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Viernes, 28 de septiembre de 2012
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La poeta sangrienta

Su suicidio, los retratos donde asoma como un niño azorado, su figura entre andrógina y desalineada, las anécdotas y los diarios íntimos que se revelan con cuentagotas construyeron una imagen trágica y mágica de Alejandra Pizarnik. A su vez, el asunto de su sexualidad siempre ronda como inspiración o como pesadilla. Por reticencia o por exageración, todos los que la conocieron marcan un lazo entre su poética y su deseo hacia las mujeres. A cuarenta años de su muerte, más datos y más voces salen a la luz, y el misterio continúa bien guardado.

Por Mariana Enriquez
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El año pasado pasé varios meses sumergida en Alejandra Pizarnik para un perfil que se incluyó en el libro Los Malditos, de Ediciones Diego Portales, una editorial universitaria de Chile. De entre todxs lxs “malditos” del libro, Alejandra era la más famosa y, al principio, temía encontrarme con un mito inconmovible. Pero ese miedo se fue desarmando con las entrevistas. De entre todo el material que consulté para mi rompecabezas Alejandra –su obra, sus diarios, las lecturas teóricas, las biografías, las cartas– ninguno me sirvió más que las entrevistas, que no fueron demasiadas, pero todas resultaron sorprendentes. Me sorprendió, sobre todo, que la sexualidad de Alejandra siguiera siendo un asunto conflictivo. Las versiones se superponían y desmentían: desde los que consideraban la sexualidad de Alejandra un tema menor que opacaba su estatura como poeta (una especie de “por qué meterse con su vida privada”) hasta los amigos que vivieron de cerca sus romances con mujeres; a muchos amigos Alejandra jamás les confió ser lesbiana –o, directamente, les dijo que no lo era–; a otros los invitaba a fiestas en su casa donde los recibía con su novia. La necesidad de hablar, de sentar posición, sobre la sexualidad de Alejandra estuvo presente en todas las entrevistas, revelando algo que todavía resulta incómodo, inquietante –mucho más que los problemas emocionales de Alejandra o su personalidad demandante, o su suicidio–. Y luego fue impactante averiguar que el diario publicado está incompleto y que la mayoría de las entradas no publicadas están relacionadas con cuestiones sexuales. También, y eso lo señalan los investigadores de la vida y la obra de Alejandra, fueron escamoteadas entradas donde menciona sus opiniones sobre otros escritores, Gabriel García Márquez, por ejemplo, a quien admiraba. Puede leerse y ser consultado entero en el Archivo Pizarnik de la Universidad de Princeton, pero el deseo de preservar evitando pasajes “polémicos” sorprende. Los entrevistados me hablaron del excesivo celo de su albacea, de la reticencia de su familia, de no opacar con “escándalo” su talento. Sucede, creo, que la vida de Alejandra también es poesía: “Escribir con mi cuerpo el cuerpo del poema”, decía. Separar su vida de su obra es una mutilación, como lo sería escindir vida y obra en Rimbaud o Lautréamont o Artaud, poetas que ella amaba y que amaba por su totalidad, una totalidad que a ella –cada vez menos, pero todavía– no se le permite.

Gustos, fetiches y pantalones

Amaba el papel, los cuadernos, los lápices. Cuando su amiga Ivonne Bourdelois le envió un cuaderno desde Boston, escribió en su carta de agradecimiento: “¡Qué cuaderno, mi madre, me mandó mi amiguita! Viene a ser el Rolls Royce o el Rolex o la Olympia en materia de cuadernos. Tan perfecto, simple, como salido de chez Hermès, hermoso y serenamente lujoso”. Julio Cortázar, en su poema “Alejandra Pizarnik” recuerda su fetiche: “Amabas, esas cosas nimias/ aboli bibelot d’inanité sonore/ las gomas y los sobres/ una papelería de juguete/ el estuche de lápices/ los cuadernos rayados”.

