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Viernes, 3 de octubre de 2008
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A los cuatro vientos

¿Cuándo fue la primera vez que te sentiste atraída por una mujer?

—En el ’85, en Brasil, me enamoré de una militante española. Fue fuertísimo. Estuve casada 30 años, tengo 3 hijos, pero esa atracción no la había imaginado nunca. Yo tenía 56. Jamás me volví a enamorar de un varón. Durante aquel maravilloso encuentro de mujeres en Bertioga, no sólo yo sino muchas mujeres argentinas se descubrieron lesbianas o bisexuales. Eramos dichosas en ese clima exuberante, bailábamos a la noche en la playa y tomábamos caipirinha. Todo eso influyó.

¿Qué te impulsó a convertirte en una lesbiana pública?

—Fueron caminos que se me dieron y que no busqué. Después de Bertioga, viajé a Berlín a ver mi hijo, y al año siguiente a San Francisco. En ambos lugares vi esa realidad de las lesbianas. Estaban orgullosas. No disimulaban para nada: al contrario. Y a mi regreso, ya separada e independiente económicamente, no sentía ningún temor. Así que cuando me llamaron para participar de un programa televisivo no lo dudé. Traía conmigo la imagen positiva de EE.UU. y Alemania, y el bagaje teórico, porque yo leía muchísimo. Me dije: ésta es una opción para todas las mujeres, no sólo para mí.

¿Qué opción, la de hacerse visible?

—La de compartir sentimientos profundos con otra mujer. Me sentí liberada. Era como abrir la puerta de una prisión donde sólo la heterosexualidad era opcional, y en la que si había una relación lésbica tenía que ser en absoluto secreto. Yo sentí que de golpe tenía libertad, información y un gran deseo de gritarlo a los cuatro vientos. Esto fue lo que me dio fuerzas para convertirme en una lesbiana pública. Esto, y un grupo de estudio donde leíamos a Adrienne Rich, su texto Lesbianismo y heterosexualidad obligatoria.

¿Conociste a Rich?

—Sí, en una reunión política en Estados Unidos. Entró al salón sosteniéndose en dos bastones —tiene problemas de artritis— y cuando me dijeron que era ella, me acerqué y la abracé. Se quedó cómo preguntándose qué personaje enloquecido sería yo —porque las norteamericanas no son tan efusivas— y entonces le conté que su texto era como una biblia para nosotras, las argentinas.

Rich también estuvo casada, se separó y se enamoró de otra mujer, y a partir de un momento fue atravesada por una conciencia que modificó para siempre su vida íntima y su vida pública, ¿te sentías identificada con ella?

—Sí, pienso que sí. Creo que cada tanto en las sociedades hay como un espíritu revolucionario que amplía las mentes y empuja a abrir el espacio social. Y a nosotras nos agarró esa ola. Seguro que ella no podrá explicar exactamente. Es sentir que de repente algo te lleva en una dirección. En todo momento revolucionario aparecen ciertas vidas que hacen más visible ese atreverse al cambio. Yo creo que esto está más allá de la decisión propia. Y no es sólo una tarea personal. No se pueden dar clases para hacer ese camino. Es algo sutil, funciona a nivel de la intuición.

Los debates que se armaban en la televisión en los ’90 cuando vos aparecías, mirados desde el 2008, se ven toscos y conservadores tanto de parte de la audiencia como de los conductores. ¿Cómo hacías para responder tan tranquila?

—Me sentía muy segura, no tenía dudas de que eso debía ser dicho y que yo estaba en una situación de libertad. Ni siquiera consulté a mis hijos si ir o no ir a la tele. Eso estaba más allá. Yo lo sentí como una apertura de conciencia social y no podía no hacerlo. Cuando fui al programa de Mirtha Legrand en el ’91, mis propias compañeras feministas me decían: no vayas, te van a querer humillar. No las escuché, asistí a pesar de todo, y fue buenísimo. Terminó el almuerzo con 36 puntos de rating. ¡Con qué seguridad hablé! De alguna manera, yo desarmaba los argumentos de Mirtha. Agradezco haber podido hacer ese camino.

Además aquello te encontró con Claudina...

—Exacto. Porque Mirtha me preguntó de qué origen era mi apellido y le contesté que uso el de mi madre, Fuskova, porque mi familia paterna no quería que usara el de mi padre. Claudina, que también es de origen checo, empezó a escribirme, y yo, que no contestaba la mayoría de las cartas, a ella sí le respondí. Y mirá si no estarían las cosas ya planeadas —por llamarlas de alguna manera— que ella, que en ese momento estaba con mucho trabajo, aquel día se había enfermado y pudo ver el programa. Hay casualidades que no lo son tanto. Si Claudina no se hubiera enfermado no lo hubiera visto. A los seis meses de eso empezamos a convivir y hace 16 años que estamos juntas.

¿Cómo se concretó la publicación de Amor de mujeres?

