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Viernes, 15 de febrero de 2013
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Moda, panzas y amores

Por Pablo Pérez

Mi amigo Nicolás se entristecía cada vez que pasaba al lado de Diego, el hermoso bañero que lo salvó de morir ahogado. “¡No me saluda!”, protestaba. Apenas ocurrido el salvataje, le habían pedido que fuera a la casilla a firmar y dejarlo asentado, pero en ese momento no tenían lapicera, así que le pidieron que volviera más tarde. A mí también me había salvado una chica, aunque tal vez porque no estaba tan asustado y demostré poder nadar solo, no fui incluido en el registro de los rescatados. “¡Cuando vuelvas a firmar, llevales unos muffins a los chicos! Tal vez así al menos te hacés amigo”, fue mi consejo de tía. Había otro bañero, muy lindo, pero en otro estilo, morrudito, barbudo, con un look más hippie, que reconoció a Nicolás un día que andábamos paseando por el centro de La Paloma y lo saludó y lo llamó por su nombre. A mí me gustaba, pero no a Nicolás, para quien el nombre de Diego era ya una letanía que lo hacía revivir el momento en que casi ahogado volvía a la playa a salvo, rodeado por el brazo musculoso de su salvador.

Mi preocupación era otra, mi panza, más prominente arriba que abajo y que apunta al cielo desafiando la ley de gravedad. Mucho se habló de las lipodistrofias como efecto de la medicación antirretroviral y es verdad que un ojo entrenado puede adivinar por la panza si una persona toma el cóctel de drogas o no. Hace muchos años, un amigo me contó que en Estados Unidos la llamaban “pancita crixivan”, uno de los medicamentos que la alimenta. A la panza se sumaba mi look playero. En la valija había llevado un par de speedos, que uso para nadar, que me quedan bien, pero resultan medio molestos cuando les entra arena, ajustados y rasposos. Entonces recurrí a un short de baño, más suelto, con suspensor, algo raído, pero mucho más cómodo. Casi todos los varones en esa playa usaban bermudas, digo “casi todos” porque los únicos que usábamos shorts éramos algunos viejos y yo.

Cuando caminaba por la playa y veía algún tipo con una panza tanto o más grande que la mía, me sentía aliviado. Algunas hasta me resultaban armónicas, panzas probablemente cerveceras, muy similares a la del seropositivo medicado. El alivio duró poco. Me di cuenta del efecto aterrador de la combinación shorcito-panza cuando vi las fotos que me sacaron mis amigos —claro, nunca puedo verme de espaldas si no es en foto—; ya no tengo cintura, la línea de mi espalda a mi culo baja como un tablón. “¡Por favor, borren esas fotos!”, les pedí y quedaron solamente algunas en las que me veo de frente, en las que la panza no desentona, y otras en las que, recostado en la arena, hábilmente cubro con una pierna lo que sobra. Más allá de las fotos, de algo estoy seguro: un levante en la playa, en short de baño, con mi panzota y mis piernas de tero, ya quedó fuera de cuestión. Deberé recurrir a otros encantos de mi personalidad o empezar a morfar sin medida hasta llegar a los 100 kilos: los osos, de un tiempo a esta parte, vienen teniendo mucho éxito.

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