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Viernes, 30 de abril de 2010
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a la vista

Entre la desigualdad y la diferencia

Cuestión de vida o muerte: la tolerancia, esa fórmula inventada por los liberales del siglo XVIII para contener las prácticas discriminatorias, deberá en este siglo ceder paso a la promoción de la diversidad, la igualdad y la discriminación a través de políticas concretas.

Por Flavio Rapisardi
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En el siglo XXI, las prácticas discriminatorias constituyen una realidad insoslayable. Si bien en todas las sociedades y culturas, y en distintas épocas históricas, el fenómeno de la discriminación adquiere distintas configuraciones (racismo, xenofobia, persecución política, racismo ambiental, discriminación hacia la diversidad sexo genérica, violencia de género y otras formas de marcaje, exclusión y/o represión), la construcción de otro/a diferente sobre los/as que las distintas sociedades proyectan y regulan su funcionamiento en modos que llegan hasta el aniquilamiento (Shoá, genocidio armenio, la matanza de los pueblos indígenas y afros, entre otros), permanece como una práctica social y cultural que desde las organizaciones sociales y formaciones políticas democráticas, nacionales, populares y progresistas venimos enfrentando.

Haciendo un poco de historia, el siglo XVIII encontró en la “tolerancia” una fórmula para combatir las prácticas discriminatorias. Sin embargo, a más de dos siglos de aquella propuesta liberal que permitió la convivencia social y cierta productividad cultural, no podemos seguir pensando en los mismos términos, en tanto una política antidiscriminatoria tiene que superar la jerarquización implícita en dicha propuesta. Por esto hoy hablamos de “diversidad, igualdad y no discriminación” como una propuesta superadora de la anticuada tolerancia que propusieron nuestros antepasados libertarios/as en un marco de enfrentamientos religiosos.

Desde los años ’70, los debates sobre discriminación abandonaron el terreno político-teológico delineado por la tolerancia y han intentado ser encorsetados por cierto progresismo académico y por sectores de la izquierda criolla bajo la denominación de “meramente culturales”, lo que no sólo pone de manifiesto la pobre noción de cultura con la que discuten, sino también que esta operación constituye un grito de “macho herido” frente a la pérdida de privilegios epistemológicos por parte de la sacrosanta academia y sus lugartenientes a manos de movimientos como el feminista, los de carácter étnico o de diversidad sexual, entre otros. Las carcajadas de la antropología post-estructuralista son algo más que un ejercicio frívolo: les puso el punto a los intentos de hablar por otros/as.

Sin embargo, esta caída en desgracia del tercero en cuestión fue acompañada por dos movimientos culturales (y entiéndase por “cultura” algo tan concreto como el proceso material de producción de estilos del vida, de acuerdo con Raymond Williams): un multiculturalismo acrítico que festejó las diferencias como valores en sí mismos y sin ningún anclaje ideológico de fondo, y distintas perspectivas políticas (la queer entre ellas) que se interrogaron sobre el carácter crítico de la diferencia en su relación con los modos de exploración de la desigualdad. Por esto, la discriminación no puede ser considerada simplemente un modo de ignorancia, o un problema de tipo moral-cognitivo, sino como un modo de regulación en el que se pone en juego el conjunto de las relaciones sociales: así, el machismo funcionó en los orígenes de la Revolución Industrial como una manera de ampliar la extracción de plusvalía de los varones laburantes con mucamas gratuitas bajo el nombre de “esposas” (la familia célula básica de la sociedad), lo que se reforzó, en el mismo momento histórico, con la aparición de la “homosexualidad” como especie a ser borrada por su improductividad, junto con las personas con discapacidad y la explotación de afros e indígenas.

En este último sentido, las identidades surgidas en función de la etnia, la orientación sexual-identidad-expresión de género, edad, entre otras, no eran la contracara de una diferencia sociocultural como pregonan los comunitaristas neoaristotélicos o hegelianos, o feministas esencialistas que sostenían la existencia de un continuo “mujer”, sino que la identidad y la diferencia pasaron a ser considerados modos de experimentar situaciones de desigualdad en marcos políticos y culturales específicos.

Ya a fines de la década del ’70, los discursos identitarios en manos comunitaristas se convirtieron en un interminable canto de sirena que hizo chocar a más de un barco en los acantilados del liberalismo: Michael Walzer, Robert Bellah o Charles Taylor, entre otros/as, terminaron por considerarse como el hilvanado permanente de las teorías liberales o socialdemócratas universalistas de John Rawls o Jürgen Habermas: más que una capitulación, la consagración de un club de amigos a nivel internacional al que hasta el neopragmatismo de Richard Rorty terminó de asociarse, a pesar de su rechazo de las aventuras racionales.

