En todas las sociedades hay determinadas cosas (buenas o malas según quién las mire) que sólo pueden ocurrir —o que ocurren con más facilidad— en el escenario de la gran ciudad, donde el anonimato, la distancia y la falta de contacto vuelven porosas las fronteras del “nosotros”, a menudo responsable no sólo de unir a las personas en grupos sino también de diseñar distintas formas de exclusión. Se sabe: que todos te conozcan, sepan tu nombre y tu historia, esa familiaridad permanente y obligada que para muchos puede ser fuente de contención, para otros y otras se transforma en pesadilla. La misma mirada atenta con la que el pueblo cuida es aquella con la que controla, vigila e incluso, llegado el caso, corrige.
Sin duda alguna, la libre expresión de las sexualidades e identidades de género diversas es un fenómeno urbano y —aunque a veces se lo olvide— muy reciente (demasiado reciente como para tomárnoslo con calma).
Mientras que la ciudad, un poco por proceso ideolĂłgico y otro poco por negocio, termina de acostumbrarse al nuevo paisaje, al punto tal que en una escuela porteña una alumna travesti puede ser abanderada, los pueblos siguen estas transformaciones con mucho más recelo. Insultos que se han vuelto si no insoportables al menos polĂticamente incorrectos en la urbe, tienen plena vigencia a pocos kilĂłmetros, donde la Iglesia —por lo general, en manos de sus elementos más reaccionarios— conserva mayor injerencia en el desenvolvimiento de la vida social (aun cuando sus habitantes, en buen nĂşmero, no dudarĂan en calificarse como catĂłlicos “no profesantes”).
El peso decisivo de esta instituciĂłn milenaria que pide disculpas con quinientos años de atraso (pregĂşntenle a Galileo), resulta evidente al escuchar el testimonio de Sara, actual integrante de La lesbianbanda, que lejos de provenir de un pueblo argentino o sudamericano (a los que un descuido podrĂa imputar cierto “atraso ideolĂłgico” ligado a la supuesta modernizaciĂłn frustrada del Tercer Mundo) proviene de un pueblito en una de las grandes naciones industrializadas: “Mi pueblo se llama Trevisso, está en Italia. ÂżCĂłmo es allá? Hace un año, nada más, saliĂł publicado en el Corriere della Sera que el alcalde dijo que habĂa que hacer limpieza Ă©tnica contra los homosexuales, asĂ que imaginate. No era sĂłlo el alcalde, sino tambiĂ©n la sociedad, porque el Vaticano tiene un peso muy fuerte en Italia. Un dĂa, hablando con mi mamá, ella me dijo: sĂ, tiene razĂłn el alcalde. Yo no lo podĂa creer... ¡mi mamá!”.
A menudo, quienes venimos del interior deploramos la suerte de los niños porteños, condenados al encierro, la vigilancia constante y el control estricto, con la convicciĂłn —más o menos fĂ©rrea— de haber disfrutado en nuestra infancia de mayor libertad. Sin embargo, a poco de reconstruir nuestra biografĂa se advierte un detalle: muchas veces, la primera nociĂłn de que “algo raro pasaba”, de que uno era “rarito” o “poco femenina” no fue personal, Ăntima, sino que vino del exterior. “Yo sabĂa que era maricĂłn mucho antes de saber que me gustaban los hombres, es más, antes de saber cĂłmo se hacĂan los bebĂ©s, es decir, antes de saber quĂ© era coger”, dispara Mariano, que hasta los veintidĂłs años viviĂł en un pueblo bonaerense de 5000 habitantes. “Ser maricĂłn era no jugar a la pelota, querer estudiar danza como mi hermana, llorar si me golpeaba, tenerles miedo a los petardos, juntarse mucho con nenas..., todas esas cosas, y era algo que me habĂan dicho desde siempre, desde chiquito, y que me decĂan todo el tiempo.”
