Las boquitas pintadas se les habÃan abierto en una O de absorta boberÃa. Cuando se dieron cuenta, la avalancha de bailarines las empujó dentro de la pista al compás de una música alocada.
El habÃa conseguido llegar casi hasta la puerta. Saludó con una mano al tipo de la barra, que secaba el mismo vaso desde hacÃa como diez minutos con un repasados de blancura dudosa, siempre en el extremo de la barra. Después, empezó a subir los escalones con andares de bailarÃn. Se le oÃa canturrear, a pesar del ruido y de las voces: con ansias constantes de cielos lejanos.. Lo entendÃa claramente entonces, a pesar de que mi español no era por cierto para alabarlo demasiado. Es más: yo también ansiaba ver el cielo a esa hora. Era la entrada de la primavera y las grandes borrascas todavÃa no se habÃan instalado en California. HabÃan cesado las lluvias, las colinas se veÃan verdes y más allá de los cerros de Hollywood, la nieve brillaba en las alturas. HabÃa pasado por Beverly Hills: los jacarandaes florecÃan con estrépito.
El barman lo miró irse y le envió un saludo displicente, tapado ahora por el ruido de la música y los gritos que venÃan de una mesa donde sonaban pitos, matracas y estampidos de corchos de champagne golpeando contra el techo encalado: no me gustaban los borrachos ni los tipos de la barra que se pasan de confianzudos con los clientes. Eso era parte de mi código; poco diálogo con barmans, agentes literarios y picapleitos..
Los tipos de la mesa eran cuatro, con tres rubias teñidas que trataban de ganarse los billetes con un entusiasmo digno de mejor causa. O no, nunca se sabe. Una de ellas me miró largamente. Después, en un descuido de los otros, me guiñó un ojo: parecÃa un poco joven, un poco ebria, un poco drogada. Le di la espalda. Esas aventuras nunca terminaban bien. La hija de un senador, una vez, me habÃa enredado en una de ellas y todavÃa, de noche, me despierto arrepintiéndome de eso y maldiciendo mi estupidez. Algunos casos fáciles quedaron perdidos para siempre por su culpa y algunas de las arrugas que me miraba cada mañana en el espejo provenÃan también de ese tiempo.
El tipo de cara alargada habÃa vuelto a acodarse en el bar, tieso en la banqueta y me miraba con aire crÃtico, otra vez escéptico, con los ojos de Mitchum entrecerrados y un cigarrillo en los labios. Volvà a girar hacia la pista: esa era toda una noche de convidados fastidiosos.
Muy cerca de su rubia ahora, Juancito Caminador parecÃa haber ganado valioso terreno en su trabajosa conquista. Ella atendÃa sus palabras con una sonrisa que ya no lucÃa tan profesional como hacÃa un rato. Se veÃa que estaba flaqueando, esperando que después de todo aquello llegara algún mágico colofón que la sacara -que los sacara a los dos- de ese lugar del Central y la llevara lejos, muy lejos. No sé por qué pero me inspiró simpatÃa la rubia; cualquiera hubiera soñado con salir de ese agujero. Bernie insistÃa en eso: En California hay la mayor cantidad de todo y lo mejor de nada, masticando su puro con algo bastante parecido a la ira. Pero Bernie era definitivamente un amargado. Mon cheri, susurró la muchacha, medio avergonzada de su pronunciación, pero Juancito, que apenas sabÃa decir merde en francés, no escuchó sus palabras.
El anunciador, cansado de pregonar una mercaderÃa que nadie comprarÃa jamás en ese lugar, se habÃa sentado a un costado de la pista y compartÃas su aburrimiento con un tipo delgado con cara de fullero. Poco a poco la cabeza se le fue cayendo sobre los brazos cruzados hasta quedar apoyada en la mesa. Entre dientes seguÃa murmurando su letanÃa:
Si quiere ver la vida color de rosa/ eche 20centavos en la ranura. Era noche de español pero no me pareció caro y eché la moneda en la máquina iluminada. Sobre el bandoneón cachaciento y la guitarra nÃtida, surgió la voz que decÃa con ansias constantes de cielos lejanos.. Otra vez de lo mismo.
El tipo con cara de fullero se me aproximaba caminando de costado, como si estuviera bordeando las mesas de un poblado garito. Debe ser la costumbre profesional, pensé. Cuando llegó as mi lado me miró con atención, como reconociéndome poco a poco.
- Hola, Philip - dijo, y me tendió la mano.
Lo miré un instante y recordé otra vez todo. Una noche en el Dovery Drive, una pelea y algunas balas perdidas que encontraron, pese a eso, destinatarios precisos. Una mano que me guió en medio de la oscuridad angustiante hasta abrir una puerta sobre un callejón desierto. Una palmada en mi hombro y una voz ronca diciéndome: Levante vuelo, amigo, esto no es Sunset Boulevard, y la puerta que volvió cerrarse dejándome solo. Le di a mano.
- Hola - contesté- . Nunca habÃa sabido su nombre, pero no importaba demasiado a esa altura: ¿Cómo va eso?
- No me puedo quejar- dijo Voz Ronca, y se sentó en un taburete a mi lado. Estuvimos tomando más whisky, hablando de otros tiempos, otras voces y otros ámbitos; se nos mezclaban ciudades, mujeres, garitos, bares y recuerdos. Cuando se terminó el recuento, nos volvimos a dar la mano y se fue.
Miré hacia la escalera que subÃa hasta la calle. La rubia que esperaba desde hacÃa tres horas no habÃa aparecido y quizás nunca se le cruzó por la cabeza aparecer, pero asà son los riesgos en este trabajo: a veces se pierde y, muchas veces, también se pierde. Las rubias suelen tener esa condición voluble que suele volverlas mucho más deseables todavÃa. La música seguÃa sonando más triste cada vez. El gordo y el guitarrista parecÃan estar en el limbo, fuera del tiempo y de la distancia e incluso de la propia melancolÃa del lugar, del que ellos eran una parte viva. No era que no me gustara; me gustaba, pero sentÃa que tres minutos más de su música podrÃan llevarme a dar la cabeza contra la pared sin remedio. Cuando salga de acá voy a escuchar un poco de jazz, me propuse, sintiendo que se me secaba la garganta, pero fue solo un consuelo pasajero.
El tipo del sombrero de copa y el foulard ya se habÃa perdido en la noche cuando salÃ, pero a mà me seguÃa pareciendo que a esa cara yo la habÃa visto en otra parte, y tal vez muchas veces. Me quedé siempre con la duda. O yo tenÃa mala memoria para las caras o él tenÃa una mala cara para mi memoria. Cuando por fin alcancé el Sunset Boulevard, las madreselvas de China asomaban sus colores sobre algunos cercos. Atrás, la hilera de bungalows con techos empinados parecÃa una escenografÃa pintada por un ingenuo. Pero si algo se habÃa terminado hacÃa tiempo en Los Angeles eran los ingenuos.
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