Era un hombre mayor, padre de cuatro hijos. HabÃa quedado viudo en un accidente automovilÃstico y logró superar la depresión con cierto esfuerzo. Su taller gráfico le permitÃa vivir con holgura, era culto. La noche que comenzó su pesadilla habÃa invitado a su hijo más chico, Gonzalo, de 16 años, al cine. Ese 1º de julio de 1977, le tocaron la puerta, le dijeron que eran policÃas de Drogas Peligrosas pero apareció gente de civil. Buscaban a Rodolfo, el tercero de sus hijos. Según él mismo, el más mimado. Como no encontraron al joven, militante del Partido Montonero, se lo llevaron de rehén y lo tuvieron secuestrado durante 40 dÃas. José Esteban Fernández Bruera observó azorado cada detalle de su cautiverio. SabÃa que el objetivo de la patota era forzar la entrega de su hijo. Cada vez que llegaba algún joven, temÃa que fuera Rodolfo. Una vez, le dijeron que tenÃa una visita y se aterrorizó. Estuvo en el Servicio de Informaciones (SI). Primero en un corredor, luego en la Favela, más tarde en el Sótano. Unos años después, escribió 16 páginas con su máquina de escribir, que esta semana fueron incorporadas a la causa como parte del testimonio de Rodolfo Fernández Bruera, su hijo, el que la patota de Feced buscaba para matarlo.
Ese escrito -con tachones a mano y también con las x que servÃan para corregir el texto antes de las computadoras- describe lo que vivió en el centro clandestino de detención. Sobre sus primeras horas en el SI, el hombre escribió: "Estaba solo, era una especie de corredor, aunque vendado, podÃa ver levantando la cabeza los detalles cercanos. HabÃa un lavatorio, una puerta comunicaba a unas oficinas donde a lo lejos se oÃan voces y ruido de máquinas de escribir. Pasé varias horas allÃ, parado o sentado sobre el duro y frÃo mosaico".
Más tarde, fue trasladado a un descanso entre dos escaleras, del que describió que el baño "estaba en un pasillo al que se llegaba a través de la puerta amplia. HabÃa que golpear y esperar a que se dignaran a atendernos, salvo las horas que ejercÃan la guardia el Sargento y Juan, los demás hacÃan una diversión de nuestras necesidades, habÃa que esperar hasta que se les ocurriera permitirlo y como debÃamos hacerlo vendados, a tientas, se divertÃan manoseándonos a veces y con pullas hirientes". El Sargento que menciona es uno de los imputados en la causa DÃaz Bessone, Ramón Rito Vergara.
En ese mismo lugar del SI fue testigo del acoso sexual del Cura Mario Alfredo Marcote hacia una detenida. "Una de esas veces en las que el Cura puso más ahÃnco en sus requerimientos amorosos y la muchacha, sentada contra el rincón que formaba la puerta y la pared, no sabÃa donde meter su cabeza para evitar la baba inmunda de ese ser repulsivo".
Fernández Bruera pasó varios dÃas allÃ. "Todas las noches habÃa revuelo en ese recinto, los gritos e imprecaciones se sucedÃan. Entraba gente maniatada y vendada", describe el hombre, pocos años después de su cautiverio, que duró 40 dÃas. "Cada hombre joven que entraba era un sufrimiento, aguzaba el oÃdo para individualizar las voces, temÃa ver entrar u oÃr a mi hijo, la única razón por la que yo soportaba todo esto era la esperanza de que él pudiera escapar, nada sabÃa de su destino, tardé mucho en saberlo".
Efectivamente, Rodolfo escapó a Suecia, donde vivió hasta 1983. En la audiencia del martes pasado del juicio oral contra DÃaz Bessone y otros, contó que su padre nunca hablaba de esas vivencia, para seguir protegiéndolo.
Cada fragmento de su descripción desnuda también el asombro y la incredulidad. "La mayorÃa (de los secuestrados) salÃa a las pocas horas, eran errores. Una de esas noches, llegó una pareja de ancianos. No tenÃan menos de 75 años, ella sollozaba (...) El se sentó al lado mÃo (...) Me preguntó por qué lo habÃan secuestrado si era pobre. -No, le dije, usted está en la policÃa. No querÃa creerme, podÃan ser policÃas esos individuos con procederes e imágenes de fascinerosos".
Al tiempo lo trasladaron a la Favela, otro sector del SI, donde compartió cautiverio con Carlos Pérez Rizzo y Gustavo Piccolo (dos de los testigos de mañana en las audiencias del juicio). "Pérez se enojaba conmigo por mi impaciencia, yo estaba seguro de que mi libertad era cuestión de un dÃa u otro, él sostenÃa lo contrario (...) Mis oÃdos estaban siempre atentos a cualquier voz juvenil que pudiera identificar como la de mi hijo -continúa el relato-. En una oportunidad, al bajar al baño, vi a un joven con un parecido fÃsico al de él. Cuál fue mi desesperación. Bajé dos o tres veces, pronuncié su nombre suavemente y por fin me tranquilicé al constatar que no era él".
Sus sobresaltos no terminaron ahÃ. "Al tercer o cuarto dÃa de estar en mi nuevo ambiente, vino el subcomisario a avisarme que tenÃa visita. El estaba asombrado (...) Temà que Rodolfo se hubiera arriesgado a verme y entregarse para lograr mi libertad, bajé la escalera con un miedo atroz. Asombrado vi a mi hijo mayor, Diego", relató en el escrito.
La descripción de las torturas que escuchó -pero no presenció- es sobrecogedora. "En el tiempo que pasé allà varias noches no pude dormir o fui despertado por los alaridos dolorosos de hombres y mujeres 'interrogados'", dice su relato, en el que plantea: "Cada alarido me penetraba y me hacÃa maldecir la brutalidad de esa gente".
Una de esas noches quedó grabada en su recuerdo. "No sé si porque me impactó como infrahumana o porque el odio inmenso que me provocó la 'diversión' de la brigada me causó tan profundo dolor que llegué a llorar desesperadamente el sufrimiento ajeno", dice el texto, en el que describe después un simulacro de fusilamiento tras los tormentos.
Más tarde lo mandaron el sótano, al que él llama "el limbo" en su descripción detallada, en la que cuenta disposición de los muebles y rutinas de funcionamiento. AllÃ, en ese lugar donde vivÃa con gente mucho más joven, Fernández Bruera tenÃa una costumbre. "Yo me despertaba muy temprano a la mañana. VeÃa aparecer la luz en las ventanas mientras me paseaba como un animal enjaulado mientras canturreaba suavemente alguna melodÃa, las mismas que habÃa vocalizado cuando paseaba en brazos a Rodolfo", dice documento del padre que pasó 40 dÃas preso para proteger a su hijo. Fernández Bruera murió hace cinco años, cuando la impunidad recién empezaba a desarmarse en la Argentina. Nunca pudo contar ante un Tribunal lo que habÃa vivido.
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