MaricĂłn y marimacho, he aquĂ las contraseñas con que el pueblo comienza a vigilar, desde temprano, aquellas actitudes sospechosas, extrañas, que ponen en entredicho la rigurosa divisiĂłn entre nenes y nenas que es el pan nuestro de la norma social. El rĂłtulo no sĂłlo sirve para que todo el pueblo preste atenciĂłn y colabore con la dura tarea de “corregir” a los desviados, sino tambiĂ©n para marcar a las vĂctimas: temerosos del estigma, de chiquito nadie quiere ser maricĂłn, y al ser llamadas marimachos, las nenas se encogen de hombros y se largan a correr. Uno no sĂłlo es anormal, sino tambiĂ©n, en cierta medida, culpable. Dolorosamente, no es inusual que los encargados de esta yerra sean los propios padres. “Antes —recuerda Sara—, cuando no lo sabĂan, mi papá y mi mamá muchas veces me preguntaban por quĂ© me vestĂa asĂ, si era lesbiana, o directamente me decĂan marimacho, y yo se los negaba, negaba la evidencia; pensaba que estaba enloqueciendo, me sentĂa muy sola. Porque yo sĂ© que parecĂa un macho: me vestĂa siempre con vaqueros, camisas amplias, zapatillas, el pelo taxativamente corto y con gel. Ni hablar de pintarse la cara, nunca. Y pollera tampoco. Era una lucha con mi mamá, que me compraba ropa estilo femenino que yo terminaba guardando en el placard, porque yo era asĂ. Jugaba con chicos, no con Barbies. DespuĂ©s de que me vine para acá, una vez hablĂ© con mi hermana y ella me dijo que mi papá y mi mamá son más felices si yo estoy lejos, porque para ellos serĂa una vergĂĽenza que yo estuviera ahĂ, feliz como lesbiana. Para ellos es una enfermedad, algo anormal.”
La consecuencia más inmediata es, con mucho, previsible. Al llegar la pubertad y presentarse los primeros estĂmulos sensuales, se desencadena la paradoja de reconocerse y aborrecer de sĂ en el estigma. “Me acuerdo de que cuando empezaron a gustarme los chicos fue horrible. Yo no querĂa ser puto, porque querĂa demostrarles a todos los que me habĂan hecho la vida imposible que se habĂan equivocado, que yo no era lo que ellos decĂan..., ahora que lo pienso era muy loco, porque si yo era puto, ellos ganaban, pero si no, tambiĂ©n”, reflexiona hoy Mariano, lejos ya del pueblo. De hecho, todos los testimonios que han permitido armar esta nota, incluso los recuerdos de quien escribe, son de algĂşn modo discursos de exilio: para quienes tenemos más de 30, al menos, el Ăşnico modo de poder decir “soy” era irse a Buenos Aires, cuando fuera, como fuera.
Entretanto, la vida no asumida o encubierta transcurrĂa por los carriles habituales del desconcierto, de nunca saber dĂłnde se está parado, con quiĂ©n se puede quĂ©. Liliana viviĂł en San Miguel de Tucumán hasta los 27 años, cuando un incidente la puso frente al infierno tan temido: “Me habĂa gustado una amiga, pero yo lo habĂa tomado como una fantasĂa, nada más. Ella me iba a buscar a todos lados, me llevaba y me traĂa, y me habĂa propuesto proyectos laborales. Yo estaba contenta con eso. TenĂamos gustos muy parecidos. Si vas a tener una socia está bueno compartir eso, los gustos. Hasta que un dĂa me dieron ganas de darle un beso, y ahĂ reculĂ©. Le dije que no podĂa participar del proyecto, que me iba a vivir a Buenos Aires. Ella se enojĂł, porque la dejĂ© plantada con todo. Nunca supo lo que a mĂ me pasaba. No sĂ© cĂłmo hubiera reaccionado, tuve la duda, por eso nunca le contĂ©. La Ăşltima vez que la vi, fuimos a tomar un cafĂ© y me morĂa de ganas por contarle mis cosas, pero no me animé”.
La contracara de la calentura que no avanza, del cuerpo que no entra en acciĂłn, quizá sea el amor que no osa decir su nombre, moneda corriente entre varoncitos, como bien sabe Mariano: “No, novios no, porque yo estaba convencido de que a mĂ me gustaban las chicas, aunque no salĂa con ninguna. Eso sĂ, siempre tenĂa un amigo, mi mejor amigo de ese momento, digamos, y con Ă©se, que fueron tres, siempre terminaba pasando algo, porque estábamos borrachos o porque sĂ... toqueteos, mamadas, cada vez más zarpado. Pero de eso no se hablaba, era como si no hubiera pasado nada, nos hacĂamos los boludos, ninguno se hacĂa cargo. Es más, uno despuĂ©s les dijo a todos que yo me habĂa regalado y que Ă©l no habĂa querido nada, que por eso no me hablaba más. ÂżAhora? Creo que están casados, los tres. Bueno..., uno que era profesor mĂo de taller ya estaba casado en esa Ă©poca.”
