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Viernes, 10 de abril de 2015
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Carta de Lorca a la loca y de la loca a lorca antes de su desentierro

Rigor mortis

La exhaustiva búsqueda de la última verdad y los debates post mortem en torno de un cuerpo marica. ¿Y si se lo desentierra para volver a meterlo en el placard?

Por Alejandro Modarelli
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Ayer en plena duermevela, apoyada de costado en la almohada mi cabeza de niño que envejece, leía con ojos medio muertos la noticia de que unos expertos universitarios cavarán la tierra del peñón del Colorado, al borde de una ruta andaluza, bajo la cual creen que está el cadáver de Federico García Lorca. Dicen que el hallazgo de sus restos —y el de otros tres o cuatros compañeros de fosa— permitirá conocer los pormenores de su posible martirio y de su histórico asesinato. Que no fue, en realidad, a causa de lo que siempre se pensó. Ni por rojo, ni por maricón. Que fue por una cuestión pecuniaria, dicen, que no puedo ni quiero entender bien. Antes de quedar dormido, herida mi fantasía aunque nunca de muerte, aluciné que el granadino así me escribió:

“Crecí en Granada cuando despuntaba el siglo XX; en su aire masculino, injurioso y católico fui libélula, y a la hora del cenit me dejaba atrapar con la raja desnuda en los olivares. ¡Ay, dónde habrá quedado aquel gitanito enceguecido por el mediodía, al que le canté en la laguna a la altura de las pelotas! Porque así entraba yo a la poesía, amando los músculos de los muchachos proletas o campesinos y engañándolos como Walt Whitman cuando tejía su ‘Oda a los portuarios’ mientras los mamaba con los ojos; él y yo éramos maricones de la misma estirpe, que abominábamos de los afeminados, pero que en alguna esquina del corazón nos sentíamos mujeres. Miren qué invectiva escribí contra mis hermanas las locas, esas hijas diabéticas de Belcebú, que sirven a los hombres de verdad gotas de amargo veneno: ‘perras de sus tocadores, abiertas en las plazas con fiebre de abanico, o emboscadas en yertos paisajes de cicuta’. Quién mejor que yo para conocer su capacidad de corromper machorros. Que ninguna de ellas me llore, porque ya conmigo bajo tierra no hay más lugar donde guardar lágrimas de semen.

En esos tiempos que eran los míos la honestidad sexual era revolucionaria y había que abrir las compuertas al goce; ahora en cambio el sexo es un objeto de masas teledirigido, una obligatoriedad de vano cumplimiento. Fui maricón y republicano (no crean que amé de verdad a Dalí) cuando el honor familiar importaba más que el propio, y la vida menos que los mitos postreros. Por eso me jode tanto que ese historiador andaluz Miguel Caballero postule en estos días que no me asesinaron los falangistas por rojo, por puto, sino que la bala que me atravesó fue un crimen ordenado por parientes míos. Que fui el chivo expiatorio de violencias endogámicas, por asuntos de posesiones y de herencias y de Albas y Roldanes.

Que nadie se atreva a notificarme de esa infamia, por más verificada que sea. Porque si fue verdad, que el mundo se quede con la mentira.

Aléjense de mí, arqueólogos de la derecha. Destructores de tesoros. No me arranquen de la cuenca bajo la cual sigo bordando como un Penélope las ficciones de mi nocturno fusilamiento de agosto de 1936. Les mezquino mis huesos, y sobre todo el fantasma de mi culo partido por las balas. Señores hueseros, husmeadores de huecos, forenses arqueólogos sin pasión de poesía, les prohíbo que me ofrezcan como pieza de museo a los descendientes ideológicos de Franco.

Si el de la Guerra Civil Española era un mundo aterrador, el actual ni siquiera me interesa. No me resuciten. Si ya desde hace más de medio siglo fueron para la Historia acreditados los balazos falangistas (¿morí por debajo de la espalda, en el centro justo del nalgatorio, en serio, yo que miento que jamás fui penetrado?), ¿qué negras calas pretenden desenterrar ahora? Quiero seguir siendo apenas un Muerto de Amor en el jardín de las mujeres solas y los anticuados homosexuales, que se miran en mis versos como en su propio espejo de diosas malheridas. Seguir así de muerto, por valiente, para las locas añosas, esas que odio pero preciso, que aún se encandilan con Bernarda Alba y se visten de negro miedo hasta los pies, hechizadas como en viejas carnestolendas, en la era opiácea del clon gay. Que nadie me acuse de homófobo, porque ésa es categoría política de mucho después de que morí, y no me hago cargo. A mi deseo lo mueve un impulso impaciente hacia el afuera de toda ley, incluso la ley escrita del deseo homosexual: no pido carta de ciudadanía que me permita darle las regalías de mi obra a un chulo, ni mucho menos la igualdad gregaria.

Soy hermoso así debajo de la tierra deprimida, froto mis huesos contra los esqueletos partidos de jóvenes machos, revolucionarios como yo. Déjenme acá, en este pozo cegado al borde de la carretera a Viznar, que tanto me gusta, que me mantiene caliente. Yo, que despotriqué contra la España agriada por las bestias de Franco, elijo sobremorir acá mismo, sin tumba, en el mismo sitio de siempre, donde un alcalde bobo quiso hace poco construir una cancha de fútbol. Me imagino que crece sobre mis huesos un rosal de muchachos agitados haciéndome oler sus bolas, y pienso que tan mala no fue la idea del potrero.

Niego mi cadáver para el escrutinio de la burocracia cultural y como Meca de maricas. Que ésas levanten sus altares en Chueca. Se lo niego a los posfranquistas que quieren borrón y cuenta nueva, y también a los zalameros del falseado socialismo. Yo sólo quiero ser un testimonio desaparecido; y jamás un cadáver hallado”.

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