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Viernes, 14 de diciembre de 2012
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Crónicas de niños solos

Con nombre en inglés (bullying) y una cobertura mediática sin precedentes, el acoso escolar, el hostigamiento de todos contra uno, muchas veces con la mirada cómplice de los adultos, impone una reflexión dentro del ámbito escolar sobre la sangre con que las normas entran. Cómo hacer para que un problema que no empieza ni termina en la escuela no se convierta en una palabra de moda, un concepto paraguas para seguir igual.

Por Alejandro Modarelli
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El término “bullying” viaja por el mundo desde fines de los noventa. A la periferia llega un poco tarde, como siempre, junto con el nuevo interés de las políticas públicas en el concepto de diversidad. El descubrimiento de lo evidente –el acoso al débil o al raro en las escuelas, de tan vieja data– se reviste, a partir de ahora, de pánico mediático. Como si se tratara de una nueva epidemia, se censa a las víctimas, se establecen protocolos: los chicos son violentos con los diversos justo cuando la palabra diversidad se ha vuelto tan valiosa. Incluso hay alarma sobre el hostigamiento escolar en países donde se sigue persiguiendo o se mata a los raros, sin que sean considerados víctimas de otra cosa que su propia rareza. O cuando no haya día en que en algún programa de la televisión argentina no se injurie a alguna mariquita, ni se comprenda el deseo de dos lesbianas sino al precio de calentar la pantalla. Parece que algunos chicos son tan ultraconservadores que no entienden que los cambios culturales, que debieran ser globales, rigen también para ellos. Seguramente todavía no se formaron los docentes que les hagan olvidar lo que escucharon la noche anterior sobre Aníbal Pachano en la tele o al padre prevenirlo de los putos en la mesa familiar.

Entre el catálogo de blancos posibles sobresale aquel al que se le quiebra la patita y se le aflauta la voz, porque esa renuncia minoritaria al deber del género es un atentado contra los esfuerzos de los otros en masculinizarse: un mal compañero. Ya Néstor Perlongher hablaba del terror a devenir mujer en Matan a una marica. Y no es que las niñas machorras no sufran el agobio de las burlas, ni qué decir si ya reconocieron hacia dónde inclinan las garritas del deseo, pero hay algo específico contra lo que deviene femenino, una obsesión por quitarlo de la escena escolar, como si su capacidad de contagio fuese ilimitada y ningún chiquillo pudiera al cabo resistirse a un par de tacos. Es cierto que a los padres de la pedagogía nacional de principios de siglo XX les preocupaba menos el contacto contra natura entre la muchachada viril (a pesar de esa clasificación que hizo Francisco de Veyga sobre reconocidos preceptores espermófagos, toda una sofisticación para identificar a los tragaleche) que los inaccesibles internados católicos de señoritas donde, según creían, esas estudiantes “adoratrices de talismanes religiosos” terminaban invariablemente en el tribadismo, como se llamaba entonces a las prácticas sexuales entre mujeres. En la vigilancia de toda homosexualidad, la de los varones y las mujeres, la verdadera inquietud de los inspiradores de una educación patriótica era ese continente extranjero que es lo femenino.

En el bullying homofóbico hay genealogías, y capas arqueológicas. Hace unos años este suplemento comentó expedientes sumariales labrados en el Colegio Militar de la Nación hacia 1880, a raíz de lo que el investigador Eduardo Saguier determinó como “sodomización compulsiva” en los baños matinales del arroyo Maldonado, por parte de los cadetes mayores sobre los más débiles. El castigo esa vez, claro, no se dirigió a los acosadores sino a los que, según ellos, pretendieron pasar por abusados, cuando en realidad regresaban de su violación fluvial “en la mejor armonía”. Como en los crímenes de odio, los “emocionalmente inestables” se lo habían buscado, y quien roba a un ladrón...

