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Viernes, 4 de septiembre de 2015
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Matrimonios clase B

La editorial Caja Negra acaba de presentar La sangre se esparce rápidamente, una serie de relatos del novelista, guionista y director de cine malo de los años ’70, Ed Wood. Un autor que se traviste y que imagina un elenco integrado por lesbianas vaqueras, homosexuales insaciables y degenerados varios que le sacan las tripas al cuerpo ya bastante descompuesto de la institución matrimonial.

Por Franco Torchia
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Hay una única industria que los relatos de La sangre se esparce rápidamente de Ed Wood tematizan: la industria del matrimonio, sellada a todo lo que da durante el siglo XX y filmada hasta la exasperación en buena parte del Hollywood dorado. En lugar de desmenuzar el comportamiento del monstruo cinematográfico que lo excluyó, el director elige –al calor de apremios económicos y alertas diarias de alcohol menguante– contar el producto de esa bestia: parejas “ideales”, solitarias sin partidazo a la vista, galanes misteriosos y “empresarios” codiciados. Así, durante algunos años de la década del ’70, para Wood la meca fue al mismo tiempo influencia angustiante y suministro de marcos narrativos tan eficaces como para revelar que detrás de todo enlace hay catreras clandestinas; en cada pueblo, una orgía; en cada puto, un insaciable, y en todo cuerpo que camina, un manjar irreductible al (des)orden de la monogamia. Escritos durante 1970 y 1974 con la urgencia de la desnutrición y en compañía de un termo de vodka, los textos del volumen que en la Argentina acaba de publicar Caja Negra fueron ideados como extensos epígrafes o relatos breves: con un suspenso propio del más efectista pulp, acompañaron las imágenes de las revistas softcore para las que Wood trabajó durante sus últimos días, de mudanza en mudanza con Shirley, su esposa (murió, para nacer como figura, en diciembre de 1978).

Este sexo se paga caro

Autor de novelas –su escritura arranca en los años ’60 y cabe consignar que como guionista llegó incluso a trabajar para la Fuerza Aérea, admitido oficialmente en sus huestes pese a su afamado travestismo–, Ed Wood destruye la unidad financiera y afectiva compuesta por dos términos, una casa, dos automóviles, batas rosas (habrá batas rosas en casi todas las 26 historias) y sexualidad reservada a un único sujeto amado: el mito del amor romántico atraviesa las vidas de prostitutas, borrachos, jugadores, proxenetas, lesbianas vaqueras, bataclanas en retirada, una momia y periodistas. Incomprobable romanticismo que sostiene en la tortura a quienes ya no tienen salida o que agiliza la salida de quienes pretendían prolongar su estadía en su seno: en “Chica privada”, Rita necesita sentirse amada genuinamente por su explotador; en “Calamity Jane ama a Hosenose Kate ama a Cattle Anne”, la torta fulera –“marimacho”, anotará con precisión el traductor Matías Battistón– cae rendida ante otra femme fatale recién después de disputarse la pertenencia a un macho muerto; en “A grito pelado”, marido descuartiza a esposa pese a que era esposa quien primero planeaba castrar a marido para que “ya no tuviera esa cosa colgándole entre las piernas. Lo que había usado tan seguido en la Tierra no iba a poder usarlo en el infierno”. Es pertinente Bock Blackburn, cuando anota en las palabras preliminares que, a diferencia del porno hardcore –por ejemplo, Garganta profunda de 1972– estos fragmentos de Wood son menos una serie explícita (y acaso, considerando su cine, esperable) de succiones, cunnilingus, doble penetración y fetichismos insólitos, que la trampa a la que todas esas prácticas conducen: si hay una ley moral que esparce rápidamente la sangre (esto es, que identifica responsables ante cada “delito”), es la que dice que, quien desee aventura sexual capaz de romper la norma, la pagará carísima. En ese sentido, el cuento “Pechugas en bandeja” estipula que 5 mil dólares el manjar –una teta asada, con pezón turgente y relleno de tripas, rebanada a los ojos del cliente, con derecho a elegir a la víctima– es el costo mínimo de un gusto semejante: “Claramente, sería la comida digna de un rey, sádico o no”, piensa el protagonista Rance Wilkerson. Sádico o no. “Cuando por fin terminó, sintió que le subía por la garganta el eructo final que había predicho...”: lo que no había predicho Rance es el imprevisto común de todos los desenlaces “a la Wood”: la teta deglutida derivó en erección total y al llegar al baño de ese club secreto para masturbarse, reventado de ganas, Rance descubre que el espejo es vidrio y, detrás del vidrio, la curadora: su pene también fue elegido. Dos ayudantes de cocina se lo llevan derechito al matadero. En “El prostíbulo del terror: una pizca de espanto”, la profesional del sexo, Sandra Livingston, avizora un futuro inmediato: cada vez menos prostíbulos en el país. ¿Cómo sobrevivir entonces? Tras una diatriba propia de una ilusa falsamente empoderada y un criminal juguetón pero seguro, el proxeneta “Ratoncito” la lleva hasta “una casona de tres pisos, que parecía salida de alguna película de terror de Bela Lugosi o Boris Karloff de los años treinta”, dice el narrador, y Sandra cae víctima de una red de contagio de sífilis: un casa de citas alejada a la que poderosos varios mandan adrede a sus enemigos.

