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Viernes, 18 de diciembre de 2009
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lux va (o se queda) lejos de las pistas

Fiebre del sábado en la cuna

Solidarix, Lux se aviene a convertirse en niñerx por un rato, hasta el momento exacto en que empezaría su raíd de sábado. Pero las noches, se sabe, empiezan y el final es siempre incierto.

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No me falta ni me sobra. Sobre todo porque mis amigas feministas dicen que no existe y no puedo menos que creerles, porque de instintos sólo conozco dos: el que no me deja morir de inanición y el que me lleva cada vez a la fiesta correcta, aun cuando siempre haya otra mejor. Pero del materno/ paterno/ filial sólo puedo hablar de lo que me gustaba tomar la teta. Sí, me acuerdo. Recuerdo imborrable que cuando puedo actualizo, yo no soy indiferente a chupar la frutilla de la torta. La cuestión es que esta noche, la noche del último sábado, la que inauguró las fiestas de año nuevo, la misma en que a cinco amigxs se les dio por festejar a lo grande que el tiempo pasa (¡a quién se le ocurre!); a mí me tocó hacer de niñerx. Era un ratito, unas horitas, una manito, Lux, que necesitamos aire. Todo eso me dijeron las dos amorosas madres del gurrumín que me encajaron a media tarde con la promesa de volver antes de que yo me convirtiera en calabaza. No pude negarme. Partí conduciendo el cochecito con el temblor característico de mis tacos en las calles de Buenos Aires. Y fue todo tan dulce. Al niñito le están saliendo las muelitas, ¿vio? Y fue alzarlo y sentir la potencia de una moladora en mi hombro izquierdo. ¡Así no! Le dije al vástago de nombre salvaje y costumbres ídem al que sus madres llaman en masculino sin haberlo consultado, ¡angelitx! Temerosx de arrojarlo contra una pared al siguiente mordisco, opté por hacerle una polenta mientras revisaba mi celular monitoreando los txt que seguían llegando con invitaciones varias: San Telmo, Almagro, San Cristóbal, Costanera. El itinerario prometía mieles y yo derritiendo queso en maíz cocido para llenar la panza al pequeño. Que habiéndose retobado, como corresponde a su corta tolerancia a la frustración (su instinto por alimentarse era urgente) logró hacerse de mi telefonito. ¡Para qué! Antes de que pudiera evitarlo ya estaba sumergido en el engrudo amarillo. Todas mis invitaciones puestas a navegar en polenta. Nada de eso me iba a amedrentar. Sus mamis ya volverían, así me lo habían prometido, sólo tenía que dormir a la bestia para poder cepillar las motas amarillas de mi vestuario, ahora convertido en disfraz de Manuel de Molina pero con lunares en relieve de comida. Bien. No hizo falta, apenas atiné a meterlo en la bañera y en un segundo mi ropa estaba lavada gracias a su brío por agitar el agua mientras su risa diabólica decía: ¡tíx Lux, esta no será tu noche mágica! Entendí su gesto cuando estuve a punto de perder la silicona de mi delantera en un nuevo arrebato de sus mandíbulas. ¿Cómo harán estas mujeres para maniobrar semejante máquina macabra? No me lo iban a contestar, no en mi preciosa y deseada noche de sábado. No importó cuántas veces las llamé desde su propio teléfono –el mío, se sabe, arruinado–: “perdidas”, “un rato más”, “estamos saliendo”. ¡Mentira! ¡Una vulgar y estúpida mentira! Las locas agarraron la calle y se llevaron con ellas MI instinto nocturno y no me dejaron ninguno a cambio, ni siquiera ese que dicen que no existe pero debería servir para evitar que el cuello me quede peor que si hubiera entrado al dark room de América. No me pregunten cómo terminó la noche porque no lo sé. Era de día cuando las tortitas me liberaron y yo entregué en sus chongas manos a su vástago travestido, única manera que encontré de que en lugar de hincarme el diente se animara a enseñarlos en una sonrisa. Con febo asomando como si ya fuera el 25 del bicentenario, yo lo único que tenía en la cabeza era un juego de encastre en el que no podía embocar ni una pieza. Así que me senté a la vera de la General Paz y grité la única frase que me salía del alma: ¡Quiero mi teta! Sólo confesaré que alguien contestó. Su nombre no saldrá de mi boca.

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