Encontrarlo en el sótano del Parakultural, enfrentarse al poder eléctrico de su arte era una experiencia que desarmaba cualquier idea de la actuación para nacer nuevos, como espectadores de una forma que hacÃa de la ironÃa un resorte punzante y obligaba a estar siempre alertas. Durante los años ’80, el gesto, la mueca que hacÃa de Alejandro Urdapilleta un actor avasallante, habrá sido el modo de incendiar la diatriba en la primavera alfonsinista. Allà no habÃa calor, ni esperanzas liberadoras, sino un nervio convertido en palabra y acto. Porque Urdapilleta no era sólo un histrión dotado, un actor capaz de envolver e inquietar: era alguien que hacÃa de la actuación una herramienta de la crÃtica, que intervenÃa la escena con personajes que siempre estaban diciendo algo más. No le resultaba suficiente demostrar que podÃa impregnarse del realismo televisivo, como lo hizo en Tumberos, o componer un Polonio a comienzos de los años ’90 con una comicidad siempre disruptiva: él dibujaba tajos en el aire, era un espadachÃn que buscaba romper el traje de las apariencias.
Mostraba la máscara, era Hitler en Mein Kampf, una farsa de George Tabori, como quien abre las tripas de la actuación y le da a esa contorsión un carácter polÃtico.
Fue Rey Lear de Shakespeare, atravesó los clásicos, el escenario del Teatro San MartÃn para provocar tropismos. Recuperó una forma de actuar y de escribir (porque era un dramaturgo todo el tiempo, creaba escenas y poemas, se enamoraba y embebÃa de las palabras de Alejandra Pizarnik) muy propia del teatro rioplatense, donde el cuerpo, su potencia, su voz, sus pasiones exaltadas están allÃ, ofrecidas como una materia pensante, como una intervención que busca siempre la mirada azorada y despierta de un espectador, objeto de su filosa risa, de ese sarcasmo que presagia la tragedia.
Era el hombre que volvÃa a su casa en tren en pleno éxito de Mein Kampf (una farsa), plegado a los otros, mirando la escena de lo real.
PodÃa trabajar desde la identificación, como lo hizo en La niña santa de Lucrecia Martel, o ser ese comediante ácido de La moribunda; pero armar un personaje era para él una tarea desajustada, porque el teatro nunca era un espacio de adormecida mansedumbre si Urdapilleta pisaba la escena. El espectador se entregaba a la ceremonia de lo inesperado, a una acción transformadora que venÃa a derrumbar supuestos.
Hizo de la sexualidad una performance en los tempranos ’80. Ellos, Batato Barea y Humberto Tortonese, hicieron del travestismo una forma teatral en cualquier lugar, mientras buscaban no tomarse en serio, mientras se reÃan de todos esos deseos hecho carne. En Urdapilleta no se trató nunca de la mera irreverencia: habÃa en él polÃtica entendida como fiesta, explosión intensa de los cuerpos que deben iluminar el simulacro del teatro para mostrar la verdad. Urdapilleta actuaba como quien raspa la última cáscara, como quien no teme enfrentarse a la última capa de realidad y acercarse demasiado al sol.
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