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Viernes, 2 de noviembre de 2012
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Purpurina viril

Durante años, la película de culto Pink Narcissus no tuvo autor confeso y alentó un mito a la altura de sus imágenes. El fotógrafo James Bidgood, quien declaró su autoría recién en los años ochenta, supo hacer antes que nadie una combinación de glam, rosa chicle y homoerotismo que tuvo secuelas. Esta es una de las tantas gemas que se pueden encontrar en los tres ciclos de cine queer que arrancan esta semana.

Por Diego Trerotola
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Pocas películas como Pink Narcissus tuvieron ese halo de misterio durante tanto tiempo: años sin que se develara el nombre de su creador. Por eso, cuando Parker Tyler se aventuró a escribir en 1972, en su libro pionero sobre homosexualidad en el cine, que Pink Narcissus era una “gran película de culto” por su “genuina imaginación plástica y su espíritu verdaderamente poético”, la situación era muy diferente porque el mito todavía estaba en llamas. La película se había estrenado el año anterior y supuestamente estaba producida, escrita y dirigida por un “anónimo”, y así estuvo impreso en la secuencia de títulos de Pink Narcissus durante la siguiente década y media. Tyler hace público el rumor de que el realizador era una persona muy importante (en ese momento se pensaba en Andy Warhol) y que, frente al supuesto exhibicionismo homoporno de las imágenes, se mantenía en la sombra para no enfrentarse al puritanismo de la época. Hay que considerar que la película se estrenó un año antes del auge del porno chic, que significó un poco de respiro para cierto erotismo obsceno y excéntrico, aunque Pink Narcissus era demasiado, incluso en ese contexto distendido donde se hizo masivo ir a ver una película con sexo explícito. Y ése es el rasgo central de Pink Narcissus: ser demasiado, hacer del exceso su fuerza estética y sexual. A mediados de los ’80, el fotógrafo James Bidgood decidió poner su firma como cineasta responsable; él no había estado en el closet por una cuestión de vergüenza sino por lo contrario, por no haber podido llevar su visión lo suficientemente lejos. Bidgood era prácticamente desconocido en aquellos años, un ojo genuinamente underground escudado detrás de su cámara. Se podría decir que Tyler se había equivocado en decir que la persona que había dirigido Pink Narcissus era “importante”, pero sí había acertado en que la obra de Bidgood tendría estatuto de culto.

Músculo glam

Bidgood llegó a Nueva York en 1951 desde la rural Wisconsin, en sincronía con la primera edición de Physique Pictorial, una revista dedicada al arte de los fisicoculturistas que editaba Bob Mizer, el padre de las publicaciones “físicas”, que en aquellos años era lo más cerca de una revista porno gay. Fotógrafo amateur, Mizer se había dedicado a registrar los cuerpos esculturales de los que después serían los más famosos pin-ups de la cultura gay, como Joe Dallesandro, superstar warholiano. Bidgood era fanático de esas publicaciones, pero sostenía que podía aportar cierto encanto a las fotografías, haciendo que el clásico modelo posando para la cámara se convirtiera en algo más ligado a la fantasía onírica. Sus modelos estéticos para crear las fotos partían de los oropeles de musicales de la Metro Goldwyn Meyer, pero también de su propia experiencia como transformista, en shows en pubs donde ejecutaba rutinas musicales como female impersonator enfundado en lamé. Bidgood también diseñó vidrieras y vestuarios para cantantes y coristas de music hall. Con una visión artificiosa, glam y afeminada, Bidgood edificó escenificaciones fastuosas para chongos musculosos que dieron a sus producciones fotográficas una personalidad particular, llegando a lograr que las revistas físicas en blanco y negro dedicaran páginas en color para que todo el potencial chillón de sus diseños explotaran como desteñidas tinturas de espectro anárquico y tornasol. Así, por ejemplo, diseñó una cueva de paredes enteramente doradas, con arena purpurina y fogata de seda: ese set artificial era el refugio para sus dos modelos semidesnudos o sin ropas, que ocultaban sus genitales en poses absurdas recortados de un mar de fondo con espuma de lentejuelas. Aquella sesión de fotos se publicó en 1964 en la revista Muscleboy, y uno de los modelos adolescentes era Bobby Kendall, seudónimo con que lo bautizó el fotógrafo a partir de una de sus actrices favoritas, Kay Kendall. Y, aunque el escenario parecía digno del despliegue de un estudio de Hollywood, fue creado en el pequeño departamento de Bidgood en Nueva York, lugar donde Kendall se instaló para vivir junto al fotógrafo su aventura más ambiciosa: Pink Narcissus.