Mientras el statu quo de la filosofía política post-1972 (año de aparición de la Teoría de la Justicia) se codeaba en congresos internacionales intentando justificar una democracia de cuño europeo de carácter legislativo frente al modelo americano basado en su sistema judicial y su carta de principios, en las calles surgían movimientos sociales, complejizando la gramática política tal como se la entendía hasta el momento, y volviendo acotados los debates y las propuestas de ambos bandos que luego terminarían formando su propio pen-club europeo-americano y acólitos locales.

En este marco, el liberalismo que tiene mil caras no guardó silencio frente a la desbandada acartonada, sino que propuso una forma de multiculturalismo acrítico que pretendía una sustitución de la gramática política tradicional basada en las clases por una de la diferencia. A este multiculturalismo no le importaba que fuéramos diferentes, sino que sólo festejaba la proliferación como nuevo estado político, y consideraba la emancipación como una empresa que sólo debía contentarse con la imposibilidad de una “sociedad transparente” y la “contaminación” de estilos.

Pero ésta no fue la única respuesta: otras perspectivas emancipatorias indagaron sobre las relaciones entre los modos en que se configuran las diferencias en los contextos de desigualdad. En estas discusiones se puso luz sobre los argumentos subyacentes en las prácticas discriminatorias, por ejemplo, sobre el carácter humano del/la otro/a, en tanto toda acción de marcaje, exclusión y/o represión se funda en un supuesto derecho o supremacía del/la victimario/a, lo que en el caso de nuestro continente tomó la forma de dicotomías que moldearon parte de nuestra historia cultural (civilización/barbarie fue la que más se utilizó). En este sentido, las prácticas discriminatorias en América latina constituyeron el andamiaje ideológico y cultural que justificó esas configuraciones de la desigualdad, que comenzaron con la colonización, continuaron con la esclavitud, las dictaduras, los códigos contravencionales y toda práctica represiva que necesita del marcaje y desvalorización como justificación o paso necesario al control hegemónico o al aniquilamiento.

Por esto, “discriminar” en América latina no es básicamente un problema de comunidad o universalidad de las normas y, como consecuencia, un acto de “desvalorización” del/la otro/a o de “ignorancia” del victimario, sino una operación material de regulación sociocultural en la que una sociedad rearticula sus conflictos hegemónicos en términos más amplios. Así, la lucha contra la discriminación requiere de intervenciones no solamente en campos como la “educación”, la “capacitación” y/o la “sensibilización”, sino de una política de “reparación, diversidad y justicia social” en la que las demandas y necesidades son convertidas en cuestiones para una política pública en las articulaciones entre Estado y sociedad civil, atendiendo las competencias horizontales entre agencias del propio Estado, los enfrentamientos clientelares entre organizaciones sociales que arman sus agendas al calor del financiamiento nacional y/o internacional, y las tensiones verticales por la asignación de recursos económicos y burocráticos al interior del propio Estado al asumir la problemática delineada. En este contexto es necesario pensar y promover planes integrales como el Plan Nacional contra la Discriminación, que constituye una base fundamental en la materia, en tanto reconoce la diversidad no como instancias aislada, sino transversalizables por ejes comunes y por sí mismas, superando de este modo la acotada política de las “acciones afirmativas” que, si bien a la corta visualizan situaciones de inequidad, a la larga funcionan como meros remedos y mecanismos de selección y control de grupos y sectores excluidos. Basta ver la maravillosa película de Spike Lee, Crooklyn, para comprender cómo la conformación de una pequeño-burguesía afro en Estados Unidos fue producida gracias al mecanismo de la cuota que exigió el blanqueamiento como condición de acceso y el borramiento del carácter emancipatorio que nunca es connatural ni a la sexualidad, ni a la etnia ni al género: la emancipación requiere de configuraciones culturales y políticas equivalenciales en base al carácter desigualitario específico puesto en juego.

En el siglo XXI tenemos varios desafíos, y el de la lucha contra la discriminación no es menor, ya que las prácticas discriminatorias como negación del “carácter humano” de diferentes grupos y sectores están en la base desde las prácticas desdeñables que se cobran vidas, como los genocidios, matanzas colectivas, gatillo fácil, hasta muerte por interrupción de tratamientos de personas que viven con VIH y sida, el aborto clandestino o el asesinato en las prácticas de trata y tráfico de personas.

Por esto, la promoción de la diversidad, la igualdad y la no discriminación en el marco de una política de “reparación, diversidad y justicia social” no es simplemente un compromiso ético que debemos asumir día a día sino, también, el núcleo duro de las políticas públicas que como ciudadanos/as debemos impulsar, delinear, legislar y exigir. l

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