"Para un niño protogay identificarse con lo masculino (o masculinamente) puede implicar su propia borradura".
Eve Kosofsky Sedgwick (1993: 161)
A los siete años estaba fascinado con una gallinita de plástico que ponÃa huevos con sólo presionarle el cuerpo, la vendÃan en Tiendas NinnÃ, un bazar de barrio Altamira. El bazar aún hoy existe y la señora Ninnà también. Era época próxima a la fiesta de Navidad y yo buscaba excusas para que con mi madre pasásemos frente a la vidriera donde se exhibÃa la gallina. Cuando estábamos cerca me adelantaba correteando y me pegaba con las dos manos al vidrio, quizá se trate éste de mi primer recuerdo aurático y fetichista. QuerÃa hacerle saber cuánto me gustaba esa gallina supongo que porque sospechaba que era la mediadora directa entre mis deseos y la voluntad de Papá Noel o el Niñito Dios, pero mi madre no lo registraba.
Como siempre en Navidad, la gran madre, mi abuela, lo cocinarÃa todo (incluso aquellos mismos platos que mis tÃas se disputaban por llevar a la cena) y no cederÃa espacio para la consagración de ninguna de sus hijas como buenas amas de casa, como buenas cocineras. Las bombachas rosas como signos distintivos de pertenencia a un mundo desencantado, adulto y sexuado aparecÃan junto al árbol destinadas a todas las mujeres de la familia mayores de 13 años (a todas aquellas que, como se esperaba, ya menstruasen).
El balance acrÃtico, o la evaluación masturbatoria, que los varones de la familia hacÃan sobre su exitoso año laboral, la actualización de los modelos de sus autos, o las flamantes vacaciones que esperaban para los suyos eran directamente proporcionales a la cantidad de vino que servÃan en sus copas, a las excesivas inversiones en fuegos artificiales, a los manojos de llaves que colgaban de sus pasacintos, al tamaño de sus pijas.
Las mujeres cuchicheaban y se oprimÃan horizontalmente, sin ninguna solidaridad filial o de género: las hermanas, las primas, las tÃas y mi abuela se reunÃan en la cocina, en el baño, en el dormitorio, junto al armario donde guardaban los abrigos y las carteras, hasta en el garaje se amontonaban para chismosear y criticarse unas a otras, circulando coreográficamente por la casa. Mi madre siempre era la de las faldas más cortas, la del escote más pronunciado, la que me tenÃa entre sus faldas.
Los varones en cambio, desde temprano se reunÃan en la mesa principal alrededor de mi abuelo. Supongo (recuerdo) que para rendirle cuentas o para ganar su aprecio, un circo parecido a lo que hoy se conoce como un striptease, todos intentaban seducirlo, ser mirados por el padre, una palmada, una palabra, todos lo alababan, todos le festejaban cualquier ocurrencia y se peleaban por servirlo. En el fondo los varones de la familia añoraban el visto bueno de mi nono, su aprobación, deseaban algún gesto cariñoso, alguna confidencia, un contacto mÃnimo, un roce afirmativo y, por qué no, que les colocara algún que otro billete enrolladito en el pecho. O en el culo, al caso da igual.
Y nos dieron las doce, el paquete de mi regalo era bastante grande. Por unos segundos especulé con la idea de que adentro habrÃa cuatro o cinco gallinitas, pensé que como no sabÃan de qué color la querÃa, en una de ésas me regalaban gallinitas blancas, rojas y anaranjadas. Esa idea duró sólo unos segundos, en cuanto abrà el envoltorio un mar de lágrimas me invadió los ojos y desconsoladamente comencé a llorar.
Chillaba con un berrinche que ni Andrea del Boca podrÃa haber superado en su mejor actuación. Me habÃan regalado un Mercedes Benz rojo a control remoto, de unos sesenta centÃmetros de largo. Lo odié. Los odié. Descubrà que Papá Noel no era otro que mi padre, ese rojo era su auto favorito. Le habÃa costado un sueldo entero el juguete, era lo que a él, siempre contaba, le hubiese encantado que le regalen cuando niño. Mi padre también me odió. Yo no sólo lloraba por el auto (por ese modo con que mis padres me desconocÃan), empecé a gritar también que querÃa mi gallinita, una y otra vez, cada vez más y más fuerte. Vi la frustración en la cara de mi padre, y vi el gesto de triunfo en los rostros de mis tÃos. Todo ese sueldo tirado a la basura.
La Navidad murió esa noche para mÃ. Papá Noel era mi padre, era mi abuelo, eran ellos, los machos proveedores. El Niño Dios era varón, heterosexual y aceptaba la voluntad del Padre. El niño también murió esa noche. Les enseñé que ese Niño no existÃa más que sus cabezas, que mi deseo marica lo habÃa matado. Palpé con dolor todas esas expectativas horrendas (machistas, repoductivistas) puestas en mà y se las devolvà como un escupitajo vociferando que querÃa mi gallina, vociferando que nunca serÃa heterosexual como ellos esperaban.
Me compraron la gallina unos dÃas después. En esos dÃas aprendà a elaborar mis primeros mecanismos de defensa, de supervivencia: La resignificación, la resemantización del objeto. Antes de conocer si quiera la existencia de un tal Duchamp, yo ya lo habÃa experimentado.
Mi abuela me regaló esa noche un salero y pimentero de cerámica con forma de huevos apoyados dentro de una canastita en cuyo centro habÃa otra pieza, también de cerámica, que emulaba una gallina, otro obsequio navideño errado, al menos para mi abuela que ya tenÃa como siete saleros. Desde entonces amo el Kitsch.
En el Mercedes rojo viajaron durante todo el verano las muñecas Barbies —rubias, rosadas y sonrientes— que tan expectantes le regalaron a mi hermana Macarena esa Nochebuena.
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