Las malas artes

Redescubierto por el film que dirigió Tim Burton y encabezó Johnny Depp en 1994 –basado, a su vez, en la aplastante biografía que el guitarrista y guionista Rudolph Grey publicó dos años antes, Nightmare on Ecstasy: The Life and Art of Eduard D. Wood–, Ed Wood es hoy cifra exacta para el análisis de la meca: a destiempo, su filmografía y su producción escrita manifiestan las obsesiones actuales de un circuito en decadencia, a manotazo sucio por resistir con sagas hiperheroicas y series en donde la ficcionalización de los márgenes no está construida desde o por el margen. Difícil no descubrir en el escepticismo residual de todas las hazañas contenidas en La sangre se esparce... la imposibilidad de producir (producir vida, autonomía interna e independencia artística) sin sumisión, ni entrega, ni dinero: todo, antes, estuvo incluido en las tangentes trazadas por el mercado. Sobre todo, la orientación sexual. En “El autógrafo”, Harry se predispone a entrevistar a la estrella masculina Tex Warren, que para sorpresa universal salió del closet. El relato es de 1974: el relato es de 2015. Cada vez que la máquina cultural celebra la inclusión, con aplausos acríticos, del puto de la tele, la torta del cine o la trava del teatro de revista, anula lo queer, reforma a quien deforma. Repone una jerarquía allí donde podría reinar la horizontalidad: Warren le pregunta al cronista sobre su sexualidad y al escuchar que también es gay le asegura que podrán “hablar de igual a igual”. Pero la igualdad brilla por su ausencia, y en su lugar, el pene desproporcionado del actor enloquece al muchacho. “Algunas estrellas damos un autógrafo con nuestra pluma”, dice Tex, sometiendo de rodillas al entrevistador. De inmediato, el texto “Superfruta” explota aún más las promesas mercantiles de la homosexualidad y plantea en el ’71 la fuerza marketinera propia de todo marica dispuesto a exponerse. Muerto su novio, capaz de hacer milagros con las ventas, Lawrence le pide consejos a su amigo escritor Rance, a quien se le ocurre que la empresa de frutas se especialice en ese creciente segmento del mercado, ávido de identificación, que son los “homosexuales varones y lesbianas”. “¡Dios mío! Quedaría completamente expuesto!”, dice Lawrence. “¿Para qué vas a ocultarte? ¡Es tu negocio!”, asegura el amigo. Antes fue un negocio su pareja oculta, ahora será un negocio su sexualidad individual: la industria del matrimonio, la industria de la sexualidad.

Sin tiempo, ni resto material, ni espacio disponible, Wood escribe como filma. Mal. Tan mal como Roberto Arlt en cualquier aguafuerte: al ritmo del lenguaje turro de quienes buscan ser a través del crimen, enfermos sueltos en un mundo de sexo con intercambio. O nada. Alcohol. Cerveza. Martinis de rebote y pocilgas. La diversidad suma a su fantasmática un libro necesario porque, impulsados por la ciencia de la exploración antropológica, los misioneros encuentran, en lugar de una reina nativa, “un puto, un maricón, un rarito, una loca”. Pasa en el cuento “Misio(era) imposible”, que reivindica a la trava de la que siempre terminan dependiendo todas las civilizaciones. Y lo bien que hace.

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