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Viernes, 26 de abril de 2013
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Chueca clueca

Por Gustavo Pecoraro

En la década del 70, mientras se confiaba que la herida de muerte de la dictadura de Franco fuera lo más certera posible, el barrio de Chueca fue epicentro del tráfico de drogas y la prostitución. La cercanía con la Gran Vía y el Paseo de la Castellana, y sus estrechas calles, eran ámbito idóneo para el trapicheo de cuerpos, agujas, papelinas y bolsitas, bajo la mirada asustada de las doñas franquistas. La escasa rentabilidad de los locales comerciales y las viviendas hizo que Chueca fuera para lxs olvidadxs, lxs que no esperan nada de nadie. Esas mismas doñas barrían las veredas donde todas las mañanas se encontraban cuerpos sin más futuro que llegar al otro día.Y a veces ni eso.

Con la muerte del dictador y la llegada de las elecciones, un grupo de visionarixs decidió abrir sus ventanas de par en par a los aires de libertad e inauguraron, en algunas de esas calles olvidadas, los primeros bares para homosexuales, que serían el principio del resurgimiento de un barrio donde lxs otrxs olvidadxs, lxs otrxs que no esperaban nada de nadie, comenzaron a crear su propio Edén. El Dumbarton, el Griffins, el Black and White o el Café Figueroa se pierden ya en la memoria con tanta agua bajo el puente. Nada menos que la reconstrucción por parte de un colectivo de un lugar propio, justo allí donde reinaban la soledad y la marginación.

Desde la primera Marcha del Orgullo en Madrid en 1978 (que describió Empar Pineda como “un chute de gasolina en vena”), año tras año, al acabar el recorrido en la Puerta del Sol, los manifestantes subían hacia la Gran Vía, enfilaban por la calle Hortaleza y se colaban en “su barrio” a tomar una cervezas o comer algo alrededor de la Plaza de Chueca, donde además estaba la boca de subte bien cerquita, por si el levante había dado resultado y la compañía ofrecía irse rápido a casa.

Los primeros locales para lesbianas de la Plaza de Chueca se llenan desde hace más de veinte años de mujeres, lesbianas y bisexuales. Algunas de ellas con las que pude entrevistarme reivindican estos sitios como uno de los pocos lugares de ocio propio que tienen. Gran diferencia con los homosexuales y sus múltiples tipos de comercio, algunos –incluso– con acceso exclusivo a varones. Ni qué hablar de los casi inexistentes bares para personas transexuales e intersexuales. Al calor de la visibilidad cada vez mayor de la comunidad lgbtiq en la sociedad española, a principio de la década del 90 Chueca explota en su transformación comercial llenándose de restaurantes, sex shops, saunas, cafés, bares, pubs, tiendas de ropa, agencias de viajes, asesorías, clínicas, librerías, peluquerías y lo que puedan imaginar.

Pero ese tsunami comercial hace que el barrio se vuelva menos solidario como todo lo que el dinero toca, y lo que en un principio fue territorio de nadies –de excluidos– se fue transformando en un “reino” donde los departamentos eran 30 o 40 por ciento más caros que en el resto de Madrid, lleno de negocios “exclusivos” y bares donde las puertas se abrían a veces. Donde el Dress Code imperaba, y la noche se hacía cada vez más noche si había un cajero de banco cerca, o un dealer a mano. Un reino de excluidos que creaba sus propios excluidos, la mayoría de las veces personas transexuales e intersexuales; en otros casos, inmigrantes. Los altos precios hicieron lo suyo.

La Cámara de Empresarios de Chueca, que organizó varias de las macrofiestas de las manifestaciones del Orgullo (donde se hacían su “agosto” –como bien dicen por allí–), aportaba parte de lo mismo.

Las empresas vieron con ojo certero el sector y no dudaron en esponsorear todo lo que pudieran, sabiendo que durante la Semana del Orgullo más de dos millones de personas “invadirían” Chueca, pasando –primero– por caja.

