Yo me di cuenta de que habÃa nacido en la poción mágica el dÃa en que, a los seis años, tuve que rellenar la ficha del comienzo de clases donde debÃa consignarse la profesión de los padres: psychanalyste con sus dos y y su ch me hizo envidiar a mis compañeritos cuyos padres eran médicos. Antes enredarme que renunciar. Fue mi elección para otras fichas en otros años.
El gusto de esa poción siempre ha sido de una incierta certeza, porque siempre se repetÃa en un contrapunto. Muy pronto tuve eco de las exigencias de esa disciplina rara, al punto de ser excepcional. En el movimiento analÃtico tan absorbente para sus protagonistas habÃa una "princesa" que era temible. Recuerdo la tensión que produjo su llegada al 5 de la calle de Lille, en los primerÃsimos comienzos de los años cincuenta. Era como un hada mala, poderosa e incómoda, seguramente por las ojeras que tenÃa, las mismas que llevaban algunos cuyos nombres me eran familiares sin poder en todos los casos ponerles un rostro.
Después vino la ruptura, múltiple y destructora de amistades. Impresionante para una niña de un poco más de diez años. No me provocó una gran conmoción, porque entendà que era «liberadora de los jóvenes». De ese tiempo, conservé la idea de que deberÃa cuidar de no encontrarme en la posición de Anna, que, como hija de Freud que fue, contribuÃa a dar lustre a su invento.
En esos mismos años, aprendà poco a poco que lo más importante era aquello que todavÃa se llamaba los "pacientes". Entre esas personas frente a las que lo correcto era la mayor discreción (evitar cruzarse con ellos, o hacer ruido en las horas en que estaban allÃ, no mirarlos), estaban los "jóvenes". Ese calificativo nunca me sorprendió, aunque tuvieran edad de tener hijos. En el momento de la "escisión", instalamos las sillas en el salón para quienes venÃan a propósito del Seminario sobre la transferencia. Seminario al que yo asistirÃa a pedido mÃo, con aceptación inmediata de mi padre, cuando pasó a dictarlo en el hospital Sainte Anne.
Esa audacia estaba relacionada con una pura contingencia: un estudiante, entusiasta, me habÃa recomendado que fuera a escuchar a alguien maravilloso, el doctor Lacan. DifÃcil decirle que me hablaba de mi padre (yo no llevaba su nombre). Pero indispensable saber si yo también... A mà también me maravilló: siendo estudiante de filosofÃa, nunca habÃa escuchado hablar de Platón de esa manera, cada lÃnea, cada palabra de su texto se tomaba en cuenta, y saltaban los tapones de "la teorÃa de las Ideas" y otras sandeces. DeberÃa releer todo mejor, o mejor leer, por fin.
Mientras tanto, entre los pacientes, algunos comenzaron a resultarme muy conocidos porque "andaban tan mal" que a veces era yo quien les respondÃa cuando llamaban a todos los sitios donde tuvieran posibilidad de poder encontrar a su analista. Algunos de ellos me han hecho constatar las mutaciones que puede producir un analista. Jamás olvidaré mi sorpresa al reconocer en la persona del vendedor muy dispuesto de un comercio del Boul?mich* a quien en varias ocasiones habÃa venido en plena noche a llamar a la puerta del departamento donde yo vivÃa para saber cuándo y que tan pronto podrÃa ver a mi padre. Mucho más allá de la anécdota, también otros recuerdos hacen que se entienda lo que quiere decir que el psicoanálisis es una praxis.
También vino el tiempo en que aprendà que las rupturas son el precio que se debe pagar para que esta praxis no sea ni poción mágica ni anestesia. Llega el congreso de Estocolmo. Desde ese momento quedo advertida de que el psicoanálisis puede desaparecer, y que su existencia depende de su dinamismo. Es histórico como el inconsciente y, como él, en movimiento porque es inventivo. Prueba de lo que tienen de único la experiencia de la cura y el acto del analista.
*Boulevard Saint Michel. Jacques Alain Miller, Bernard Heri Levy:La regla del juego. Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008, página 215. Imagen: Guillermo Giasanti Blog de Guillermo Giasanti.
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