—También: pura casualidad. Claudina y yo nos decíamos: necesitamos escribir nuestras historias. Yo venía del entorno cultural porteño, donde se suponía que circulaban ideas nuevas, y sin embargo no me descubrí lesbiana hasta los 56 años. En cambio ella, que venía de una pequeña ciudad de Entre Ríos, lo sabía desde los 5. Entonces, pensamos, podía ser muy interesante ver cómo se entrelazaban estas dos vidas. Primero escribimos para fotocopiar y repartir, y después nos pareció que estaba tan lindo que fuimos a tres editoriales con el texto. A los 15 días nos llamó Planeta y firmamos contrato.

¿Cómo ves con el paso de los años la situación de las lesbianas?

—Se ha abierto un espacio muy grande. Por un lado la visibilidad es mucho mayor, aunque todavía una maestra no pueda decir que es lesbiana. Una mujer artista sí. O una mujer como María Moreno puede mostrar lesbianas en la televisión. Ahora, yo me pregunto ¿por qué había poquísimas mujeres en el casamiento de Piazza? Porque todavía les cuesta, incluso a los hombres gays, darnos un espacio.

¿Y no pensás que las mujeres tienen temores o pruritos ante la visibilidad?

—Creo que no es fácil decirlo todavía. Se podrá decir casi con seguridad a nivel académico, o en espacios privilegiados. Pero eso lo tiene que calibrar cada persona. Claudina y yo ya no corremos riesgos en ningún lado por decir que somos lesbianas. Mi experiencia es que cuando lo decís con convencimiento te respetan. Nosotras hicimos la Escuela de Bellas Artes y allí lo dijimos en todas las cátedras. No hubo ningún problema, incluso hicimos circular material teórico y la gente se acercaba para tener más datos.

¿En qué consistían los Cuadernos de existencia lesbiana?

—Al principio fueron historias personales. Compañeras que no estaban dando la cara prefirieron hacerlo así, contando cómo se habían desarrollado esas relaciones, qué peligros sentían. Pero también era necesario hacer circular material teórico. Y yo traduje del alemán, del francés, del inglés, textos de lesbianas europeas y estadounidenses. Los cuadernos inaugurales los editamos con Adriana Carrasco. Eran fotocopias, y estaban escritos con máquinas de escribir. Los primeros compradores fueron chicos gays: Cigliutti, Ferreyra, Carlitos Jáuregui. Ellos querían tener un pensamiento feminista e hicieron un gran trabajo. Más tarde los vendíamos en encuentros, o en acciones callejeras. Las feministas los compraban y las otras también, pero a veces ponían excusas: “Lo quiero para una amiga”, o “tengo una hija confundida”. Mi sueño es sacar los 17 números juntos.

¿Cómo te sentiste al abrir el encuentro de lesbianas de Rosario?

—Fue muy emotivo ese recibimiento que me hicieron, como un homenaje. En el encuentro había muchas mujeres grandes que me saludaron con lágrimas en los ojos, y comprobé que, en efecto, mi accionar estuvo bien, fue necesario y oportuno. Además aquél fue un proceso personal del que no salí lastimada. Yo tuve una vida muy rica, hecha de relaciones, de conocimientos. Y tuve también una búsqueda espiritual. Y cada vez me acerco más a una intuición de un sentido del todo.

Justamente, tu poema “La isla” comienza diciendo “Lo que de la tierra más amaba/ volvía a encontrarlo en otro cuerpo”, dando una idea de integración...

—Me gusta lo que me señalás. En este momento estoy muy interesada y leo mucho sobre tecnología: ella nos ha permitido conocer el cosmos como hasta ahora no se lo conocía. La tecnología es parte de la naturaleza y del crecimiento. Y la que hoy explora el cosmos es conmovedora. Hay todo un movimiento religioso alrededor de eso. Oraciones en las cuales se habla tanto del Cristo cósmico como de la teoría cuántica. Las cosas se van desplegando, así como la sexualidad. Hoy en día hay gente que en mitad de su vida se hace transgénero, y en este momento, en un hospital de Buenos Aires, se asiste a 60 personas que están cambiando de sexo. Están en otro nivel, y a mí me parece conmovedor. Otro tema que me fascina y que tiene que ver con esto y con las mujeres, es el tema de envejecer. Hoy sabemos que envejecer no es que se te mueren las neuronas. Sólo algunas. Estas hacen lugar para que las que quedan se expandan, ocupen espacios y se interconecten de una manera que una persona joven no puede, lo cual da una capacidad de ver la realidad y la propia vida de modo diferente. Nos anulan los mensajes sociales que dicen que una mujer que envejece es prácticamente descartable. Yo creo que ésa tiene que ser la lucha: por la autoestima de envejecer hasta que seamos llamadas y llamados a otros planos. Porque parece que la vida digna de una mujer termina en la menopausia, después se opera, se rellena. El otro día escuché esta frase:

El alma tiene, el yo quiere. Es decir que al alma no le falta nada, pero el yo sale a comprar. Entonces a las mujeres grandes, si aceptamos el proceso de envejecer, cada vez nos van a vender menos cosas. Como antes la opción lésbica, hoy defiendo el derecho a envejecer.

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