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Viernes, 4 de octubre de 2013
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mi mundo

Garganta profunda

Luce la voz ronca, desfila cáncer de laringe, lee lo ya leído y proyecta lo ya proyectado, mientras una multitud heterogénea y paqueta se desespera para no quedar afuera, en el Malba. Crónica del fenómeno Lemebel.

Por Matías Máximo
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Lemebel da la noticia desde el escenario: “Este es el primer chow después de mi operación de sexo, pero como notarán en la voz, los médicos se equivocaron y cortaron otra cosa”.

La fila para ver la performance en el Malba es larga y no todos podrán entrar. Hay colores, como la obra de pajitas de plástico que está bajo las escaleras: cuatro jóvenes chilenos hablan del CBC, “la más complicada es Sociedad y Estado”; pelos rosas, azules y mechones verdes; calzas con plataformas y uno que se anima a la pollera con tablas cuadrillé. También mayores de cincuenta desbordadas, teteronas de la Petra.

La Pedro Lemebel que aulló como Allen Ginsberg su “Manifiesto” a los grupos de izquierda en Santiago (“Yo no pongo la otra mejilla, pongo el culo, compañero”), la Petra chillona de los berrinches y los “Besos brujos”, está ronca. Y pide comprensión al comienzo, con su ronca risa loca en off: “Mi voz está alterada por una operación de laringectomía”.

A la derecha del escenario hay una silla alta y una mesa. Chalina estampada en violeta, entra, se sienta y lee algunas de sus crónicas ya publicadas; mientras, de fondo, proyectan un collage de imágenes. Un señor se para, le grita “Reina” y todos aplauden. Después el silencio se parece a los ritos ancestrales, a la meditación.

“Carta de amor para Liz Taylor, o esmeraldas egipcias para AZT”, es la declaración de un putete que le retruca a la diva su lucha contra el sida –que no le cree, o le cree muy poco– y pelea la moda de usar algún gay como mini Shorkshire pour la gallerie. No le cree, pero igual la ama y le escribe, y no le basta que le respondan con un autógrafo, “nada de eso, solamente una esmeralda de tu corona de Cleopatra, que usaste en el film, que según supe eran verdaderas. Tan auténticas que una sola podría alargarme la vida por unos años más, a puro AZT”.

Hay una persuasión rabiosa en la carta a Liz. Por un lado la funde al grupo de las divas que usan maricas como adornos coquetos, aunque al rato se acuerda de la esmeralda y baja el tono: “Yo creo, Liz, que es pura pica, nada más que envidia. Además, los colas tenemos corazón de estrella y alma de platino, por eso la cercanía. Por eso la confianza que tengo contigo para pedirte este favor”.

El nuevo objeto fálico en la vida de Lemebel es un tarrito metalizado con forma de vaso, que apenas se acerca a la boca, como beso de pájara, le espabila las cuerdas. A cada rato lo arrima una fracción de segundo y sigue.

“Sólo un momento la homosexualidad lo tocó con la sed carmesí de una boca chupona.” Cuando narra “El beso a Joan Manuel”, Petra relata el día que se cruzó a Serrat en una reunión de estudiantes universitarios y le estampó un beso. Pero también le reclama al catalán que “nunca nos dedicó una estrofa, ningún estribillo, como si los maricones no existiéramos, nos exilió del universo poético de su canto”.

Quizá no consiguió el beso de adolescentes (cuando la vida se lo trajo de vuelta, “más viejo, con algunos kilos de más, casi un caballero nervioso respondiendo las preguntas”, no era el mismo joven mediterráneo), pero fue lo suficiente para una transportación: “Yo era su Lucía de terciopelo negro, yo era ‘lo más bello que él nunca ha tenido’”.

Lemebel narra lo que tiene y lo que no también. “Yo no iba a tener sida, ¡qué ordinario! Un cáncer de laringe me queda bonito, como una diva, como la Callas.”

Pañuelo negro atado a la cabeza, ahora narra la historia de una mujer violada en una noche sin luna, mientras suena “Linda muchachita” de Connie Francis. Un contrapunto, como las luces y la velocidad atravesadas por la penetración violenta de Irreversible, el film de Noé. Si por un momento alguien cierra los ojos y piensa que acá no hubo operación, que el tono cyborg es de un trasnochado de cigarros y whisky, puede ser.

–Anoche estaba viendo televisión en un hotel de la calle Bolívar y vi la noticia de una toma estudiantil al lado, y dije “bueno, les voy a hacer compañía a los chicos”. Me encantan los chicos (el tono dice algo más). El periodista era un perro que desafiaba al estudiante a delatar quién había meado la iglesia. Todos deberíamos mear una iglesia alguna vez.

Suena “Que vivan los estudiantes” de Violeta Parra y Petra lee la noche que pasó con los jóvenes en una toma de Chile para reclamar educación pública, pintando carteles, leyendo poesías y fumando algo. Antes reflexiona que en el caso argentino, “aunque la educación sea gratis, hay otra urgencia que manifiestan (los alumnos) de esa forma”.

En la lectura aparecen los versos: “Educación para las putas / educación para los hijos de los obreros / educación para los obreros / educación para los wachiturros / educación para las putas...”.

La última crónica de la noche es Claudia Victoria, donde la madre de un desaparecido chileno se une en su búsqueda a las Madres de Plaza de Mayo, aunque la desesperación del no saber se vuelve fatal. Con este relato, el clima termina de pasar de la colibrí socarrona del comienzo a esa lanza que es la memoria. Pero como en las costas, los climas cambian y se mezclan.

–Ahora la ciudad es mi enemiga, no puedo hablar con la misma soltura: no puedo gritar. El otro día iba con una loca amiga y nos asaltan, y yo, ahhhh, no pude ni gritar auxilio y los ladrones se rieron en mi cara.

Botas caña alta hasta la rodilla, hace cinco años se despedía del Filba con la misma proyección: caminando en una playa y haciendo de sus huellas una escultura. De a poco se escuchan algunos “Ay”, de los que Lemebel ya conoce (“Si no fuera por el ‘Ay’ que encabeza y decapita cada frase, podrían verse sumados a la masa social de cualquier discothèque”). La Noy no está en la primera fila porque despide su obra homenaje a la Parra en el microcentro, pero seguro que después algo hacen. Pasó más de una hora, son las once de la noche. Petra junta las manos, palomea un saludo a su público y, en el cenit, abre los brazos y hace una reverencia.

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