El Europride llegó infaltable, y también Zapatero, Zerolo, y el matrimonio para gays y lesbianas. Potencia financiera, libertad, comercio, oportunismo, desgaste, solidaridad, vaciamiento de contenido, alegría, fiesta y bastante melancolía por el tiempo pasado, que aunque no fuera mejor, al menos parecía más honrado. Todo a la vez, y al mismo tiempo. Como las cosas que ocurren de repente, y nos dejan extasiados en medio de tanto resplandor. Por eso mejor cerrar un poco los ojos y repensar la idea.

Pero a toda Chueca le llega su crisis, y al calor de los recortes económicos y con el desgaste de los sectores cada vez más grande de la comunidad lgbtiq en los espacios comerciales, nuevos barrios comienzan a emerger como lugar de morada para la comunidad lgbtiq. El barrio de Lavapiés, más al sur de la Puerta del Sol, y el barrio de Malasaña, más al norte de Chueca, son los preferidos por gays, lesbianas y personas trans e intersexuales para vivir.

Barrios donde los departamentos no tienen sobreprecios, donde hay poca “exclusividad”, y donde algunas puertas se cierran, pero por seguridad. Así Malasaña y Lavapiés empiezan a repoblarse a partir de mitad de la década del 90, y los gays, las lesbianas y las personas trans e intersexuales dejan de peregrinar a Chueca, su antiguo edén, y comienzan a llenar sus nuevos barrios.

Como lo hacen en Chueca, también salen de la mano o se besan en estas nuevas calles. Toman café en el mismo bar que la inmigrante subsahariana, o el dueño del supermercado chino. Llevan la ropa al mismo lavadero que la familia colombiana que trabaja en la taberna de La Latina. Compran en el mismo mercado que la señora que vive allí toda la vida. Comen en el bar paquistaní que abrieron hace poco.

Sobretodo en Lavapiés, se crea un espacio de convivencia, donde nuevamente lxs “excluidos” se juntan.

Así, gay, lesbianas, personas trans e intersexuales conviven entre idiomas lejanos, donde reinan los “vale” con la multiplicidad de miles de acentos, y donde poco a poco los que nadie quiere ver se miran entre ellxs, se reconocen y pasean unxs juntos a otrxs, distintxs e iguales. En Lavapiés las cosas son menos “glamorosas” que en Chueca, las televisiones que se escuchan por las ventanas repiten programas en cientos de lenguas, las miradas son multiculturales. Proliferan centros culturales de distintos países junto a las librerías-café, o las nuevas tabernas cada vez más ingeniosas en precios y sabores.

Malasaña se llena de tiendas de arte y ropa, donde lxs jóvenes diseñadores pueden ofrecer sus productos, algunos en cooperativas de creadores, u otros en minúsculos locales comerciales que –al menos– pueden pagar el alquiler y ofrecer cosas novedosas en tres metros cuadrados.

Este barrio tiene un poco de restos de Chueca, pero la deconstrucción de ciertas “normas o costumbres” del colectivo le confieren un carácter menos “for export” y mucho más auténtico, popular si se quiere.

Uno de los dueños de bares leather más tradicionales de Chueca me contaba hace poco que “tuvo” que adaptarse a los nuevos tiempos.

Las puertas que antes de cerraban ahora permanecen abiertas de par en par esperando que aparezcan los clientes. Sabe que la competencia es muy dura, que la crisis ha golpeado a miles de personas y que ya no son tiempos para los NO. La crisis ha convertido el Dress Code en “pase Ud. y coja”. La oferta del 2x1 se instala cada noche, cada vez con menos margen de ganancia, pero al menos asegura público. Caminar por Chueca es caminar por el borde de la crisis económica europea, ese borde maloliente y doliente, al que los gobiernos han empujado a millones de españoles y españolas.

Internet es el sitio más económico para muchas y muchos de ellxs. Pero si hay que tomarse unas cervezas, Chueca sigue siendo una buena opción. Claro que ya no la única, ni mucho menos la más divertida.

Tiene sí, el valor –y el recuerdo– del lugar de la resistencia que durante muchos años la comunidad lgtbiq hizo propio.

Siempre pienso que que exista un barrio como Chueca en una ciudad ultracatólica y gobernada por la derecha como Madrid es ya de por sí algo bueno. Pero no vamos a rendirle tributo simplemente por eso. Tendrá que remangarse e ingeniárselas como lo hacen millones para salir del barro donde Merkel, Rajoy y compañía los están llevando.

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