Su vida de rosa

Lo delicado del vestuario diseñado por Bidgood, asociado culturalmente en ese momento con lo femenino, se pegaba cada vez más a la piel viril de cada uno de sus modelos. En ese mestizaje de plumas, fulgor y colorinche con cuerpos fornidos, el visor del fotógrafo fue fraguando su estridente estilo personal del desborde refulgente y áspero. Los sets caseros, pero no menos fastuosos, que comenzó a filmar en 8mm en su departamento, fueron una cárcel que el cineasta construyó y deconstruyó alrededor de siete años para gestar ese reflejo encandilado titulado Pink Narcissus, película que pareciera guiarse por una estilización donde idilio primaveral y virilidad rústica se superponen, como si se tratase de una reconfiguración de algunos planteos literarios de Jean Genet. “El traje de los presidiarios es de rayas, rosa y blanco. Si, contaminado por un impulso del corazón, elegí yo el universo en que me complazco, al menos puedo descubrir en él los numerosos sentidos que deseo: existe, pues, una relación estrecha entre las flores y los presidiarios. La fragilidad, la delicadeza de aquéllas son de igual naturaleza que la brutal insensibilidad de éstos”, escribe Genet al inicio de Diario del ladrón, y bien podría aplicarse al diseño conceptual y físico de la película. Conviviendo con el cineasta durante todo el rodaje, Kendall fue para Bidgood lo que Ninetto Davoli para Pier Paolo Pasolini, algo más que un actor fetiche: la cristalización biográfica y ficcional de un deseo que se vuelve cómplice cinematográfico y guía estética vital. Con labios carnosos (que hoy estarían sospechados de portación de botox), ojos soñadores y casi rasgados (casi como si tuvieran tatuados un delineador sutil) y una morocha melena tupida a lo Elvis, el adolescente eterno Kendall era pura carnalidad tensa pero siempre con un dejo de inocencia frágil; chongo terso, marica recia. Lo abyecto y lo límpido en un pacto erotómano: la escena más sofisticada de Pink Narcissus mezcla una fantasía leather en la humedad escatológica de un baño público con el duelo de un torero enfundado en lentejuelas que enfrenta a un motociclista, situaciones en paralelo, con un montaje violento, donde el brillo y la suciedad se enchastran mutuamente casi hasta fundirse sobre los cuerpos varoniles. Hay algo de teatralidad naturalista o de realismo bucólico, como si fuese una síntesis alucinada de la biografía de Bidgood, de niño granjero a sofisticado ciudadano neoyorquino, la salvaje vida rural iluminada por neones urbanos. Durante los años que registró sus obsesiones, con fantasías exóticas y cívico costumbrismo exagerado reconstruido desde escenografías y performances que cruzan lo grotesco y lo marica, Bidgood aportó una versión de drag queen a la vidriera del imaginario cultural gay a través de esta película, antes de que Warhol volcara su pintura pop en su cine y de que el ensayo sobre lo camp de Susan Sontag se volviese cita obligada para nombrar artificios como Pink Narcissus. El estreno de la película fue aventurado e hizo que la historia no terminara del todo bien. A principio de la década del 70, en plena era post-Stonewall donde se amagó con un brote de liberación sexual diversa, una productora invirtió capitales convenciendo a Bidgood para terminar la película. Los tiempos de los nuevos productores no eran los de Bidgood y no hubo acuerdo sobre los detalles de finalización, así que el fotógrafo prefirió sacar su nombre de los títulos y que la película circulase anónima. Lo que quedó, igual, bastaba para conmover desde la más radical expresión de glam corrosivo, homoerotismo excéntrico y purpurina virilizada. Cuando en 1984 finalmente Bidgood reconoció en público la autoría de Pink Narcissus, ya la película era reivindicada como el grito primario de una sensibilidad gay de masculinidad aterciopelada.


Pink Narcissus se exhibe en la función de Audiovisual Queer, el miércoles 7, a las 20, en el Centro Cultural Rojas, Corrientes 2038.

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