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Viernes, 10 de abril de 2015
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Vida y obras de la hiena

¿Basta una frustración en la escena del arte para volverse Hitler?, ¿una represión en la escena del género para volverse una espía nazi? A preguntas capciosas, aquí la historia de Violette Morris, conocida como “la hiena de la Gestapo” y como una de las lesbianas masculinas que le hicieron honor a la fama de malditas que la historia ha venido tejiendo para ellas.

Por Gabriela Cabezón Cámara
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Era, solía suceder con este tipo de chicas a principios del siglo pasado, la vástaga de un barón francés: la sexta, la última decepción de la familia Morris que quería, como solía suceder también en esa época y a veces en ésta, un varón para su baronía. Resignaron el Pierre o Jacques o Charles que le tenían preparado, le pusieron Violette y a los diez, en 1903, la mandaron a hacerse señorita a un convento.

No aprendió: se la ve en las fotos vestida de varón, jugando al fútbol, boxeando, lanzando el disco, manejando muchos autos, haciéndose el moñito delante del espejo, cantando a dúo con Josephine Baker, sentada en bares al lado de mujeres hermosas. Manejó una ambulancia en la batalla de Verdún, la mayor carnicería de la Primera Guerra Mundial –duró diez meses y pelearon dos millones de personas– y fue motociclista mensajera en la de Somme, la segunda más cruenta. Atravesó las dos a toda velocidad, salvando vidas francesas y esquivando balas alemanas. Entonces estaba casada, probablemente por presiones familiares, aunque ella se reconocía bisexual. Se rumoreaba que había matado de un tiro a un amante legionario que la había traicionado.

Su marido tuvo mejor suerte: en 1923, ella sencillamente se divorció y siguió haciendo lo que le gustaba. Con el pucho en la boca, fumaba entre dos y tres atados por día, el vaso en la mano, tomaba como un marinero en puerto, la puteada floja y una aparente inmunidad a la resaca, Violette Morris batió record tras record: pionera del atletismo, ganó casi 50 medallas en diversas disciplinas, jugó 200 partidos de fútbol como profesional, ganó unas 25 carreras automovilísticas importantes e integró la Selección Francesa de Waterpolo –un equipo de varones–.

Son muchos trofeos para cualquier vida y habrán sido mucho más para una mujer hace cien años. Fuerte se sentía, su slogan era “lo que puede hacer un hombre, Violette lo puede hacer” y parece que fue cierto, incluso como boxeadora noqueó a muchos. Tal vez fue esa fuerza de medallas y de puños la que la hizo sentirse libre: se vistió de varón Violette, se peinó la raya al costado, se puso el moño y sacó a pasear a sus novias del brazo por París tan borracha y mal hablada como cualquier dandy y como muy pocas señoritas por entonces. Como casi ninguna, enfrentó acusaciones de distribuir anfetaminas entre sus compañeras de equipo de fútbol.

Algo de todo esto fue demasiado para la Federación Francesa Deportiva Femenina, que le asestó lo que tal vez fue el golpe más duro de su vida, el que le dio un empujón de 180 grados a la valiente conductora de ambulancia de la batalla de Verdún: le prohibieron, dijeron que por “usar pantalones, hablar indecentemente y no querer reformarse”, entrar en los Juegos Olímpicos de 1928 en Amsterdam, los primeros en los que las mujeres participaban, y en cualquier otra competencia deportiva. Padeciendo esa exclusión y los titulares de los diarios, que no fueron muy benevolentes con ella, Violette se concentró en los autos. Puso un negocio de repuestos, corrió y ganó carrera tras carrera. E hizo lo que ninguna en esos años: se sacó de encima sus enormes tetas, se hizo una mastectomía doble, para entrar más cómodamente en el muy estrecho espacio del piloto. El segundo golpe le llegó en 1930: la Federación de Mujeres Automovilistas le prohibió correr. Y la crisis la obligó a vender su negocio.

Desapareció del mapa durante cinco años. De ese período emergió transformada en otra: pasó de ser heroica voluntaria francesa en la Primera Guerra a “hiena de la Gestapo” en la Segunda. Fue así: en 1935 la contactó Gertrude Hannecker, una ex automovilista alemana, vieja rival de las pistas, y la reclutó para la Sicherheitsdienst, la agencia de seguridad de la Gestapo. Al año siguiente, viajó a Berlín para los Juegos Olímpicos como invitada personal de Hitler. Los nazis, o el odio por el trato que le había dado Francia o quién podría saber qué, la sedujeron completamente y se entregó a la traición como antes al automovilismo, sin reservas. Como espía, consiguió para sus jefes detalles de la Línea Maginot y los planos del tanque más sofisticado del ejército francés. En 1940 los nazis entraban en París y ella en una hermosa casa-barco en el Sena.

Así se pasaría los años que le quedaron de vida, de espía en su país hasta ganarse el sobrenombre de “La hiena de la Gestapo”. Era parte de la Carlingue, la institución que oficialmente se encargaba de cobrar impuestos a la Francia ocupada pero que en verdad perseguía a la Resistencia; una sucursal de la Gestapo. Dicen que Violette Morris se destacó en la tortura como en los deportes: cual baronesa sangrienta, parece ser que prefería mortificar a las mujeres jóvenes. Y fue tan importante su colaboración con Alemania que su sentencia de muerte la dictó una institución inglesa que ayudaba a la resistencia francesa, la SOE.

El 26 de abril de 1944, Morris salió de paseo en su auto por el campo. Iba con otras cinco personas. Ni la velocidad ni la muñeca la salvaron de las balas vengadoras de la resistencia. Tenía 51 y nadie reclamó su cuerpo.

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