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Viernes, 26 de noviembre de 2010
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1° de diciembre

Por Pablo Pérez
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La luna llena emergía enorme tras los árboles, oro contra el azul de la noche. “Los colores de Boca”, pensaba L rotando su vaso de whisky con hielo, cuando de pronto salió del trance en que lo habían puesto el porro, el alcohol y los grillos... Su teléfono sonaba desde hacía rato, era la alarma para no olvidarse de tomar las pastillas. “Escabié demasiado”, pensó. Hasta esa noche no había salteado una sola dosis. “Sólo por esta vez no las tomo –se dijo, se sirvió una medida más de whisky e hizo tintinear dos cubitos más de hielo en el vaso–. ¡Un día de vida es vida!”

La Masa apareció ante los aplausos de todos con un vestido atigrado, guantes negros largos y peluca rubia; la fiesta volvió a animarse, LM se paseaba alrededor de la mesa y franeleaba a cada uno de los invitados como una bailarina de cabaret: sus pectorales inflados por el gimnasio y los anabólicos, acomodados en el vestido ceñido al cuerpo, parecían tetas de verdad. Cuando llegó al lado de su mujer, ella le dio una palmada ruidosa en los glúteos y le dijo algo en secreto; ahora L se daba cuenta de que no le conocía la voz. De pronto tuvo sentado en sus rodillas a la Masa, que gritó: “¡Acá siento algo muuuuuy grande!”. “¡En ese orto se pierde hasta el Obelisco!”, le gritó uno de los hermanos. “¡Grosero!”, gritó la Masa en joda. Y de pronto se puso serio, se paró y golpeó una copa con una cucharita: “Quiero decir unas palabras –anunció–. Muy pronto, el 2 de diciembre, es el Día Internacional del Sida, y quiero mencionar en esta noche al Negro que, por más que pasaron casi veinte años desde que nos dejó, lo sigo recordando y me sigue faltando”.

“¡Hermanito, el Día del Sida es el 1º de diciembre!”, corrigió la Loba. “Lo sé –siguió LM–, pero mi amigo murió el dos, así que mi día del sida, acá, en Nogués, es el dos. Negro querido, donde quieras que estés, ¡brindamos por vos!” Una lágrima le asomó y rodó como una perla sobre la purpurina del maquillaje. Todos brindaron por el Negro, y L no pudo evitar llorar un poco también, nadie se dio cuenta, salvo la Loba. “Mejor tomo las pastillas”, pensó y, después del brindis, fue tambaleante a buscarlas. La Loba lo siguió y reconoció el frasco; L quiso esconderlo, pero el frasco cayó y las pastillas de desparramaron por el piso. La Loba se acercó ayudarlo. “Conozco estas pastillas: yo también soy seropositiva –mintió–. Vení, que ahora te toca ponerte la pollerita a vos”, agregó, hábil para salir del tema.

Con dedos de araña entallaba con hilo y aguja la minifalda a L, entregadísimo. La respiración de la Loba contra su cóccix lo excitó y la pollerita se abrió como un telón. Cuando la Loba lo hizo girar, recibió el pijazo en plena cara... Los ojos le brillaron, parecía poseída, lo tenía agarrado al rubio. Lo empujó a la cama y L se dejó llevar, nunca se la habían chupado tan bien. La Loba jugaba con la lengua, le daba mordisquitos. Al fin después de varias semanas, L conseguía su mamada donde menos se lo esperaba. Afuera se estaba armando el baile.

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