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Viernes, 5 de julio de 2013
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Volveré y seré camp

En los años sesenta, Susan Sontag le daba categoría académica a un gusto dudoso, raro y muy reñido con la línea gruesa heterosexual: el camp. Pasaron 40 años, y lo que era furor de unas pocas locas se hizo pasión de multitudes. ¿Acaso es camp todo actor hétero que se atreve a hacerse el gay? ¿Qué decíamos cuando decíamos camp y qué cuando lo dicen todos ahora? En un artículo reciente, el cineasta Bruce LaBruce se ocupa de resignificar el término en tiempo de realities y de redes sociales.

Por Diego Trerotola
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Elva Miller, conocida como Mrs Miller, se hizo popular en la década del sesenta por sus reversiones de temas como “Moon river” y “Monday, monday”.

Hace casi medio siglo, Mrs. Miller estaba en la cresta de una ola extraña: pasaba del gospel y de financiar sus propios discos para ser distribuidos en orfanatos a comenzar a grabar sus canciones pop que tendrían un moderado pero insólito éxito radial que la llevaría incluso a participar del popularísimo programa de tv de Ed Sullivan. Para quienes no conocen a Elva Miller, fue una cantante que, como bien viraliza wikipedia, tenía una voz que sonaba como “cucarachas corriendo sobre la tapa de un tacho de basura”. A mediados de los ’60, Estados Unidos y el mundo ya no eran tan inocentes, aunque ya no prodremos saber si realmente el ensayo de Susan Sontag sobre la sensibilidad camp ayudó a que Miller llegara a ser una cantante popular para 1966. Lo que sí sabemos es que, como consigna Paul Roen en el prólogo de su libro High Camp, alguien entrevistó a Miller y le preguntó si sabía lo que significaba la palabra “camp”, a lo que ella respondió: “¡No permitiré que digan guarangadas en mi casa!”. Sí, aunque era el secreto peor guardado de la comunidad gay gracias a las revelaciones de Sontag, todavía la palabra “camp” era considerada un insulto porque aludía a un mal gusto al que poca gente quería estar asociado. Una sensibilidad que había sido maquillada en la clandestinidad, en la oscuridad de antros de reviente gay, ya comenzaba a brillar en la luz de las marquesinas y encandilaba multitudes. Miller era un buen ejemplo. Aquello que se definió como un gusto por lo no natural, el artificio, la teatralidad, la ironía, desencadena la androginia desconcertante y el fracaso de la seriedad ahora era asimilado por la cultura de masas, cuando antes sólo pertenecía mayoritariamente a una subcultura de la complicidad entre gays marginales, clave de acceso a un mundo de sensaciones inversas.

¿Que en camp descanse?

¿El proceso de asimilación que se inició post-Stonewall anuló lo camp? ¿Qué es el camp hoy? Félix Rodríguez, en su Diccionario gaylésbico de 2008, describe al camp como “referido a lo amanerado, afectado, de mal gusto; antiguo, demodé. La palabra ha tenido una referencia a los homosexuales que hoy se ha perdido”. ¿Realmente se perdió por completo? En un artículo reciente, el cineasta queercore Bruce LaBruce expuso su controvertida visión del camp a través de la historia, para plantear una vuelta de tuerca del sentido político de esta sensibilidad.

En 1996, a treinta años de la publicación del libro que contenía su texto sobre lo camp, Sontag escribía en el prólogo la necrológica de los ’60: “El mundo en el que escribí estos ensayos ya no existe”. El camp estaba de luto también porque en ese mismo año moría Miller, o tal vez se convertía en cucaracha y seguía cantando en los tachos de basura su camp monstruoso. La metamorfosis de esa década también hizo que, en el mismísimo 1996, se estrenara la película con Madonna en el papel de la Evita del musical de Broadway, cuestión que desató cierto malestar por la elección de la diva pop lasciva, por lo que algún periodista viajado tuvo que explicar que los libros de la líder de los descamisados se ubicaban en el estante de literatura gay en EE.UU. ¿Hoy ya se sabe que Evita, como Madonna, son iconos camp? ¿O todavía hay que explicar? ¿Basta con ir a leer los subrayados del artículo seminal de Susan Sontag? “El gusto camp se apoya en un principio del gusto rara vez reconocido: la forma más refinada del atractivo sexual (así como la forma más refinada del placer sexual) consiste en ir contra el propio sexo. Lo más hermoso en los hombres viriles es algo femenino; lo más hermoso en las mujeres femeninas es algo masculino...” O tal vez siga siendo “rara vez reconocido” eso de que en épocas donde el ámbito político era hegemónicamente masculino, el estilo y la potencia de Evita como irrupción la convirtieron en un brillo que se dibujaba (¿se dibuja?) en los ojos de homosexuales como fascinación mimética, como molde de una sensibilidad que le permita superar lo que tenía de correctivo y disciplinario la separación de los géneros. El mismo año en que Madonna hace de Evita, Esther Goris hace lo propio en otra película, donde junto a su modista, Paco Jamandreu, expone su homofilia, dejando explicado, para quien quiera oír, que volverá y será millones de maricas. Bruce LaBruce denuncia que los ’90 deshicieron el camp y su ironía secreta y maliciosa: esa década infame transformó en cool la ironía camp y, por lo tanto, la desactivó, dejó de ser un artefacto político contra el buen gusto como ideología clasista, sexista, reaccionaria. Hay, sin embargo, una posibilidad de ver la contracara de este proceso y hablar de una democratización del camp, ya no un sentido de pertenencia a un grupo o élite, sino una circulación más extendida, horizontal, sin perder el potencial de celebración de lo que no está marcado por el conservadurismo del funcionalismo social y las buenas costumbres.

