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Viernes, 14 de mayo de 2010
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El derecho silenciado

“El interés superior del niño” —nombrado así, en masculino y singular— fue la piedra de toque detrás de la que se ampararon quienes votaron en contra para no manifestar abiertamente sus propios prejuicios. Pero, ¿será la foto estática de una familia nuclear que sólo aparece en los discursos el interés superior de lxs niñxs?

Por Diego Trerotola
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En Juchitán de las locas, el documental de Patricio Enríquez sobre una ciudad mexicana que convive con la diversidad sexual, un maestro gay pregunta a un grupo de padres y madres heterosexuales si a través de la educación familiar forzarían a sus hijxs a tomar ciertas elecciones políticas, religiosas y sexuales. La mayoría de los padres está automáticamente de acuerdo en poder entender que sus hijxs tengan ideas políticas y religiosas opuestas, pero les cuesta aceptar la disidencia sexual. Cuando padres y madres expresan eso, cuando se escuchan decir semejante incoherencia, el maestro les hace ver que usan la educación sexual como forma de opresión sobre la libertad, como una manera disciplinaria de reducir las posibilidades del cuerpo, del sentimiento y del sexo de sus hijxs. Esas familias toman conciencia de lo negativo de toda la situación, de esa violación del derecho a la identidad que tiene cada niño y niña.

En la reciente discusión sobre la Ley de Matrimonio en la Cámara de Diputados, cuando se hacía referencia a las virtudes de este nuevo reconocimiento de familias homoparentales, no se tuvo en cuenta un aspecto fundamental: el derecho de niños y niñas a una educación en la diversidad. Pareciera ser un tema tabú, pero, ¿de eso no se trata gran parte de los artículos de la Convención sobre los Derechos del Niño, vigentes desde finales de los ‘80? Una ley que no contemple un modelo de sociedad que promueva la convivencia de la infancia con la diversidad sexual, violaría el derecho a “desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física del niño hasta el máximo de sus posibilidades”. Lxs niñxs tienen derecho a la información adecuada, a la libertad de expresión y de conciencia, a compartir sus puntos de vista con otrxs, a dar a conocer sus opiniones; y todo eso es sólo posible en una sociedad que no se limite a legalizar la heterosexualidad obligatoria como única forma de relación familiar.

La gente de mi generación, que si bien empezó el colegio primario al fin de la dictadura, no se vio representada en los manuales escolares, tuvo que tolerar el silencio o el repudio de maestrxs y profesorxs sobre la orientación sexual o la identidad de género y, peor aún, formó parte de una familia que ni murmuraba la palabra “homosexualidad” para tratar exorcizarla por omisión. Nosotros somos los últimos sobrevivientes de una generación que llenó un vacío simbólico para seguir adelante, para crear una personalidad que resista. Sobrevivientes, digo, porque algunxs quedaron en el camino, entre otras cosas, porque su conciencia no resistió la asfixia social. Pienso en el alto promedio de suicidios adolescentes de gays, lesbianas, trans, bisexuales, intersex, vinculados con la falta de una perspectiva de vida por una educación homofóbica, o por la ausencia de un futuro con una verdadera dimensión de posibilidades, simplemente por no encontrar un núcleo de pertenencia, una familia legítima con la que puedan identificarse y que garantice un proyecto de vida. Tal vez hoy hayan disminuido los suicidios a causa de la visibilidad emergente de familias alternativas, que con sólo googlear familia más otras palabras diversas como gay, lesbiana, trans o bisexual, se pueden encontrar testimonios en primera persona, ensayos, sitios de encuentro para padres y madres Glttbi, etcétera. Tal vez, con una nueva Ley de Matrimonio aprobada se dé un primer paso definitivo para que la educación diversa sea una realidad y un derecho efectivo que trascienda la cultura virtual, para que los niños y niñas del futuro estén, por fin, más cerca de una libertad vital.

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