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Sábado, 26 de diciembre de 2009
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Crónicas añejadas

Por Malva

Esa mañana me levanté con el presentimiento de que algo especial me sucedería. Después de tomar unos matecitos semi dulzones acompañados por unas tostadas con miel (y no sin antes tomar la pastilla reglamentaria), enfilé hacia las oficinas destinadas a la problemática del viejerío (Anses). Antes de llegar hay una plaza pequeña muy vistosa provista de bancos de madera. En esa acicalada placita estaba en carne y hueso la sorpresa presentida. A medida que me acercaba, la curiosidad me aguijoneaba el alma: ¿a quién correspondían esos rasgos que me eran familiares? Mis recuerdos se zambulleron en el túnel del tiempo para identificar a ese viejito frágil, con un evidente deterioro en el sistema nervioso y un temblor constante en las manos. Como respuesta a mi intriga, el viejito en cuestión dijo: “Malva, ¿sos vos?”. Esa voz no podía ser otra que la de Jorgelina, aquel robusto y eficiente enfermero del Hospital Salaberry y con el que tantas correrías compartimos y a quien no veía desde los años ’60. En un instante me transportó a su comentado casamiento con Cambincho, en una fría noche del invierno de 1951. Cómo no recordar la parodia casamentera protagonizada por Juanita Dailon, quien, vestida de cura católico, unió en matrimonio a la pareja entre la curiosidad complaciente de la concurrencia que, al final de la hilarante comedia, pudo dar rienda suelta a las carcajadas contenidas.

—¿Qué es de tu vida, Jorgelina...? ¡Qué alegría me da verte! ¡Contame cosas!

La Jorgelina que estaba frente a mí, mirándome con sorpresa, evidenció cierta lentitud en sus reflejos y trató de contestarme con normalidad. “De salud no estoy muy bien. Ahora vivo en un geriátrico. En mi casa no me quieren.” Me atreví a preguntarle qué hacía sola en la calle. “No estoy sola, hay un empleado que me cuida”, dijo señalándome a un hombre posiblemente enfermero. Aquella que pudo y supo patear el Bajo y la plaza Mazzini en busca del chongo que la hiciera feliz por un rato, y que si había que pelearse se peleaba con alguna que otra maricona al grito de “Yo le eché el ojo primero, che”. Aquella que, como tantos putos en conflicto, terminaba tantas veces en Devoto con 30 días de arresto mientras al busca o soplanucas lo soltaban porque de acuerdo con el criterio policial era la víctima “propiciatoria” de un acto inmoral. Siempre sacábamos la peor parte en cualquier situación callejera. ¡Cuántos arrestos compartidos con Jorgelina!

Sentí una inmensa pena por ella, me di cuenta de que se sentía incómoda por mi presencia, que de acuerdo con mi criterio agravaba su desesperación. Me miró fijo con un dejo de súplica, como queriendo decir: “¡Puto me encontraste y me estás viendo! ¡No me mires más y andate!”. Entendí el mensaje, le besé las mejillas amarillentas, le hice una señal de despedida al hombre que la cuidaba y me retiré del lugar, haciéndome a mí misma una extraña pregunta: “Físicamente, ¿cómo me habrá encontrado?”.

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