Pablo Pineau, pope en la historia de la educación en la Argentina, me contaba que cuando investigó en el Mariano Acosta archivos institucionales en los que se computaban las características individuales de los alumnos, durante la dictadura de Onganía, le llamó la atención la cantidad de veces que aparecía la voz “afeminado” añadida al nombre, en una proporción no menor a otros supuestos desvíos de la personalidad. Quizás hoy, para repartir mejor la torta de la patología, algún docente un poco más avivado en esto del bullying y la tolerancia que esa maestra tucumana filmada hace unos días en clase quejándose de que gays, lesbianas y trans pudieran hoy ser considerados en la opinión pública como normales –más normales que ella– propondría una nueva clase de alumno problemático, el “acosador de afeminados”. Con ese hallazgo semántico para una nomenclatura ecléctica, la institución escolar, modernizada a medias, conservaría intactas las tradicionales regulaciones del género, a la vez que se permitiría exhibir en la vitrina de los nuevos tiempos no ya una sola conducta anómala sino dos. Alumno: si se le va la mano con un compañerito mariposón, terminará junto con él en el gabinete psicopedagógico. No estamos en 1880, se puede ser un patético afeminado sin por eso merecer un tormento más explícito que la propia feminidad, que ya bastante tiene el tipo con eso. La seriedad del asunto merece reírse un poco.

LA MALA EDUCACION

Se acosa día tras día a la víctima en el aula, en los recreos y, lo que sí es un avance tecnológico, después de hora a través de las redes sociales. Llegar a la casa no es ya acceder al estatuto de refugiado, y abrir el mail o el Facebook es regresar sin moverse al matadero. El cyberbullying –traducido se convertiría en algo así como cybertoreo, según el comité de descolonización de la lengua de este artículo– es la concreción del laberinto definitivo: no hay por dónde escaparse del maltrato si no es al precio de convertirse en Robinson Crusoe, o a veces –veremos los casos– sin hallar otra vía que la muerte (la propia, o incluso la ajena, pensando en aquel Junior de Carmen de Patagones). No hay paz ni cuando uno se encierra en el cuarto, y los términos depresión y fobia se volverán un nuevo vocabulario para consumo doméstico aportado por la ciencia. Si no es uno el que lee el insulto o la amenaza que se expande por la web, serán tus padres, tus hermanos o tus mejores amigos quienes, al revisar preocupados tu página o verte llorar mientras tratás de borrar con el dedo el oprobio “putazo”, podrán sentir por vos la vergüenza de ser parte de los perdedores.

Las consecuencias del hostigamiento perenne suelen acreditarse con los años. Devastados en la estima propia, aterrorizados del mundo, los chicos crecen por fuera, aunque se empequeñecen ante la mirada de los otros, a veces hasta volverse también inaudibles en ese devenir liliputiense. Valeria Paván, especialista en Clínica Psicoanalista y coordinadora del Area de Salud Mental de la CHA, recuerda a un paciente que desde temprano había sufrido el acoso homofóbico y “ya después de los veinte seguía con niveles de angustia tan marcados que cuando tenía que interactuar, a veces en situaciones cotidianas menores, por ejemplo en la calle, perdía la voz. No podía responder, porque hasta un desconocido era en ese instante el representante de la terrible mirada de los otros. No podía contar con la familia para salir de ese closet absoluto en el que estaba encerrado y asustado. Aunque cumplió con las rígidas expectativas de los padres y se recibió en un terciario, uno se imagina lo que le habrá costado. Lo más brutal del acoso es la destrucción del núcleo de la estima por efecto de la mirada aniquiladora de los otros. En general es la humillación por la palabra, el desprecio, la vía regia de ese cataclismo personal, y no tanto los golpes, si es que los hay. El sentimiento de culpa inducido produce una catástrofe. El acosado termina por mirarse en el espejo que le imponen. Las víctimas comunes dentro del colectivo gltbi son, por supuesto, los que no pueden o no quieren disimular, y sobre todo las trans, que suelen abandonar los estudios porque se les hacen insoportables. Hay que trabajar con inteligencia para modificar la escena escolar. En la CHA seguimos el caso de una nenita trans que va a un jardín de infantes, ya con su nombre de adopción; nos escribimos con la directora, que es muy permeable. Al principio, los demás padres iban creando en torno de la nena y su madre una zona de exclusión geográfica, un vacío que se verificaba en el espacio. Dos mujeres apartadas, como con los apestados de la Edad Media”.

