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Viernes, 25 de febrero de 2011
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Expertos en pinchazos

Por Pablo Pérez

El Dr. R no atendía en el hospital por las tardes, pero le dijo a T que llevara a su pareja al consultorio particular. Fiebre alta y sarpullido, sumados al diagnóstico de sífilis de T, lo más probable era que P tuviera una sífilis secundaria. “Esto hay que tratarlo enseguida —dijo el Dr. R—. Apenas salgas de acá, vas a hacerte aplicar una inyección de bencetazil. ¿Cuándo te hiciste por última vez un test de VIH?” P se puso colorado, le había dicho a T que era seronegativo, pero en realidad no lo sabía, nunca en su vida se había hecho el test. Estaba tan nervioso que no pudo inventar una mentira. “No me lo hice nunca”, dijo. “Bueno, entonces aprovechemos para hacértelo, además del VDRL y estos análisis de rutina —dijo el Dr. R—. La sífilis incrementa la probabilidad de adquirir y transmitir el VIH; y además, en los pacientes inmunodeprimidos, la sífilis puede evolucionar más rápido. Si no la tratamos ya, podría traerte complicaciones serias.” “Tenemos que avisar a la gente con la que tuvimos sexo este último tiempo, ¿no?”, dijo T, que ya sabía la respuesta; en realidad el comentario estaba dirigido a P, que se había quedado mudo. “Somos una pareja abierta”, aclaró T. “Sí, claro, tienen que avisarles”, dijo el médico. T estaba furioso, tenía ganas de putear a P, pero se contuvo: no quería armar un escándalo en el consultorio. Trataba de entender su actitud: si nunca se había hecho un test, ¿por qué decía que era seronegativo?, ¿quería coger con él sin forro para tener a quien echarle la culpa de haberse contagiado?, ¿o era un boludo que no se daba cuenta de nada? Ahora sí que estaba enojado. P, abstraído, repasaba mentalmente la lista de todos los que se había cogido sin forro en los últimos meses. A, B, F, H... “¡Que se caguen! —pensó—. Ya se van a dar cuenta solos...”

Cuando salieron del consultorio, T acompañó a P a la farmacia donde le habían aplicado la inyección a él el día anterior. Caminaron las veinte cuadras sin hablar, P porque estaba avergonzado y T porque no sabía por dónde arrancar la discusión, más bien tenía ganas de darle una piña. Ya en la farmacia, al encontrar al oso farmacéutico de la vez pasada, el ánimo de T cambió; se olvidó de su enojo y, sin poder evitar su impulso seductor y su simpatía, dijo: “¡Lo de siempre!”, como quien le pide al mozo del barrio el desayuno de cada día. “A ver...”, dijo el oso y leyó la receta. Esta vez parecía menos distante y hasta se animó con un chiste, más que nada para ver si se relajaba P: “¡Chicos, van a provocar una epidemia! Mejor no les doy la espalda!”. P apenas pudo soltar una risita nerviosa, tenía terror a las inyecciones. “¡A él dásela sin suero indoloro, a ver si aprende!”, dijo T. “¡Qué mala! —dijo el farmacéutico y acompañó a P al gabinete—. Vení, nene, no tengas miedo, es un pinchacito nomás.” T se quedó esperando afuera, tenía una gran virtud: los enojos se le pasaban rápido. Mientras escuchaba los grititos de P, pensaba cuál sería la mejor manera de decirle lo que pensaba con franqueza y sin agresiones.

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