Yo tenÃa 8 y ella 7 años, éramos amigas del barrio, en San Nicolás, allá por los ’80. A veces se me acercaba con su prima y me preguntaban, para molestarme, si yo era un chico o una chica. Es que como buena machona que yo era, me juntaba con los chicos a jugar a la pelota o a la lucha libre. Por eso su confusión. ¡Je! Como a mà no me gustaba jugar a las muñecas, jugaba con ella a hacer de mamá y papá, juego donde por supuesto consensuábamos en llamarme Fabián. Hasta que hubo una tarde-siesta en el garaje de su casa contra un ventanal amarillo, que nos daba una luz tenue de ese colo. Ella empezó a desabrocharme la camisa del colegio. Y me besó. Y la besé. Y nos besamos. Eramos tan inocentes que no sabÃamos que habÃa que besarse con la lengua. Asà que sólo abrÃamos nuestras bocas y las juntábamos moviendo la cabeza, como lo hacÃan en las telenovelas. Fueron asà nuestros encuentros furtivos. Besos y tomándonos y acariciándonos las manos. Yo, tan enamorada de ella, le rogué a la luna que fuera mÃa y yo de ella para siempre. Pero como dijeron Jean Jacques Rousseau y Franz Kafka alguna vez, la educación y la cultura corrompen al ser humano, aniquila sus más inocentes y verdaderos instintos. Tú te fuiste con los hombres, pero yo me quedé desde siempre con las mujeres. A mi primer amor, niña de mirada dulce y piel canela, Daniela.
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