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Viernes, 23 de octubre de 2009
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Todo desamor es político

Por María Moreno
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No es amor
Patricia Kolesnicov

Editorial Suma
243 paginas

Cada uno de los capítulos de No es amor hasta casi el último, fechado en diciembre de 1990, puntea la transición democrática como fondo del romance de Florencia Kraft y María Gabay a razón de un capítulo para cada una y de una fórmula clásica: A ama a B que ama a X (no necesariamente una persona). Florencia Kraft es una militante de Franja Morada, aunque no se diga con todas las letras, con sensibilidad social, pero con un secreto de origen (silencio, va intriga); y María Gabay, una heredera de gran laboratorio, cuya última escalada empresarial es la manipulación de semilla de soja, pero también pintora amateur de un único cuadro cuyo único color es el rojo. Saga de integración (desigual) –Florencia termina haciendo política cultural progresista para el Primer Mundo; María se casa con su socio capitalista, que además invierte en centro cultural–, No es amor narra el instante proteico en que un encuentro puede fugazmente encarnar en un proyecto emancipatorio pero, al igual que la democracia, se coagula en la síntesis pizza y champagne, termina convirtiendo la primavera alfonsinista en la estación de nuestro amor.

Veloz, tajeada por frase cortas en donde el arte de la réplica coquetea con la novela negra, No es amor mantiene la tensión entre ganarse un lugar renovador dentro de la constelación literaria y la voluntad de, por sobre el derrotero no siempre voluntario que hace que toda minoría termine “convirtiendo a los ya convertidos”, llegar al gran público. Esa tensión puede rastrearse con sólo leer las claves en los agradecimientos –entre quienes figuran un Premio Nobel y su mujer, José Saramago y Pilar del Río, discretamente encubiertos por sus nombres de pila, la clave está en la solapa–, una maestra literaria, chamana de unas islas más contaminadas que Lesbos –Diana Bellesi– y la reina 2009 de la novela cumbia pop –Gabriela Cabezón Cámara–, pero se disuelve en un gesto radical:

–No hablemos de amor.

–No.

–Esto no es amor.

–No.

–No es amor.

–No –trago–, no.

Y claro que no es amor, es un cunnilingus. Perdido y aislado en alguna parte de la novela, el párrafo actúa como un manifiesto. Pero, ¿de qué? ¿De subgénero lesbi-pop-lúbrico? ¿De realismo con árbol ginecológico? No tiene importancia, pero en todo caso alinea el libro en una serie poco frecuentada: la de la novela erótica de autora en donde el deseo carnal no se rebautiza amor y el cuerpo no cristaliza en metáforas marinas. Insatisfactoria para el voyeur, escandalosa para los deseos Minnie Mouse, hay en No es amor una escatología dionisíaca en donde los flujos perlongherianos devienen literales, y la lujuria sostiene sus banderas sin el eufemismo de la ternura y cuya apoteosis paródica es el fist-fucking vaginal: Florencia Kraft le entra a María Gabay que está menstruando –dice–, luego irá a su habitación-taller y plantará la mano sobre el cuadro rojo. María, luego de rajarlo de arriba abajo con un cincel, firmará con nueva sangre de entrepierna esa suerte de desvirgue artypracticado por dos mujeres. Estamos lejos del beso colombino como ralentí de la calentura y de la caricia como rodeo martirizante o vuelta de la noria, provengan de Anaïs Nin o de Luce Irigaray. No es amor: es política literaria.

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