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Viernes, 19 de septiembre de 2008
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El viejo marinerito

Gore Vidal
Navegación a la vista

Editorial Mondadori

Cuando alguien se expone a escribir sus memorias, hay dos destinos. O recordar lo que ha sido o recordar cómo fueron los otros. “Nunca fui objeto de mí mismo”, dice y miente como sólo Gore Vidal se anima a mentir por escrito. El rey de la ironía y príncipe del chisme americano, este actor, guionista, escritor, showman mediático y animal político (tan exitoso como frustrado en todo donde no se lo catapultó a un primer puesto), opta por hablar de los demás. Y los demás es el siglo el XX. La reina Margarita, Susan Sontag, Tennessee Williams, Truman Capote, el papa Wojtyla, sometidos al jucio del único sobreviviente: nació en 1925 y cumplió 80 mientras redactaba este “modo elegante de dirigirse a la Salida”. Longevidad y lucidez son dos agregados a su capital verborrágico. Pero aun así, quien ha reído toda su vida, no parece disfrutar con reír último. Mucho más benévolo que en Palimpsesto (la primera parte de su autobiografía), se dedica ahora a levantar un bello obituario para un siglo que no vuelve. Las memorias de este viejo pillo ya no destilan veneno sino nostalgia, están signadas por las de Montaigne que lo vigilan desde el escritorio, y sobre todo por la ausencia de Howard Austen, el hombre que conoció en un sauna hace más de 50 años y que ahora se le aparece en todas partes. Su compañero (eufemismo políticamente correcto, admite el mismo Vidal) se enferma, recae, se recupera y muere en casi todos los capítulos. El editor le pide más data sobre esa relación, pero Vidal insiste en que nombrar con naturalidad, sin afectación militante, es la mejor manera de hablar del asunto. Sigue siendo el mismo que aquel que, cuando le preguntaron si su primera relación sexual había sido homo o hétero, respondió: “¿Cómo iba a saberlo? Siempre fui muy discreto, no le pregunté”. A las críticas sobre su parquedad en el tema del sida, provoca: “No soy virólogo”. Mientras, dedica un capítulo a la última visita de Nureyev enfermo a su famosa mansión en Ravello, donde consigna que el bailarín no hacía pública su enfermedad porque Estados Unidos entonces prohibía la entrada a los enfermos. La guerra inútil sigue siendo preocupación más desesperada. Sobre sexo y homosexualidad no se extiende y, en todo caso, se remite a la máxima que acuñó hace años: “Estoy a favor de todo tipo de relación sexual que dé placer a quienes participan en ella. Y hasta hoy no he encontrado una argumentación que me pueda contradecir”.

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