A los pocos dÃas de llegar a la Cuarta, trajeron a una compañera. En realidad no la vimos hasta unas horas después, porque cuando la patota traÃa a algún secuestrado nuevo nos obligaban a voltearnos contra la pared, con la amenaza de que el que mira es boleta. A la muchacha la pusieron en una "tumba" de las del costado, a la derecha de nuestra celda grande que daba al patio. En aquellos dÃas no supe cómo se llamaba y por años traté de averiguar quién era aquella mujer. Sólo hace muy poquito conocà su nombre por una investigación de un periodista santafesino publicada en Rosario/12. Se llamaba Alicia López de RodrÃguez, era del norte de la provincia, compañera de un dirigente de las Ligas Agrarias y aún continúa desaparecida.
Lo que sà me acordaba era de que sufrÃa de diabetes, igual que mi papá.
Y que por eso necesitaba comer cada tres horas y que como recibÃa la misma comida que nosotros (es decir una ración cada veinticuatro horas) caÃa desmayada en su celda y las compañeras vecinas comenzaban a gritar pidiendo a la guardia que la reanimen. Cuando eso ocurrÃa, toda la población de presos y presas, actuaba al unÃsono reclamando que le dieran de comer, pidiendo a los guardias que le acerquen un bocado que se habÃa guardado para ella. Sufrió varios dÃas esa tortura extrema de agonizar y revivir constantemente, hasta que la vinieron a buscar. Y no regresó más.
El momento en que la patota venÃa a buscar a algún compañero era muy fuerte. La patota desplegaba toda su parafernalia. Los guardias mismos se asustaban, y cuando ellos llegaban no hacÃa falta verlos, se notaba enseguida por el modo en que los locales se movÃan y hasta cambiaban el trato con nosotros eliminando hasta la menor partÃcula de humanismo que se les hubiera colado contra su voluntad. Los tipos realizaban un verdadero ritual de muerte: nos ponÃan contra la pared y al que tocaban el hombro se tenÃa que dar vuelta e ir con ellos. Y si lo llevaban sin capucha se sabÃa que era a la muerte, porque el que los veÃa no podÃa sobrevivir.
El momento era horrible por muchas razones una de las mayores era que cada uno aguardaba en silencio que la muerte no le tocara el hombro, y no se podÃa disimular el alivio que se llevaran a otro. Pero el alivio duraba un segundo.
Cuando la patota se iba, el silencio se iba haciendo cada vez más pesado hasta que se notaba en los huevos. Ese silencio era tan fuerte que lentamente nos Ãbamos dando vuelta para descubrir quién era el que ya no estaba. La pena por el compañero perdido era formidable. Nos empezábamos a hablar buscando convencernos de que a lo mejor esa vez serÃa distinto y el compañero o la compañera volverÃa, o que a lo mejor la encontrarÃamos en la Guardia o en la cárcel. Pero todos sabÃamos que eran fantasÃas. Que si te llevaba la patota sin capucha, no volvÃas. Que era el fin.
* Fragmento de su libro "Los laberintos de la memoria".
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