No le gustaba tomar sol. No quería tener plantas ni flores en sus departamentos: “Aquí adentro, viva, solamente yo”, decía. Le gustaba el blues, Lotte Leyna, Janis Joplin, Bach y Vivaldi. Odiaba los bancos, creía que eran templos del mal y no sabía hacer trámites. Les tenía miedo a los subterráneos, a los trenes y a cualquier forma de transporte público. Gastaba fortunas en taxis. Cuando hablaba mezclaba juegos de palabras, obscenidades, humor judío, humor absurdo. Sus amigos recuerdan mucho más su humor que su desdicha. “Yo lamento que haya trascendido con el halo trágico. Suicidarse se suicida mucha gente: ella era distinta, era una visionaria. Su humor tenía cantidad de matices y hacía cosas preciosas cuando conversaba. Tenía una mirada muy rara, ojos de un color perturbador, violáceo; andrógina, parecía un niño de catorce años, un poco cabezona y chiquita de hombros”, dice Bourdelois.

Arturo Carrera, su amigo desde 1966, recuerda que “le quedaban muy bien las faldas, pero siempre usaba pantaloncitos. Yo le pedía que usara falda porque tenía unas piernas preciosas. Tenía un pulóver grandote para el invierno todo manchado de

Coca-Cola porque tomaba directamente de la botella, y se le caía sobre la ropa, era un enfant sauvage. Divertía mucho a sus amigos, aunque les hacía cosas terribles. Una vez, por ejemplo, llamó a las 4 de la madrugada a casa de Enrique Pezzoni –uno de los editores de Sur y Sudamericana, su gran amigo–, atendió la madre y Alejandra le dijo: “Su hijo es puto”.

“No era bonita. Era fea. Creo que eso era parte de su tragedia. Y que por eso era tan graciosa. Pero una mujer con esa gracia no tenía por qué deprimirse por su físico, a menos que se encontrara con idiotas. Y generalmente ocurría eso”, dice Elvira Orphée.

“Alejandra pertenecía a una subcultura juvenil que a partir de mediados de los ’60 empezó a circular por los alrededores del Instituto Di Tella, la base del arte contemporáneo de Buenos Aires –dice Edgardo Cozarinsky–. Fue un renacer. La primera vez en mi vida que yo vi chicos de pelo largo con maquillaje en los ojos fue en los años ’60 en esas calles. Había mucha gente rara que frecuentaba la zona: fue un corte en las costumbres de la ciudad, una irrupción de jóvenes y de excéntricos.”

Un corte que, sin embargo, no se extendía al resto de la ciudad, todavía conservadora y provinciana. “Una vez la acompañé al Jockey Club de Florida y Viamonte –dice Cozarinsky–. No era un lugar demasiado exclusivo. Pero a ella no la dejaron entrar porque llevaba pantalones. Las excentricidades de Alejandra, que después se hicieron tan legendarias, a veces eran cosas así, relacionadas con el contexto de la época, muy represivo y pacato.”

Nacida y malcriada

Elías Pizarnik y su esposa Rejzla Bromiker –más tarde, Rosa– llegaron a Buenos Aires desde Europa Oriental –su pueblo natal era Rovne, hoy en Eslovaquia– en 1934. Es posible que el apellido original de la familia haya sido Pozharnik, y que los funcionarios de migraciones lo hayan consignado erróneamente. En cualquier caso, Alejandra lo pronunciaba acentuando la segunda sílaba, Pizárnik. La pareja se instaló en Avellaneda, allí nació Flora Pizarnik, la futura Alejandra, el 29 de abril de 1936. El padre trabajaba como cuentenik, un oficio tradicional de la comunidad judía: vendía joyas puerta a puerta; a veces ropa blanca y electrodomésticos. Era socialista, tocaba el violín, había sido integrante de una orquesta. La infancia es el lugar al que Alejandra Pizarnik volverá una y otra vez en su poesía, como a un espacio ideal. Sin embargo aseguraba haber sido una niña infeliz. Escribe en su diario, en 1958: “¿He tenido yo una infancia? No, creo que no. No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez... El solo hecho de recordarla me cubre de cenizas la sangre. Sólo algunas angustias, algunos sucesos lamentables, sobre todo lamentablemente sexuales” (Diarios, Lumen, 2003). Se refiere varias veces en esas páginas a una pérdida de la inocencia, a una infancia arruinada. Muchos estudiosos de su obra creen que sufrió un abuso sexual cuando era chica: “Tanto sus Diarios como su prosa poética dejan entrever un abuso sexual sufrido durante la infancia, aunque no revela ningún detalle que esclarezca dicho episodio”, escribe Eve Gil (Abrazar el infinito, suplemento cultural Arena, del diario Excelsior, México, marzo de 2010).