Muchas veces la víctima instruye a sus propias manos en el castigo, se daña, o ve la muerte como salida. Dentro de los corderos propiciatorios hay ya nombres que sirven de argumentación retórica a proyectos de leyes para prevenir el acoso contra niños, niñas y adolescentes lgbt, como el que presentó este año el diputado socialista Roy Cortina. Dos suicidios se ganaron un lugar en los fundamentos del proyecto. Jamie Rodemeyer, el fan de Lady Gaga que clamó auxilio en la web –el video pudo verse en YouTube– y recibió como respuesta mayores agresiones. Lady Gaga le dedicó el tema “Hair” en un concierto y no sabemos si cumplió en reunirse con Obama para motivar al poder político yanqui a corresponder los desvelos reparatorios de la Unesco, con su guía antibullying. Ya el secretario general de las Naciones Unidas, Ban-Ki-moon definió esos tormentos clandestinos como “ultraje moral, una grave violación a los derechos humanos y una crisis de salud pública”.

El otro “leading case” en el proyecto de Cortina es argentino, y tuvo su espacio en SOY el año pasado. Carlos Nicolás Agüero, del pueblo riojano de Chepes. Su hermano Franco, que se enteró después del suicidio del agobio a que era sometido Carlos, organizó una marcha de silencio “para concientizar a la sociedad contra la discriminación, fuese por el motivo que fuera, pero los que conocían a mi hermano lo tomaron a mal”. Otra que se enojó fue la directora del colegio normal con el representante del Inadi, y le inició un juicio por calumnias e injurias: decir que un alumno de Chepes es homosexual es volver anormal a toda la comunidad educativa, qué guía de la Unesco ni ley 26.150.

Para padecer el bullying homofóbico (continuando con las etimologías, el gran Monsiváis nos recordaba que el término homofobia, como el inicio de la política de derechos glbti, es simultáneo al triunfo de la palabra gay) no hay que ser ni puto ni torta. Alcanza, como dijimos, con hacer visibles algunos rasgos contrarios a los dictados de su género. Un pibe que repudia el fútbol estará tan bajo sospecha como el que escribe poesía, porque no se persiguen las prácticas, aunque sí su divulgación, y unas pajitas mutuas pueden ser impulsadas por la caridad, que para ser realmente noble debe ser secreta. Juan Otero, ex director de Psicología Comunitaria del Ministerio de Educación bonaerense, dice que “el aparato disciplinario tiene que incorporar la diferencia y regularla. Los adultos –los docentes y los padres– no pueden dejar en manos de los pibes la regulación del conflicto porque no tienen las herramientas. No están políticamente preparados para administrar las normas de prohibición. El chico se vuelve un tirano cuando la ley pública resigna su poder. El silencio otorga, autoriza por una vía subterránea (y a veces con la complicidad manifiesta del adulto) la violencia. El bullying es a menudo el resultado de la renuncia a la responsabilidad política de los mayores de educar. En esa ausencia hay sólo víctimas, y el agresor es el brazo ejecutor de aquello que le fue cedido. Es el miembro extremo que emerge de la violencia indiferenciada”.

Juan Otero prefiere no salir al cruce del término homosexualidad en la infancia porque –cree– en esto no hay clasificaciones ni figuras que no sean del barroco, y suele ser un período de experimentaciones. En la función, atendió el caso de un alumno que impugnaba las trazas exteriores de la masculinidad, se pintaba las uñas, ensayaba peinados. Era hostigado por los compañeros, que llegaron a humillarlo acudiendo a los modos más abyectos –los lápices oficiaron de armas de violación– sin que los directores encontrasen otra solución que aconsejarles a los padres cambiarlo de escuela: “El caso quedó al final en manos de la comunidad de padres, que ejercieron el control y pudieron tramitar el conflicto. El bullying homofóbico es seguramente de los más destructivos, pero me llama la atención que también llegaban numerosas situaciones de acoso contra niñas que respondían puntillosamente a los cánones de la feminidad. Quizá todo ese cuidado sobre la apariencia, ese cumplimiento de las reglas del género, empezaba a asomar como un disvalor en el aula, y me llevó a pensar si no estábamos ante un fenómeno que se me ocurre nombrar como la derrota de la Barbie”.

