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Lunes, 14 de julio de 2014
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A pesar del resultado en el Maracaná, la ciudad aclamó a la celeste y blanca

Hubo festejos con la frente en alto

Con menos euforia y número que el miércoles pasado, los rosarinos igual colmaron el Monumento para expresar su sentimiento para con el desempeño de la selección. Fuerte presencia policial, ningún disturbio y liquidación de pirotecnia y camisetas.

Por Pablo Fornero
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El Monumento se pobló de grandes y chicos que repitieron el ritual de embanderarse.

"Simplemente gracias". No había otro trapo albiceleste en el Monumento a la Bandera que explicara con tanta claridad lo que los rosarinos sentían anoche, tras la derrota argentina en la final del Mundial ante Alemania. El pabellón se desplegaba en la cabecera que da su cara al río, donde se concentraron los festejos por el subcampeonato. Sí, festejos. Porque a pesar de la dolorosa caída, a la vera del Paraná hubo celebración. Habrá sido la empatía, el orgullo que generó el plantel de la selección, esos sentimientos que el fútbol de este país no contagiaba desde la época de Maradona y compañía. "Me quiero quedar", le pedía una nena de cuatro años a su mamá en plena retirada, acaso al entender desde su inocencia que valía la pena sumar su voz de agradecimiento. A miles de kilómetros de Rosario, Javier Mascherano, gladiador, entendía bien qué es lo que ocurrió anoche en toda la Argentina. "En este país donde cuesta tanto creer, es lindo que la gente vuelva a creer en algo", dijo el volante sin titubeos tras calzarse la medalla de los segundos.

Con las adyacencias rigurosamente custodiadas, el Monumento volvió a ser el epicentro de las manifestaciones multitudinarias en la ciudad. Se concentró una cantidad de gente menor a la del miércoles pasado, en ocasión de la semifinal ante Holanda. Pero corría en el aire de la noche húmeda la necesidad de festejar. Pedro, de unos 50 años, miraba al cielo, se agarraba la cabeza y tapaba sus ojos, buscando retroceder el tiempo aunque sea unos minutos para superar el lamento. A su alrededor, las imágenes más tristes se multiplicaban en las caras y gestos de los más pibes, los que se calzaron en los últimos días la camiseta de Messi, pero antes ya vestían la del Barcelona y que ahora eligieron reemplazarla por la de la selección. Los que no vieron a Diego Maradona levantar la copa en México 86 y tienen en Lionel a su héroe contemporáneo.

El "Messi" se repetía en cientos de dorsales. El "Di María" no se quedaba atrás. Ambos coincidían en armonía sin distinción de colores, tanto como los abrazos que los dos rosarinos se dieron a lo largo del último mes en las canchas brasileras. La fiesta fue una sola en el Monumento, fue un sentimiento compartido, de orgullo, de reconocimiento y agradecimiento en partes iguales. Las camisetas, los gorros arlequines, las caras pintadas, las banderas se entremezclaron a montones en la tarde noche. Todo de color celeste y blanco. La calle fue ganada por los más jóvenes, los que necesitan festejar. Había que sostener la algarabía con cualquier elemento a mano que se hiciera oír. Volvieron las cacerolas para resignificar el sentido que adquirieron a partir del 2001. Los vendedores ambulantes se habían preparado para el campeonato, compraron mercadería como para el doble de público que salió a celebrar, pero en esta oportunidad sobraron los choripanes y hamburguesas. Lamentaron el resultado, algunos bajaron los precios y otros, "para zafar", se animaron a comercializar pirotecnia, a pesar de los celosos controles que hubo. "A las bengalas, diez pesos la bengala, las estoy regalando", voceaba un cincuentón sin sonrojarse. Gastón movilizó a toda su familia para pasar la tarde en el Monumento. Llegaron desde La Cerámica para vender las "pizzas populares" y gaseosas. Sufrieron por la radio las situaciones dilapidadas a lo largo de los 120 minutos por Higuaín y Palacio, y esperaron que culmine el partido para vaciar las dos heladeras familiares. Nunca se les borró la alegría de las caras, a ninguno de los seis.

Pasadas dos horas del pitazo final del italiano Rizzoli, el Monumento seguía recibiendo rosarinos de distintos puntos de la ciudad. No contribuyó al festejo la ausencia casi total de colectivos y taxis en las calles, cuya movimiento ni siquiera se acercó al habitual de un día domingo o feriado. Al cierre de esta edición, la movilización no había arrojado desmanes. Solo se generó algún tumulto eventual ante el arrojo irresponsable de pirotecnia. El operativo para cercar la zona funcionó a pleno. Cuatro mil efectivos policiales vigilaron distintos sectores de la ciudad, de los cuales entre 300 y 400 fueron destinados a la zona de la concentración mayor. Para los controles, se les sumaron personal de Gendarmería Nacional, Prefectura Nacional, de la Guardia Urbana Municipal (GUM) y agentes de la Dirección General de Tránsito. También se asignó al operativo el helicóptero del gobierno provincial.

Ya fuera de tiempo, el "Brasil, decime qué se siente", convertido en un himno, sonó estridente y a cada rato. Reemplazó al clásico "esta barra quilombera", que durante años se repitió como único grito. "El que no salta es alemán", servía como consuelo ante la derrota. En el centro de los festejos, donde el "pogo" ganaba terreno, una réplica gigante de la copa del mundo era levantada con hidalguía. El trofeo sobresalía entre el despilfarro innecesario de pirotecnia, con bombas de estruendo, fuegos artificiales y bengalas a la cabeza.

Cansados, apenas tristes, Ezequiel y su hijo Manuel eligieron irse temprano. Una única bandera argentina les cubría y abrazaba las espaldas a ambos. Antes de irse, compraron dos panchos en el humilde puesto ambulante de José, ubicado sobre la bajada de calle Córdoba, retirado del epicentro de la celebración. Pagaron y José les respondió: "Será hasta el próximo mundial", confiado y orgulloso.

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