Cuando se me ocurrió hacer mi segundo libro, me puse a recopilar cosas que fui escribiendo durante mis años mozos. Nunca antes habÃa publicado poesÃa, ni crónicas, sólo cuentos; ahora era hora de publicar todo. Después de muchas dudas y vueltas decidà hablar con una editorial independiente, Milena Caserola, y después de elegir el tÃtulo, que no fue sencillo, le pusimos Batido de trolo y empezamos a trabajar. QuerÃa ver algunas cosas que no habÃan sido publicadas antes de morirme, que quedaran en papel aunque más no sea para que se limpiara el culo algún pasivo dentro de algunos años en una tetera de Once o en la de Constitución. Para qué esperar que la vida nos arrastre con mochilas llenas de cosas pendientes y sueños sin cumplir, durmiendo para siempre en una bóveda de mármol de Carrara en el museo de la Recolecta o esparcidas mis cenizas en algún cine porno o en la disco Angels. Y entre las aventuras en las que me enredó ese colorido batido, hay una, sobre todas, que quedará en el recuerdo de mi mente hasta que deje de respirar los sucios aires de Buenos Aires.
Ante mi sorpresata, fui invitada a la ciudad de Córdoba en el marco de la Semana de la Diversidad a presentar mi libro. La pasé realmente bien. Me daban ganas de quedarme. Me trataron súper bien, conocà gente inolvidable pero habÃa que volver con la cola caliente, porque de ir de un lado al otro en recorrida literaria no habÃa tenido oportunidad de disfrutar de un revolcón cordobés caliente, asà que me dispuse a ir a la terminal con pasaje y equipaje en mano.
El bólido agarró ruta con su coche semicama y empezaron a pasar una pelÃcula que se leÃa como el culo, pero que me enganchó igual, Diario de una pasión, una de esas historias que a una nunca le van a pasar, pero que te dejan enamorada, esperanzada y caliente con cara de idiota. De repente, el colectivo se detuvo. Empezamos a bajar puteando en variada procesión de viejas, viejos, gordos, flacos, niños. Nos mirábamos sin entender qué pasaba hasta que alguien dijo que se habÃa pinchado una rueda, asà que debÃamos ir subiendo a los siguientes colectivos que iban a llegar. Llegó el primero, y no sé qué paso, vi bajar del segundo piso de uno de los buses un pendejazo rubio de unos 22 añitos con el jean caÃdo, dejando ver sensualmente su elástico de boxer blanco. Morà muerta, miré discretamente intentando no gotear demasiada baba. Me miró, lo miré, sonrió, creà mearme y me guiñó dulcemente un ojo. ¡Nooo!... me hizo señas como indicándome que subiera al colectivo de donde él habÃa salido. Esta es la ley de morfi, por fin la tostada cae del lado del dulce, me dije a migo misma.
Oh oh oh... en el fondo del pasillo de abajo habÃa un asiento de dos desocupado, ahà me senté y esperé ansiosamente la llegada de mi prÃncipe marplatense –dato que me habÃa contado además de decirme que era casado– mmm, de golpe vi bajar un jean con visible elástico de boxer blanco y la sonrisa de esos hermosos ojos claros que me miraban cómplices, imaginándose, supongo, que le iba a leer con sumo placer un capÃtulo entero, al menos, del libro gordo de Petete.
Se sentó contra la ventanilla y yo del lado del pasillo, no podÃa más, estaba nerviosa como una adolescente en el viaje de egresados, el pendejo rubio que parecÃa tener más carreras que Leguizamo, me miró, se aflojó el pantalón, se bajó el cierre y sacó con ansiedad su miembro erecto como un cañón. Si habÃa cañón, me invitaban a la guerra, y yo era mercenaria de la carne, asà que me acomodé como pude y me transformé en la flautista de Hamelin, sin antes pedirle a mi galán que por favor se fijara que no viniera nadie. El me dijo –quedate tranqui—. En eso divisé a una señora mayor entrada en carnes que venÃa por el pasillo bamboleándose de un lado al otro, rebotando entre los asientos directo a donde estábamos nosotros haciendo nuestra performance de amor. Miré al costado y me di cuenta de que al lado no habÃa otros asientos, pero estaba el dispenser, asà que la vieja como pudo llegó y se sirvió su cafecito. Casi, casi, nerviosa y con bronca, le pregunto si no le apetecÃa un cortadito.
Para disimular semejante momento le tapé con la Vogue latinoamericana el miembro a mi caliente marplatense y cuando la vieja regresó a su asiento terminé mi labor. Me miró satisfecho y dulce me sonrió, y dijo, relajado, qué lástima que no viajás hasta Mar del Plata que si no... Yo le sonreÃ, agarre mi salvadora Vogue latinoamericana y me fui al baño a retocarme el maquillaje vapuleado por amor. El bólido siguió rodando, y yo me quedé entredormida abrazada a la Vogue, pensando que era verdad que la moda no incomoda. Y aunque no pudiera comprarme más de una cosita que se veÃa en sus páginas, habÃa encontrado un regalito para empezar mi veranito, que me dio más placer que llevar colgando del bracete una refinadÃsima cartera Coco Chanel aleopardada.
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