PARA SALIR DEL LABERINTO DE LOS 400 GOLPES

Miguel Cané debería hoy reescribir Juvenilia y Martín Kohan inventarse un anexo para su novela Ciencias Morales. En el Nacional de Buenos Aires, en 2009, unos diez chicos gltbi se organizaban en una agrupación interna por afuera de la vigilancia institucional que llamaron, ellos mismos, “Comisión de la Diversidad”. Sabían de la importancia de salir del closet como práctica política, pero sobre todo como forma de alivio individual. “Cambiar la mente de los heterosexuales” era para ellos desenterrar un tesoro, el centro de todos sus esfuerzos, y Priscila llegó a decir que gracias a la difusión de las ideas queer y los estratégicos ciclos de cine con contenido acorde, su aula se había convertido en abiertamente gay-friendly. La llamaban “la División rosa”. Hoy, unos años más tarde, el ex alumno del Buenos Aires y activista del colectivo pro escuelas sin discriminación Capicúa Facundo García –el nombre del grupo, sobre el que volvemos en el recuadro de esta nota, juega con la idea de diferencia e igualdad– se reúne con ex compañeros y algunos profesores en una saga adulta de aquella “Comisión de la Diversidad” del colegio cosmopolita, que cuando los estudiantes egresaron, egresó con ellos.

Sobre el volcán se baila, si es necesario para exorcizar la mala leche. Después de haberse deshecho del closet en el cuarto de las convicciones democráticas, al maestro Diego López Curyk –sin mucha corrección política– la directora le enseñó las bondades de la renuncia. Y la sección Carta de Lectores de SOY le dio espacio a su testimonio. Hoy, estudiante de Ciencias de la Educación en la UBA y la especialización en Sexualidad Integral en el Joaquín V. González, sigue convencido de que no se equivocó: “Si bien yo no tengo por qué andar aclarando al mundo, y menos en el aula, quién soy y quién no soy, sí hay que ir destrabando situaciones de invisibilización, que resultan ser un desafío para cada uno de nosotros en lo personal, y también para nosotros como colectivo”. Con más tiempo, completa por mail: “Aquellos que intentamos pensarnos como docentes públicamente homosexuales, en general somos vistos como la oveja rosa de la escuela, quienes buscamos provocar y desafiar las normas escolares. Porque es bien sabido que el maestro es a priori heterosexual, y que la maestra, si no está casada, es una señorita virgen. Creo que es hora de que comencemos a rebelarnos en mayor medida frente a estos sentidos comunes que nos invisibilizan a nosotros y a nuestros alumnos, instalando en cada una de las escuelas un verdadero debate, exigiendo a nuestros gobernantes que lleven adelante una verdadera y profunda implementación de la Ley de Educación Sexual Integral, y empecemos a reclamar ser entendidos como sujetos sexuados, llenos de deseos, de identidades flexibles, y de formas muy personales de ser aquellos que somos y queremos ser”.

Si existe en Buenos Aires el Bachillerato para personas trans Mocha Célis –la caripela del cejijunto Sarmiento con los labios pintados de rosa es todo un hallazgo icónico–, es porque entre las leyes inclusivas de este tiempo y su realización en prácticas hay un campo ancho que se mira en perspectiva. Dominio de lo utópico, la tarea del activismo es monumental. Más aún cuando uno se pone a pensar en términos de violencia comunitaria –la violencia indiferenciada que evocó Juan Otero en su testimonio– y regresa a las páginas de La violencia y lo sagrado, de ese antropólogo René Girard, que muchos leen como a un conservador, pero que sin embargo seduce y me sedujo. En la sociedad moderna –en las aulas modernas– sobrevive escondida la tribu, y cuando emerge la crisis de convivencia es el chivo expiatorio el que restituye con su sacrificio el orden cultural. Para preservar la divina comedia tribal del género inamovible, cada día, en las escuelas, se acosa a un cordero.

