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Domingo, 1 de marzo de 2015
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Destrucción total

Por Lila Siegrist
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CASO I: El Paisaje, sereno y amoroso

El primer recuerdo que se tiene de la infancia es el siguiente: dos luces brillosas de un camión enorme bloqueándote la mirada por la ventana de la luneta del Peugeot 504 blanco en el que viajabas, en la ruta rumbo a San Justo, Provincia de Santa Fe, y el inmediato estruendo del choque de ese camión contra el auto en el que ibas. Todos se mueren en plena pampa húmeda, cerca de Nelson, la madrugada del viernes 16 febrero de 1980. Lo que ves, diez minutos más tarde, es el auto hecho una galleta de fierros en la cuneta húmeda y fresca.

Hoy sigo pensando en esa primera reminiscencia de mi niñez que nadie me ha podido contar. No hay ni cómplices ni testigos que me asistan en la posible reconstrucción del hecho. Esto no fue noticia, no salió en los diarios.

Avancemos.

A los que somos principiantes en concatenar letra a letra de la manera más generosa posible, nos pasa seguido que incursionamos en los diccionarios. Nos sumergimos en ellos para obtener respuestas científicas y precisas ante dudas particulares e íntimas. Oracularmente. Preguntas simples y allá vamos. Desde aquella noche el paisaje viene siendo una incógnita. Entonces al diccionario para traducir El Paisaje. Es decir, empezando por la palabra paisaje. Tarea con la cual, al cabo de dos minutos y de ciertos inconvenientes con los textos informativos, propio de leer salteado, y de muchas dificultades con la atención fija, voy experimentando un desconcierto creciente. Un destino miserable con límites de concentración mental patológicos padecidos por más de treinta años corridos. Traficar una definición a lo sensible: F R A C A S O. Entonces abandono el diccionario y me hago, nuevamente, de Radiografía de la pampa. El Paisaje avanzaría por terrenos con o sin vías del ferrocarril, por los modos de acuchillarse entre unitarios y federales, entre cielos de los más amplios o cerrados horizontes, entendiendo las fuerzas telúricas, o en esa frase en la que nos explica lo siguiente: "La selva era el dominio absoluto del vegetal; la montaña, del mineral; la llanura y la ladera, de los vivíparos". Si se piensa este paisaje y su historia, no se puede dejar de imaginar el barro borrando y derritiendo en su fluir todo documento habitacional rentable, dejando así el sedimento barrido por las lluvias: las piedras en la vida de los antepasados son el único material que ha posibilitado un relato, por eso en el norte (dígase Méjico y Europa, donde los suelos son rocosos) hay una historia que se puede contar; la tierra y el agua, en cambio, con sus características físico químicas son mas lábiles, mas untuosas, y definitivamente mudas.

