Cuando terminó de declarar y salió de la sala de audiencias, Nora MarÃa del Huerto DÃaz soltó un llanto fuerte, desconsolado, en el pasillo por el que entran los testigos que declaran en la causa DÃaz Bessone. Estaba sola, pero su dolor se escuchó con nitidez desde afuera. HabÃa contado durante casi una hora cómo la tuvieron secuestrada por 40 dÃas, y hasta al policÃa que debió firmar su egreso de la AlcaidÃa, el 19 de julio de 1977, le dio vergüenza poner en el parte que habÃa estado presa todo ese tiempo por "averiguación de antecedentes". Cuando quiso volver a su trabajo como médica de guardia del hospital de Niños VÃctor J. Vilela, el jefe del servicio la acusó de haber abandonado su trabajo, y le pidió un certificado que ella, sólo dos dÃas después de haber sido liberada, fue a buscar al mismo Servicio de Informaciones. Se lo dieron, firmado por el comisario Hugo Sandoz. Cuando volvió con su justificación, recibió como respuesta: "Pero acá no dice que no hiciste nada".
El clima de persecución a toda la sociedad instalado por el terrorismo de Estado se hizo presente con fuerza en la declaración de ayer de esta pediatra que fue secuestrada en su casa, cuando tenÃa 26 años, junto a su esposo, Alberto Fernández, empleado ferroviario. La radio fuerte para tapar las torturas, los gritos desgarradores de los atormentados, los castigos a su esposo, volvieron una y otra vez en el relato de DÃaz. "Quiero que entiendan que yo me pasé 33 años de mi vida intentando olvidar esto para poder seguir. Creà que esta declaración se iba a producir mucho antes. Para mÃ, llegar a los 60 años a contar esto es terrible", dijo ayer frente a los jueces.
La mujer comenzó su historia con el operativo en su casa de Perú 1566, el 10 de junio de 1977, a la madrugada. Estaban durmiendo y escucharon un ultimátum por altavoz. En la puerta habÃa una camioneta del Cuerpo Guardia de InfanterÃa, de la policÃa provincial. Los efectivos estaban de civil. La pareja tenÃa una nena de 2 años y pudo dejársela a un vecino, con el teléfono de su padre para que se la entregaran. Desde allÃ, los llevaron al Servicio de Informaciones. Los primeros cinco dÃas los pasó en una sala donde compartió cautiverio con un muchacho joven de Villa Constitución al que llevaban todas las noches para torturarlo. Mucho después sabrÃa quién era. Permaneció con los ojos vendados y cerca de su esposo. No podÃa ver las caras de los represores, pero ayer aseguró que reconocÃa los zapatos de todos los represores.
AllÃ, cuando la patota iba a buscar gente, sentÃan alivio. "Cuando salÃan era como que una respiraba, pero habÃa que esperar que volvieran con algo, porque si no venÃan a buscar a algunos de los que estaban allà para torturarlos de nuevo", rememoró ayer, sin quebrarse.
Un dÃa, el jefe de guardia, Carlitos Gómez, le dijo que la iban a bajar. Más tarde la trasladaron al sector del sótano, a una de las dos habitaciones de mujeres. "Me di cuenta de que ahà se habÃan roto todos los códigos, que era difÃcil saber quién era quién. HabÃa un detenido, apodado El Pollo (por Baravalle, que estuvo imputado en esta causa y se suicidó en Italia en 2008), que estaba con nosotros pero subÃa libremente y salÃa con la patota", relató ayer. Para ella, "las noches eran terribles. El repiquetear de la cama de acero cuando aplicaban la picana no me lo puedo olvidar".
En esos interminables dÃas en el sótano, pudo saber que llevaban gente para matarla. "Lo peor que me pasó fue que a los 10 dÃas de estar abajo, llevaron a ese chico que habÃa estado conmigo, que lo torturaron tanto, que se llamaba Jorge, para bañarse, cuando hacÃan eso nos ponÃan en una habitación aparte, y nos prohibÃan hablar, pero nosotros nos ingeniábamos. Era sábado a la tarde. El se asomó en el baño y me dijo: 'Gorda, me llevan a declarar ante el juez militar'. Yo me puse tan contenta, porque habÃa zafado. Ya me habÃa dado cuenta de que ahà mataban gente. Cuando volvà con mis compañeras de cautiverio, me dijeron que yo no podÃa ser más boluda. Que la gente iba a declarar ante el juez los dÃas de semana por la mañana, y que ese chico no volvÃa más", dijo la testigo. Cuando salió en libertad, se propuso saber quién era ese joven, que le hablaba siempre de su hijo pequeño. Averiguó que se llamaba Jorge Sklate, y está desaparecido.
Un dÃa la llevaron a declarar ante un juez militar, que la amenazó con que nunca más verÃa a su hija. Ella le gritó que jamás habÃa conocido a un montonero, pero el juez mantuvo su amenaza. No fue la única vez que la llevaron arriba. Para llegar a destino debÃa ir sorteando cuerpos de personas que estaban tiradas, secuestradas, en ese lugar. La otra vez que la subieron también le taparon los ojos. Escuchó que iba a la oficina del Ciego (el apodo que usaba José Rubén Lofiego, uno de los acusados de esta causa). Allà la interrogaron y le mostraron una foto de Jorge Francesio, que era médico. Ella lo habÃa cruzado en los pasillos del hospital de Niños, pero no lo conocÃa personalmente. También está desaparecido.
Por orden de uno de los represores, "DarÃo" (Julio Fermoselle, no está en este juicio), una noche le dieron a DÃaz una pastilla para dormir y se llevaron a su marido, a quien sometieron a tormentos que le provocaron diversas heridas. Fernández declaró en este causa en noviembre, y contó que era militante del Peronismo de Base.
Entre los datos que ayer aportó la testigo, habló del "Sargento" como uno de los represores que estaba en el SI. A ese apodo respondÃa Ramón Rito Vergara, uno de los seis imputados de la causa. Aunque no pudo recordar claramente su aspecto, sà mencionó que era uno de los encargados de buscar y regresar a los detenidos que iban a la sala de torturas. "Si participaba no lo sé, pero ahà todos participaban", dijo la mujer, que tomó más de un vaso de agua durante la declaración. "Dudé mucho si venir, pero sigo pensando que en la vida hay que hacer lo correcto. Acá estoy y esta es mi historia", expresó. Al salir, su cara trasuntaba dolor. Traspasó la puerta de la sala y no pudo contener más el llanto acumulado.
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