Lunática tucumana

“Somos nosotros quienes no tenemos que permitir que lo normal se vuelva raro. Eso atenta contra la naturaleza humana. Atenta contra la familia. Es difícil para un padre que su hijo le diga ‘te presento a mi novio’. Tenemos que luchar contra eso. Y formar a nuestros hijos con esa mirada.”

La docente que ha tenido entradas record en YouTube con estas palabras instruía a sus alumnos de su materia Formación Moral.

La Multisectorial por la Diversidad, organización que aglutina distintos agrupamientos que defienden la libertad de género, pidió que la educadora sea inscripta en algún programa de capacitación y planificaron para una clase abierta en la plaza de La Florida llamada “Educar en la diversidad”.

Recreo

Las estadísticas operan de mesa de entrada para el escándalo, y sin estadísticas ni escándalos no hay políticas públicas. Proyectos de leyes anti-bullying como la de los diputados nacionales Roy Cortina o Mara Brawer hacen, de los números, necesidad: si el 37 por ciento de los chicos argentinos de sexto grado es hoy para las Naciones Unidas objeto de insultos, amenazas y maltrato físico, en el caso de las víctimas glbti la cifra se multiplica hasta colorear de rojo el casillero completo. En Estados Unidos, patria del término, más del 90 por ciento de esos estudiantes expresa haber sufrido situaciones de violencia homofóbica. Y casi el 50 por ciento de los docentes encuestados en Brasil no tiene idea de cómo tramitar la diversidad sexual.

La última Marcha del Orgullo porteña llevó como lema “Educación en la diversidad para crecer en la igualdad”. Conseguida la igualdad jurídica, se va por los cambios culturales, y en demasiadas escuelas apenas si se enteran de que existe la ley 26.150, de Educación Sexual Integral. El anacronismo de algunos docentes les hace creer que la comunidad gltbi es el desprendimiento de un neuropsiquiátrico ambulatorio, y las organizaciones propagandistas del pecado nefando. Creen que el aula es una logia con pactos de confidencialidad, y de pronto se los descubre como protagonistas de una cátedra de barbarie homofóbica en un video subido a YouTube, como le pasó a la maestra tucumana. El colectivo glbt argentino “Docentes por la Diversidad” está empeñado en convencer dentro de la institución escolar a los colegas y padres, después de haber convencido al sindicato Ctera, y a la larga uno cree que tendrá suerte.

La Hora de los Logros Históricos tiende a estimular la imaginación de algunas organizaciones activistas, que saben que la letra de las leyes tiene efectos libertarios sólo si se sigue en campaña permanente. El colectivo Capicúa creó una mesa de trabajo con Lohana Berkins, Diana Sacayán y Lautaro Bustos Suárez. Buscan monitorear, entre otras cosas, el cumplimiento de la ley 26.150. El sindicato docente Ademys les propuso un trabajo conjunto.

La Comunidad Homosexual Argentina –CHA– lanza en marzo de 2013 una campaña anti-bullying con producción de fotos con famosos, que desiste del patetismo. Va dirigida a jóvenes entre 12 y 19 años, a profesores, directivos, padres de familia: la sociedad en general. No habrá cuerpos dañados ni aislamientos neuropsiquiátricos, sino la propuesta de soluciones positivas devenidas en una estética para la inclusión. Las fotos se hicieron en el Colegio Nacional de Buenos Aires –una vez más a la vanguardia– en octubre de este año, y hay caras que todo el mundo reconocerá. Dolores Fonzi, Leonardo Sbaraglia, Elías Viñoles y Diego Velázquez. La fotografía es de Diego Martín Lema; la dirección de arte de Marina Ludueña y el vestuario de Paula Kipen.

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