“Hay muchas expertas en España que están convencidas de un caso de abuso, incluso de incesto –dice Cristina Piña, autora de Alejandra Pizarnik. Una biografía (Corregidor, 2005)–. Yo creo que pudo haber una experiencia sexual en la infancia que, unida a una sensación de carencia profunda, debe haber producido efectos devastadores. Pero no creo que haya sido un caso de incesto. Estoy absolutamente segura de que, si hubo un abusador, no fue el padre. Sí es evidente que ella se siente la más fea, la menos querida, la que está en desventaja con respecto a su hermana.”

“En algún momento ella empezó a pedirles a todos que la llamaran Alejandra, que luego sería su único nombre literario”, escribe Piña. “¿Por qué Alejandra? Puedo suponer que por sus resonancias rusas: años más tarde les pediría a sus amigos que la llamaran Sasha, el diminutivo ruso de Alejandra. O por sus resonancias triunfales.”

La voz quebrada

Su forma de hablar era extraña. Ella decía que era tartamuda, pero no está claro qué producía su dicción personalísima, su forma de arrastrar las palabras con esa voz gruesa, hipnótica. De su diario, 1959: “Cada día tartamudeo más. Pero no sé si es tartamudez. En el fondo, no quiero hablar. Así como me alimento sin querer hacerlo, sino que lo hago por compulsión o por temor del vacío, así hablo, sabiendo, no obstante, que debería callar”.

A pesar de sus inseguridades, se mantuvo firme en el deseo de estudiar algo relacionado con la literatura. La decisión tenía algo de rebeldía: si era la hija diferente, la rara, lo sería hasta las últimas consecuencias.

Cuando cumplió 18 años, Alejandra empezó a estudiar periodismo. Dejó la carrera muy pronto, pero en la facultad conoció a Juan Jacobo Bajarlía –profesor, escritor, abogado, dramaturgo–, que la introdujo en las corrientes poéticas modernas del surrealismo y las vanguardias. También la ayudó a corregir su primer libro, La tierra más ajena (1956), del que después ella renegaría –es el único firmado como Flora Alejandra, en adelante sólo sería Alejandra–. El romance entre Bajarlía, de 36, y Alejandra, de 18, es uno de los tramos menos conocidos de su biografía, aunque el propio Bajarlía lo contó en el libro Anatomía de un recuerdo su semblanza sobre Alejandra. De su mano, Alejandra entró al círculo esencial de la poesía argentina que, por supuesto, incluía a editores y directores de revistas. Bajarlía la llevaba a los bares, donde se discutía y se leía hasta la madrugada.

Una tarde de noviembre de 1955, ella apareció en el bar Montecarlo, de Marcelo T. de Alvear y San Martín, donde Bajarlía corregía una de sus piezas teatrales. Cargaba una valija. Se sentó y la abrió: llevaba ropa interior, faldas, pañuelos, papeles en blanco, borradores y algunos ejemplares de La tierra más ajena. Se había ido de su casa después de una pelea con su madre. “Nos dijimos de todo”, le explicó. La madre le había gritado “mala hija” y “mujer de la calle”. Y Alejandra había tomado una decisión. “Quiero casarme”, le dijo a Bajarlía. “La vieja ya me había dicho en otra ocasión que me casara con vos. Quiero casarme ahora mismo, no aguanto más.” Bajarlía buscó excusas racionales: el dinero, la diferencia de edad, la precipitación. Ella se mantuvo firme. Pasaron toda la noche discutiendo en bares de Buenos Aires y, hacia el amanecer, en bares y plazas de Avellaneda. Finalmente, él le pidió tiempo para pensarlo, pero ella se lo negó. Ahora o nunca, dijo. Bajarlía no quiso o no se atrevió a tomar una decisión y con un beso la dejó en la puerta de su casa.

