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Viernes, 8 de octubre de 2010
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Lunes otra vez

Por Pablo Pérez

El despertador sonó a las siete. L interrumpe la alarma y vuelve a dormirse, está resacoso, el despertador vuelve a sonar a los cinco minutos, lo vuelve a apagar, es su estrategia, lo apaga tres o cuatro veces cada mañana, la “fiaquita” que se permite hasta un rato antes de las siete y media, cuando se despereza y sale de la cama. Hoy no va a hacer abdominales, ya hizo anoche bastante ejercicio: bajo el efecto del porro que había fumado con B, intensificado por la última cerveza en la plaza y empujado por los latidos de su pija morcillona, decidió ir a un cine porno. La cita se le había frustrado y la leche tenía que sacársela. Exprime un limón que toma en ayunas para combatir la resaca y se mete en la ducha. Los garches de anoche en el cine resurgen, el chorro caliente y el vapor lo envuelven y lo excitan. ¿Será un efecto rebote del faso de ayer?, se pregunta.

Desde que se enteró de que es portador, desayuna bien: café, yogur con muesli y germen de trigo; jugo de naranja con levadura virgen y un omelette de claras, receta que le pasó La Masa, un compañero de oficina fisicoculturista, apodado así por su contextura similar a la del luchador de la tele. L cree que LM se le insinúa, ignora que es toquetón de puro campechano hétero que es, LM es de esos que viven tocándose el culo entre amigos. Y L, perturbado, no quiere mezclar las cosas: nadie en la oficina sabe que es homosexual.

Por ser lunes se siente bastante bien de ánimo; siempre que el clima acompaña, va a la oficina caminando. “¡A disfrutar del último solcito del día!”, se dice en chiste y con resignación a las nueve menos cinco. Le espera otra jornada bajo la vigilancia de la maldita Sargenta, su jefa, que no permite conversaciones personales en horario de trabajo; otra vez él y sus compañeros vestidos de traje gris o azul. “Nada más gris que el gris combinado con el azul”, piensa y mete la tarjeta en el reloj, siempre puntual para cobrar por presentismo. LM, al verlo tan sonriente, se le acerca a decirle: “¡Qué cara de feliz cumpleaños, papá, parece que la pusimos! ¡Je je!”. “Je je”, responde L, que acelera el paso para llegar al sector Emisión; para salir del apuro, nada mejor que aquel silencio obligado en los dominios de la Sargenta. Como siempre, apenas se pone a trabajar su humor cambia, abrocha las pólizas y estampa los sellos con odio, cae en la cuenta de lo infeliz que es en esa cueva, harto de la parodia y de inventarle historias a LM, que cada vez que lo encuentra en el baño le pregunta cómo son las minas que se coge, si tal o cual tiene la concha apretadita, los pezones en parche o en puntita... Hasta que se calienta y le mete mano: “Con esa herramienta las debés tener locas”. L, incómodo, no quiere calentarse porque no lo puede disimular, no sabría dónde meterse si en el trabajo se enteraran de que es gay, mucho peor ahora, que encima es portador de HIV. “Chick, chick, chicken”, murmura entre dientes apretando la abrochadora; “pum, pum, pum”, se desquita con los sellos.

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