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Viernes, 1 de octubre de 2010
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Efectos secundarios de la fasoterapia

Por Pablo Pérez

L trataba de comer los tallarines, le parecían larguísimos. B lo miraba expectante: sentía curiosidad por ver cómo le pegaba su primer porro, y además pensaba que la erección de L en la cocina había sido por calentura con él. “¡Voy a buscar una cuchara, estos fideos son difíciles de enrollar!”, dijo L; no se daba cuenta de que ya estaba colocado. Con ayuda de la cuchara devoró los fideos en dos minutos.

Para la sobremesa, B armó otro porro. Estaban sentados los dos en el sillón del living. La rodilla de L contra su muslo le producía un cosquilleo en todo el cuerpo. Se colgó mirando los ojos achinados de L, que estaba radiante y más conversador que nunca. No prestaba atención a lo que decía, con la mirada recorría desde los labios hasta el bulto atrevido en reposo de L. Cuando se animó a pasarle el brazo sobre los hombros, L miró el reloj, eran las cuatro y media y tenía cita con Oso Goloso a las cinco. “Tengo que irme”, dijo. Al despedirse en la puerta, B se le prendió en un abrazo y le dio un beso húmedo en el cuello. “¡Tranquilo, amigo!”, dijo sonriente L.

Era una tarde primaveral. En la calle, L se dio cuenta del efecto del porro, podía percibir el lento crecimiento de los pimpollos del jardín de al lado, sus pies flotaban y, para llegar hasta Rivadavia desde aquel caserón perdido en Flores, se dejó guiar por el ruido del tránsito; “un torrente, música urbana”, pensó. Su oído lo orientó bien: apenas llegó a la parada del 86, apareció un colectivo que en veinte minutos lo dejó a dos cuadras del café Q. Se asombró de estar tan sincronizado con la vida.

En el bar le costó reconocer a OG, que en un gesto maniático se desinfectaba las manos con alcohol en gel. Nada de feromonas osunas, olía más bien a perfumería de shopping. L se sintió incómodo: con la corrida para llegar a la cita, había transpirado; OG revoleaba la nariz rastreando el vaho. “¡Estás empapado!”, dijo. “¡Y vos parecés una perfumería ambulante!”, contestó desfachatado y L no pudo contener un ataque de risa. “¿Te comiste un payaso?”, preguntó OG sacudiendo los hombros. Se acercó el mozo y L pidió una cerveza de litro; a su turno, OG pidió con voz de pito una lágrima. “Una láaagrima y un recuerdo...”, canturreó L. “¡¿Estás drogado?!”, preguntó OG. “Sí. Uso terapéutico de la marihuana para el HIV”, respondió L desafiante. “¡No sabía que tenías HIV! ¡Hubieras avisado!” “¡Pero si lo puse en mi perfil!” “¡Bueno, no lo leí! —dijo OG prolongando la “i” en un gritito—. Mirá, no lo tomes a mal, pero mejor me voy. Si por lo menos estuvieras sobrio...”, agregó mientras inspeccionaba una mancha de rouge en su pocillo. La apartó con desagrado, dejó diez pesos en la mesa y se levantó cabeceando como una diva ofendida. A L no le importó: al fin después de tanta depre, se estaba divirtiendo. Quiso servirse más cerveza, pero la botella estaba vacía. Se dejó llevar por el canto de los gorriones, que lo invitaban a tomarse otra en la plaza.

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