Mi paisaje tiene cosas extrañas: la distancia, el ojo y su dispersión. Lo que siempre se ve está dividido en dos partes gigantes: el cielo y la tierra (o el agua, en su defecto). Luego en los posibles análisis morfológicos puede haber, grosso modo, variantes espaciales y distintos fenómenos que acompañan: montes, casas, molinos, animales, caminantes, sembradíos, lluvia, sol, noche, soja de primera, soja de segunda, camiones, barcos, canoas, nadantes. O sea, equitativamente distribuidos, el paisaje se presenta siempre en dos estados de la materia, que atraviesan toda la tabla periódica de Mendeléyeven fifty fifty, las fórmulas son: 50% gaseoso (el cielo) 50% sólido (la tierra) ó 50% gaseoso (el cielo) 50% líquido (el río). Los elementos de la materia de mi paisaje pueden ser todos, pero esos todos están en máxima pureza. No hay ambiente físico construido invadiendo la perspectiva y puede vislumbrarse un panorama estratificado de sedimentos por capas organizando un espesor en el horizonte azul, verde, tierra, la mayoría del tiempo los días naranja de sol. Posible que haya alguna tapera de formas racionalistas perdida por ahí. En general todo es extensión matérica rústica. Pero, sigo sin encontrar una definición aguda de la palabra paisaje. Puedo traducirlo en un breve relato, acotado y certero: hablar del asfalto, de los autos, de mis vecinos, del virapitáaparasolado y denso que avanza sobre mi ventana,1 de los cables, de los balcones, de los peluqueros de calle Salta, de los planes urbanísticos de alto standing, de las rotondas extrañas clavadas en Puerto Norte, del Mercadito Retro, de la plaza Lucio Fontana, de la plaza José Hernández rodeada de edificios que construyó Perón, de las toallas coloridas volando sobre las sandías en avenida Godoy, de los livings comunitarios de los gitanos de Oroño, de la fuente de Vanzo en Junín y avenida Alberdi, de la esquina del colegio Salesiano San José, de mi escritorio, de los objetos y rincones de una casa repleta de paisajes instalados topo específicos para la felicidad. Igual es raro que me alegre ubicar la mirada en el contorno de todos estos objetos construidos en nuestra ciudad; el espectáculo me conmueve de manera ruin. Este perfil, de un extremo a otro de la ciudad, y en casi todas las calles, es un desgarramiento, / línea quebrada, brutal, golpeada, erizada de obstáculos. Además, nuestra alegría, nuestro entusiasmo no son atraídos por la incoherencia que tal línea denuncia. Otra cosa sería nuestra emoción, si ella, que perfila la ciudad contra el cielo, fuera pura y experimentáramos así la presencia de una fuerza ordenadora: llana. Pero no. Ahora debo hablar del paisaje más allá de los límites circunvalares y de nuestras orillas. De aquel paisaje al que hay que llegar. Cuando una lo cruza, lo atraviesa, o ve al otro lado lo mismo, concibe qué es el paisaje extendido. Cuando una se baña en él más todavía, entonces deja de entenderlo para vivirlo, y cuando una duerme sobre su topografía, no sólo que lo entiende y lo vive, sino que pasa a ser parte de él. Como si una fuerza mutua, entre el suelo y la epidermis, que se contagiara allí mediante ósmosis amorosa, para ser una sola pieza vital: el lomo de una y el paisaje. En definitiva, todo aquel que quiera saber si ha conocido un paisaje (un lugar), lo que debe hacer es dormir sobre su tierra, en su geografía más inmediata. O tiene que ver morir allí a todos a la edad de seis años. Afortunadamente, con el Moro Acebal descubrí el paisaje desde adentro, levitamos en el potrero, nos elevamos al borde del Arroyo del Sauce, fuimos dos nubes plácidas en cada monte húmedo y nos acovachamos en cuartos de techos altísimos. El Moro, en flashback en este paisaje. Supongamos que ahora elegimos un paisaje urbano amable y un momento de la historia bastante singular. Cuando el siglo pasado ya acumulaba 96 años de vida, el Moro2Acebal se pasaba las tardecitas brillantes de primavera en el Bar Tomate ubicado en calle Córdoba al 1600, amparado por el aroma de los tilos. Supongamos, también, que en las próximas páginas tendremos frente a nosotros un relato lozano e inconducente, combinado con cucuruchos de crema del cielo, para lo cual se avanza diciendo: eran tardes soleadas que caían sobre el final de calle Córdoba. Esa calle es la calle que ve marchar al sol a contramano, a lo ancho de la ciudad. Es la calle que corre de oeste a este con una sensibilidad tal que su facultad de percibir luz nunca es imprecisa. Calle Córdoba es mercantil y ampulosa. Es diversa y larga, no tiene un solo codo.3 Su tráfico tiene todas las tracciones: a motor, a sangre y a pie. La superficie de su trazado urbano no tiene posibilidad de incertidumbre ni error. Calle Córdoba, su asfaltado, sus refracciones y sus sombras son el espejo del devenir luminoso en fuego, aun cuando la ciudad está encapotada. Calle Córdoba no tiene ese paisaje nocturno que desde los 80 se arma en el centro, en calle Tucumán: Tucumán y Balcarce, o en Tucumán y San Martín: el boliche Luna, por ejemplo.4 Pero decía que, mientras estaba sentada en el Bar Tomate esperando a mi amigo, una turbamulta de rubias colosales y de morochas desmedidas competía para que los hombres se maten por ellas en la calle. En los próximos minutos llegaría mi amigo y me contaría sus vericuetos nocturnos del fin de semana. Mi súper amigo, el Moro Acebal, era un muchacho verdaderamente lindo. Nos conocimos hace mucho tiempo en la noche rosarina. Era muy educado, galante y buena gente. Medio presumidón. Sus hermanos y amigos lo apodaban El Picaflor. Era un caucásico con muy buenas maneras y tenía un nivel de ceceo al hablar tan personal como irresistible. Todas, todas, estábamos enamoradas de él. A los dos nos unía una gran ansiedad, una voluntad hermosa por estudiar fenotípica y conductualmente a todas las criaturas que nos rodeaban. Éramos dos obsesivitos sibaritas desprolijos. No nos perdíamos nada. Éramos súper jóvenes, conformábamos un compuesto binario y estábamos poseídos por la traicionera belleza de las estaciones del año. Esto es: en el otoño lucíamos una palidez rosada y tenue que nos volvía saludables, en invierno nuestra piel se embarrecía con el poder de las carneadas y las vaquillonas asadas en el medio del campo. En primavera teníamos un ritmo bacán de veredas y porrones en los bares del centro, y el verano, el verano ¡qué grandeza el verano!, nos volvía livianos ante el agobio de las temperaturas urbanas, teníamos pulmones llenos de frescura en el chapoteo de alguna pileta cobalta y traslúcida en la periferia. Zambullidos de avance acuático prematuro ya en octubre. Teníamos una configuración exacta similar al arte griego: la expresión más perfecta de belleza.

Notas

1- De la araucaria jurásica de calle Martín Fierro y el río.

2- Atención a los sobrenombres: el de él era Moro y sus tres hermanos se apodaban Bataraza, Indio y Negro.

3- Recomiendo "El Camino de los Asnos. El Camino del Hombre" (Le Corbusier, La Ciudad del Futuro,Buenos Aires: Ediciones Infinito, pp. 25 41) donde se dicen de manera muy, pero muy, taxativa cosas como estas: El hombre camina derecho porque tiene un objetivo; sabe a dónde va decidido a ir a determinado sitio y camina derecho... El asno ha trazado todas la ciudades del continente (en referencia a Europa, por supuesto), incluso París, desgraciadamente...La calle curva es el camino de los asnos, la calle recta es el camino de los hombres. La calle curva es consecuencia de la arbitrariedad, del desgano, de la blandura, de la falta de contracción, de la animalidad. La recta es una reacción, una acción, una actuación, el efecto de un dominio sobre sí mismo. Es sana y noble.

4- Cuando me proponen ir a Luna (corolario nocturno de calle Tucumán, outlet humano) pienso en ese descarte de generaciones en generaciones noctámbulas, con voluntades de cópula amateur sin buenos modales ni si quiera para el cortejo educado y cuidadoso, me deprimo profundamente.

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