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Viernes, 9 de julio de 2010
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En franca decadencia

Quiero pasar una tarde con Franco, dirigida por Martín Marcou, pone en escena los fantasmas de toda familia tipo con hijo gay incluido.

Por Pacha Brandolino
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La pequeña semblanza de una familia tipo. O las delicias de la vida familiar. O cualquier otro slogan que dé cuenta de una escena doméstica, como sacada de una casa de barrio de Buenos Aires.

Una familia no tan disfuncional o semifuncional, con esa disfuncionalidad perversa de la clase media con mala conciencia y sentido común, cuyo retoño es un hijo varón que salió tan gay como mamá deseaba, con un condimento de Andy Warhol del subdesarrollo: trivial, mariquita, con modos de adolescente tonta alimentada a papas fritas Pringles. A la sazón, el protagonista de una dramaturgia sin sobresaltos. Y así es, la escena ocurre pero no se desarrolla. Es una especie de instantánea en acción en el comedor de una casa en que están merendando dos chicos en tren de levantarse. Se van sumando: la madre sexy y pulposa de uno de ellos, dedicada al telemarketing, que en un ataque de neurastenia, no hace más que despotricar contra su supervisora del trabajo; el primo del muchachito: una loca exacerbada, peluquera y ponzoñosa; la hermana del muchachito, una pánfila despreciada y maltratada por todos, especialmente por su madre. Así las cosas, cuando se suma un tercer hermano, el mayor, venerado y apañado por su madre, presuntamente drogón y vago, se desencadena una especie de tragedia doméstica homofóbica.

El mérito mayor se lo lleva esta pieza por la idea de evitar el tópico de la salida del armario. El chico es puto y está “charlando con un amiguito” y mami está encantada de que así sea; el primo es puto también y es el segundo preferido de mami, su tía. La pobre hermana ha sucumbido al enfrentamiento con su madre en una batalla que perdió antes de nacer; tal como dijo Sigmund: “El conflicto entre madre e hija es el más difícil de resolver”. El hermano mayor convive a regañadientes con el puto y la tonta, en un incesto casi explícito con su madre. Toda una galería de exquisiteces visitadas casi casualmente y que en otras manos habrían dado como resultado un culebrón imposible. Pero parece ser otro el meollo. El punto es que no se sabe cuál. Quizá no lo tenga y, entonces, está muy bien que así sea...

Si es así, necesariamente aparecen otras preguntas: ¿Es el teatro un sitio donde mirar el cotidiano sin más, en un registro hipernaturalista? Entonces, todo bien: se logró el cometido. ¿Debemos suponer que el público va al teatro a “divertirse”, en el sentido de las comedias de Darío Vittori? Luego, también se logró el cometido.

El tratamiento escénico, en cuanto a escenografía, banda sonora y luces, está muy a la altura del resto, incluyendo el aprovechamiento excelente de las posibilidades físicas de la sala.

En suma: o estamos frente al mejor tratamiento que se le pueda dar a estas monstruosidades o estamos en el horno, porque nos reímos y normalizamos lo tremendamente anormal. Espectadores, pasen y vean y díganlo ustedes.

Quiero pasar una tarde con Franco. viernes 23 hs. en Teatro la Tertulia, Gallo 826.

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