Silencio de muerte

Con los años, Alejandra renegó de su primer libro, al punto que no lo consideraba parte de su obra. Las interpretaciones del rechazo son varias. Quizá le disgustaba que hubiera sido pagado por su padre y por eso no lo consideraba del todo propio. Quizá le disgustaban sus defectos de debutante. Quizá lo asociaba con el romance frustrado. Pero, tomando como base el material biográfico disponible, no se puede saber. Los años 1954 y 1955 de sus Diarios no tienen una sola referencia a esos recorridos o a la relación con Bajarlía. Eso no significa que las referencias no existan: el diario está incompleto. En la versión editada faltan 120 entradas, suprimidas por su albacea Ana Becciú que, además, ha excluido casi por completo el año 1971 y en su totalidad 1972.

“Dentro de las omisiones más ideológicas destacan las referencias a sus relaciones lésbicas, pasajes con fuertes connotaciones sexuales y violencia física”, explica Patricia Venti, académica venezolana, en “Lectura de los diarios de Pizarnik: censura y traición”, Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid, 2004).

Algunos de estos fragmentos han sido rescatados por Venti; en su artículo “El cuerpo de la letra” (marzo 2011) incluye, por ejemplo, los siguientes fragmentos inéditos: “D. vuelve a mostrar sus fauces de hembra de alcoba. La deseo profundamente. Su cercanía es como una premasturbación. Todo mi ser se reduce a la piel. La peau! La peau! ¡Ni qué decir de lo que daría yo por su cuerpo cuando me mira sonriente! ¡D. tan sucia y superficial. Tan adorable. Tan lejana!...” (Entrada del diario íntimo, 3 de agosto de 1955. Alejandra Pizarnik Papers, Archivo 1, carpeta 3. Biblioteca de la Universidad de Princeton.) U: “Hoy llegué a un pobre orgasmo después de imaginar mucho tiempo que los nazis me apuntaban y me entregaban a un militar tenebroso y muy temido, que me castigaba mientras fornicaba conmigo... De todos modos lo esencial es esto: me excita que me castiguen.” (Entrada del 30 de diciembre de 1959. Alejandra Pizarnik Papers, Archivo 1, carpeta 8.)

La mayoría de los especialistas que han tenido acceso al diario, depositado en Princeton, se reservan el contenido, en general porque lo usarán en futuras publicaciones. Cristina Piña asegura que no solamente se han eliminado entradas sexuales, supresión que habría sido un pedido de la familia. También quedaron afuera, inexplicablemente, referencias a escritores y varias lecturas.

Los relatos que los amigos hacen de sus últimos años son fragmentarios, están llenos de zonas oscuras y de silencios. Se habla del desenfreno sexual de Alejandra, que tenía relaciones con el florista de la cuadra, con empleados de comercios del barrio y con perfectos desconocidos. Fernando Noy cuenta que con frecuencia quería tener sexo con él, y se sentaba sobre sus rodillas. Cuando Fernando no podía aplacar su deseo más que con algunas caricias, ella se enojaba. Es posible, sólo posible, que esta hipersexualidad estuviera estimulada por el consumo de Artane, nombre comercial del trihexifenidilo, un medicamento que se usa para el Parkinson y la depresión psicótica, y que en combinación con anfetaminas –así lo usaba, mezclado con benzedrina o fenacetina– provoca alucinaciones y un efecto afrodisíaco caracterizado por la desinhibición y la euforia. Pero quizá su voracidad fuera anterior. Explorar la sexualidad de Pizarnik es casi imposible sin tener acceso a esa parte de los diarios que no ha sido publicada, y a una serie de manuscritos en prosa que continúan inéditos.