La amenaza de frivolidad es una sombra que siempre se proyectó sobre lo camp. El equívoco que más inquieta a los que releen la visión de Sontag es aquello de que lo camp es despolitizado y apolítico. Carlos Monsiváis en sus “Notas del Camp en México”, con ánimo poscolonial para pensar esa sensibilidad, propone que la “perspectiva Camp, al acercarnos a la realidad en términos de estilo, puede, contrario sensu, esclarecer las fallas o las imperfecciones de estilo de esa realidad, con la consiguiente derivación política. “El Camp en mayúscula, como lo escribe Monsiváis, es una resistencia a la naturalización y la hegemonía de la cultura y la belleza, es la imposición del estilo artificioso contra la petrificación de un modelo de comportamiento cultural. Los sueños de lo camp producen monstruos que combaten los preceptos que se esgrimen a favor de una naturaleza monolítica y estancada. Es probable que esa expansión social que tiene lo camp actualmente sea responsable de haber desmontado la idea reaccionaria de lo natural que usa la derecha homófoba cuando habla de diversidad sexual para lograr cambios sociales que el mundo experimenta en la actualidad. El placer camp por lo artificioso lleva directo a la comprensión del género como constructo y por eso cualquiera de sus efectos es político.

Es importante entender que lo camp en los ’90, a diferencia de lo que propone LaBruce, fue mutando hasta convertirse en parte –tal vez incluso en la misma base– de la cultura queer, que lo utilizó no para escudarse en la nostalgia sino como lanza hacia el futuro. Puig, el primer novelista camp de Latinoamérica, cuando editó La traición de Rita Hayworth (1968), tuvo que explicar que el camp usa la caricatura no para satirizar sino para agrandar los rasgos, exagerar el estilo, para volver totémico, indestructible su objeto. La cultura queer llevó al camp hacia esa misma caricatura bestial, lo amplificó como forma de desobediencia civil y estético. No hace falta ir a los exponentes más radicales de la cultura queer, basta con ver la carrera de Pedro Almodóvar para tener los mejores ejemplos de esta revolución donde lo camp se funde en lo queer y al mismo tiempo se extiende como sensibilidad masiva, sin perder su potencial político, en el mejor de los casos. El melodrama almodovariano, su juego de las lágrimas un poco degenerado, es llanto camp de ojos queer, es free pass al pastiche donde Anna Magnani toma drogas de diseño y baila toda la noche un bolero-zombie de Chavela Vargas. Susan Sontag decía en aquel ensayo germinal que el gusto no tiene sistema, por eso no sabemos en qué nos estamos convirtiendo, podemos tantear el territorio pero siempre hay que seguir por el camino Frankenstein o Cyborg, franqueando las barreras para convertirnos en un corpus informe, ser o llevar una obra de arte (Wilde dixit), que nos haga llorar de risa por defecto.

Cuando LaBruce habla de “camp heterosexual” lo hace con suma ironía, no se trata de categorías serias, porque tampoco se puede hablar de camp gay, porque, como lo queer, lo camp es andrógino, de sexo indefinido, no reconoce una estabilidad en su deseo. Y como también señala LaBruce, hoy el reality show es caldo de cultivo para lo camp, del bueno y del malo. Pero, sobre todo, hay que considerar que el camp, gracias a Internet, es viral. Por eso habría que considerar más como un vórtice espectacular para el exhibicionismo camp todo el fenómeno de blogs y redes sociales, donde las identidades se segmentan y deforman de formas impensables, sin censura, con los manierismos desatados para hacer fracasar cualquier tipo de seriedad con humor corrosivo y sin ningún tipo de censura institucional. El camp es lengua suelta, bífida, epicena, animal; es los pensamientos afilados de Oscar Wilde cortados por los onliners que hicieron célebre a Mae West, la indiscutible Reina Camp. El Facebook o el Twitter, hoy, son plataformas que escupen esas frases todo el tiempo, alter egos camp que desdibujan todo para largarse frente a ese mal gusto: “Estás contento de twittearme o tenés a Susan Sontag en el bolsillo”.

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