En la sobremesa familiar argentina de apenas unas décadas atrás, el vocablo Brasil acreditaba la alianza de lo contradictorio: la plenitud en la falta. La pachanga en harapos, las cosas africanas. Mientras el epÃteto de primera potencia económica regional era todavÃa un falso relumbrón de sus elites ricas (Belindia era el hallazgo semántico que definÃa el ensueño), y las favelas se recreaban en nuestro imaginario como concentraciones monstruosas, el toque distintivo del paÃs vecino lo daba sobre todo el Carnaval. Entonces, decÃamos, toda injusticia social se vuelve secundaria a través del largo preparativo de la escola de samba, cuando la pobreza de los zurcidores ejerce su revancha contra el destino a través de los disfraces prodigiosos. La falta de todo en las clases populares era la consecuencia del derroche de lo poco. Porque en el brasuca pobre, se decÃa en la autocomplaciente mesa argentina, el hambre se sacia cuando se enciende la escola.
Para las clases medias argentinas, la sensualidad brasileña pertenecÃa a un simpático escalón bajo en la evolución cultural (hoy, en cambio, serÃa el encanto que adorna su nueva prosperidad) y más valÃa batallar siempre a favor del cuerpo prudente –desde el saquito de hilo para cubrir los hombros y el escote a la proscripción de la sunga– que celebrar el cuerpo vibrátil de Eros reaparecido. En la subestimación de lo sensual habitaba, seguro, la envidia del goce proscripto. De ahà que las locas vernáculas, incluida la Perlongher, que terminó sus dÃas en San Pablo, creÃan ver un principio de esperanza en la irreverencia y el derroche del Carnaval brasileño. Un salvoconducto contra los rigores del escondite y la razzia policial, contra el sometimiento a las leyes del ahorro calvinista y al género binario, y sobre todo para desmentir el dictatum facistón aquel que hacÃa de la vida diaria apenas el pasaje del trabajo a la casa, de marrón claro a marrón oscuro, sin detenerse en el bar o la tetera.
En el libro Fiestas, baños y exilios-los gays porteños en la última dictadura, algunos rememoran la época de la peregrinación libidinosa a RÃo de Janeiro. De su participación en las modestas comparsas familiares en el Tigre al desfile en esa especie de Campo de Marte de Carmen Miranda que es el sambódromo. Conseguir un papel de relleno en la escola era ya haber ingresado, en los posteriores relatos del suceso, al privilegio del cosmopolitismo gay. RÃo en los setenta y ochenta era la ilusión de la libertad sexual. Y para muchos fue, precisamente, la ciudad maravillosa donde visitaron por primera vez los bajos fondos del porno. En el porteño Multicine de Lavalle –en esos tiempos tolerado para pajeros– se daba, ay, El Decamerón de Pasolini para un público constreñido a autoconsolarse (quién dice si a Pier Paolo, que nunca dejó de ser medio católico, esa función de consuelo no le hubiera divertido), mientras que en Brasil Sexo a caballo era ya un clásico del porno local.
Revuelta contra la polÃtica cristiana de la carne, se decÃa que el viejo espÃritu de Carnaval suspende el tiempo ordinario, que es el del orden burgués opresivo, pero también el del amparo de los derechos. Porque ¿quién precisa derechos para gozar si de lo que se trata es del goce sin ley? Por eso, ay, aquellas transgresiones periódicas que suspenden las jerarquÃas sociales, ese fulgor anárquico medio idealizado por los bajtianos, es muchas veces también el de las violaciones tumultuarias, o las violencias callejeras contra los más débiles. Jarana y montaje de las locas, sÃ, pero muy a menudo un poco de gay bashing cuando lo que la vida ordinaria venÃa reprimiendo era la violencia. El fascismo también pide carnaval.
Las sonrisas fuera de Copacabana y vecindades a veces se borran pronto y (contaban testimonios en Fiestas, baños y exilios) bicha o viado eran en ocasiones las expresiones más generosas hacia los gays que, al sacar del armario el cuerpo imprudente del Carnaval, hacÃan alarde de la profunda mirada de doncella. Que posan, en fin, de lo que son. Porque una cosa es subvertir con gracia las marcas superficiales del género, el peinetón, el conchero que truca los genitales y las plumas, y otra ser un puto estridente en plan de levante al que unos homófobos que no se toman licencia deciden poner en su lugar.
En Brasil dicen que la libertad se ha escapado de la vida cotidiana y que en esos dÃas de Carnaval el pueblo sale a buscarla. ¿Tiempo mesiánico, tiempo utópico? Hay quien piensa que la utopÃa materializada en esas jornadas de deconstrucción universal ejerce sobre la realidad de los brasileños un influjo psicológico liberador: les permite soñar en otro mundo posible. Otros, como Roger Caillois, ven en la rebeldÃa, la ruptura, el cruce de clases (ay, tan acotado en los heterosexuales y tanto más amplio en las locas) aquel caos que en realidad perfecciona el orden. Una forma de regulación que da descanso, un cheque con vencimiento, que dura lo que dura una vacación. Los visitantes de la joda saben que al otro dÃa deberán volver al lugar que les corresponde, más seguros que nunca de que el tiempo se les acabó.
La terca ilusión de las locas argentinas de los setenta y ochenta buscaba sin suerte señales verdaderas y permanentes de libertad más allá de las playas cariocas. Después de casi treinta años del fin de las dictaduras vecinas, el antiguo paraÃso sexual sigue bullendo fuera del pingüe sambódromo, sobre todo en las teteras de la Estación Central, donde antes de la vuelta a casa el trabajador descarga tensiones en pajas solitarias, espiadas y admitidas.
Hay algo que recuerda que ese mesÃas que se llama EspÃritu de Carnaval y que alguna vez un optimista definió como EspÃritu de Brasil viene abandonando los sueños de cambios de las locas, tortas y trans del paÃs. Porque mientras que los evangélicos avanzan en el Congreso, y los crÃmenes de odio en las calles, la terca ilusión del Brasil glttbi sigue hasta ahora, sin suerte, buscando entre sus diputados señales verdaderas de justicia e igualdad, más allá de las monumentales Paradas de San Pablo.
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