A muchos amigos, especialmente a quienes la conocían desde la adolescencia, Alejandra les negaba que tuviera relaciones con mujeres. A Olga Orozco, por ejemplo, le decía: “Olguita, ¿vos no vas a creer que soy lesbiana, no? Porque no es cierto”. A Ivonne Bordelois tampoco le hablaba de las mujeres:

–Ella me ocultaba a sus amantes, amigas y novias mujeres, tenía ese pudor. Era una pavada. Nuestro amigo en común, Enrique Pezzoni, decía que estaba enamorada de mí, pero yo jamás me di cuenta: si fue así, nunca me lo dejó saber. Había una chica, Daniela, que después nadie volvió a ver, muy misteriosa, linda y seca, muy desafiante –recuerda Edgardo Cozarinsky–. Siempre silenciosa, midiendo a la gente. Pero su pareja más constante y larga fue con Marta Moia, una fotógrafa y traductora.

Ladrones furtivos

Según se desprende de sus diarios, Alejandra no se consideraba lesbiana: no se estaba ocultando sino que, sencillamente, no creía que eso definiera su identidad: “Estoy cansada de este supuesto clima homosexual, que no es auténtico en mí. No sólo no soy lesbiana ni lo puedo ser (...) Cuando desperté imaginé mil llamadas telefónicas a M. Imaginé mil cartas, imaginé que me moría y la mandaba llamar en mi agonía. Y no comprendo por qué tiene que ser así. Pero pasa que me asusta la palabra ‘homosexual’. Prejuicios viejos en mi vida joven”. (Entradas del diario íntimo, 18 de diciembre y 25 de diciembre de 1960. Alejandra Pizarnik Papers, Archivo 1, carpeta Biblioteca de la Universidad de Princeton, citadas en El cuerpo de la letra, Patricia Venti, 2011)

En la madrugada del 25 de septiembre, Alejandra fue a buscar a Fernando Noy, pero la portera del edificio le dijo que él se había ido de vacaciones. Entonces regresó a su casa y, en algún momento, tomó cincuenta pastillas de Seconal. Por la mañana la llamaron por teléfono varias amigas –Olga Orozco, entre otras– pero, aunque no fueron atendidas, ninguna sospechó nada. Finalmente una de ellas, que tenía llaves, entró al departamento de la calle Montevideo a buscar unos libros. Hay quienes afirman que esa persona fue Anna Becciú, la futura albacea, pero otros tienen dudas. Sea como fuere, la encontró agonizando. En su pizarrón de trabajo, donde solía escribir las palabras como si fuera una tela de pintor, se leía: “No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”. Alejandra Pizarnik murió camino al hospital y su cuerpo fue velado el 26 de septiembre en la Sociedad Argentina de Escritores, recién inaugurada.

Durante los días que siguieron, sus amigas Olga Orozco, Ana Becciú y Elvira Orphée se encerraron en el departamento para preservar y ordenar sus papeles. A pesar de la fiel custodia, alguien se llevó una caja de fotos y otras personas tomaron objetos y libros. Los diarios y las obras inéditas tuvieron un recorrido accidentado: Aurora Bernárdez, la esposa de Cortázar, los tuvo durante un tiempo en París, con la excepción de un cuaderno que Marta Moia decidió conservar. Por pedido de Miryam Pizarnik, hermana de Alejandra, Ana Becciú se convirtió en la albacea literaria y los papeles y diarios se depositaron, finalmente, en Princeton.

Alejandra Pizarnik está enterrada en el cementerio judío de La Tablada, al oeste de Buenos Aires. Cada dos o tres meses su foto desaparece de la tumba y hay que reemplazarla. Alguien se la lleva, pero los guardias del cementerio, uno de los más custodiados de la Argentina, jamás han podido atrapar, o ver, a ese ladrón furtivo.

Este texto fue extraído de Los Malditos, de Ediciones Diego Portales (Chile)

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