Las risas, el chiste, no alcanzan a ocultar lo evidente: la que tendrĂa que haber sido la edad de los descubrimientos, de los romances tĂmidos, tortuosamente sencillos, termina siendo un laberinto de sensaciones encontradas, de recuerdos agridulces. La biografĂa de quien se descubriĂł diferente en un pueblo suele terminar convertida en un teatro Ăntimo de fantasmas, asignaturas pendientes, situaciones claras en retrospectiva. “No sé”, reconoce Pablo, que hace cinco años, llegada la mayorĂa de edad, abandonĂł el pago sanjuanino. “Más de una vez me cuelgo pensando en cosas que pasaron, como una vez que un chico de quinto año, yo estaba en segundo, me preguntĂł si me gustaban las revistas porno y no supe quĂ© decirle, pensĂ© que me estaba jodiendo. Ahora me doy cuenta de que era un lance, que me estaba midiendo a ver quĂ© pasaba, y me hubiese gustado tener esa historia, porque era muy lindo Ă©l. Creo que me la perdĂ por paspado y me da bronca.”
Más adelante, cruzadas las incertidumbres de los primeros años, las cosas tampoco resultan sencillas. “En Trevisso tuve dos parejas”, recuerda Sara. “A Anita la conocĂ en una fiesta de cumpleaños y a Selly en el trabajo. Las iniciĂ© yo, antes eran heterosexuales y despuĂ©s volvieron a serlo. Las dos me dejaron por el mismo motivo: la presiĂłn social. No podĂan decĂrselo a la familia, no querĂan blanquear lo que estaba pasando. Ya no soportaban las preguntas de los compañeros de trabajo —¿tenĂ©s novio?, ÂżsalĂs con alguien?— o que los padres les preguntaran sobre su relaciĂłn conmigo, por quĂ© dormĂamos juntas y esas cosas. DespuĂ©s que cortamos, Selly conociĂł a un chico y quedĂł embarazada.”
Se sabe: en los pueblos hay muy poco puto o torta sueltos, salvo alguno que otro raro ejemplar, como el peluquero aquel o esas dos profesoras de gimnasia, de quienes todo el mundo —para que no quede duda— murmura. Crecer en un pueblo es respirar un clima donde, efectivamente, “todo el mundo está casado” (incluso las personas del mismo sexo con las que uno o una se acuesta). Consecuentemente, la mayorĂa de quienes se sienten diferentes intentan, con distinta suerte, establecer relaciones heterosexuales. “Hasta que me fui de San Miguel —reconoce Liliana—, todas mis relaciones fueron con varones, y eran exclusivamente sexuales o de amigos, nunca de amor. Yo sentĂa que estaba viviendo la vida de mi mamá y mi papá, nunca me enganchĂ©.”
Contra los prejuicios que despierta el tema, sin embargo, en algunos casos se establecen vĂnculos más profundos. Pablo, por ejemplo, tuvo novia durante cinco años. “Y ahora todos me preguntan cĂłmo hacĂa, pero la verdad es que no la pasaba mal. HabĂa algo que no estaba, sĂ, yo querĂa algo más, pero no es que tenĂa que hacer un esfuerzo para acostarme con ella. La pasábamos bárbaro. Decirle a ella fue lo más difĂcil para mĂ, porque yo la querĂa mucho y sabĂa que no me iba a entender. ÂżCĂłmo le decĂs esto a alguien que quiere casarse con vos y que alguna vez hasta te dijo los nombres que querĂa ponerles a los bebĂ©s? ÂżCĂłmo le explicás que no estuviste mintiendo, que vos tambiĂ©n creĂas en todo eso? Durante dos o tres años ni siquiera me hablĂł. DespuĂ©s volvimos a ser amigos, un tiempo, pero se fue cortando..., es como si ella no pudiera bancarse. Yo sĂ© que hace fuerza, pero no le sale.”
Los encuentros confusos, los intentos de normalizaciĂłn frustrada, en más de una ocasiĂłn contribuyen a deformar la propia imagen, a fomentar el rechazo. “Como te dije, a mĂ me gustaban las chicas... y yo intentaba, pero ninguna me daba bola, no sĂ©, se darĂan cuenta”, recuerda Mariano. “Con el tiempo esto me fue traumando, estaba seguro de que era horrible, feĂsimo. VivĂa torturado. Por eso, para mĂ descubrir el mundo gay fue como un estallido: uy, puedo gustarle a alguien. Era una sensaciĂłn nueva. TambiĂ©n me fui de mambo un poco, terminĂ© en cualquiera. AsĂ y todo, cada tanto me miro al espejo y me cuesta no verme feo. Creo que es algo que no se pasa nunca.”
Para Sara, cambiar de aires, salir del encierro pueblerino, tambiĂ©n significĂł un cambio consigo misma. “Cuando vine a Buenos Aires reciĂ©n sentĂ que era yo, una nueva persona. Acá no me conocĂa nadie y me sentĂa totalmente libre de expresar lo que era. Si me imagino otra vez caminando por Trevisso, retomando la vida de antes, me agarra una gran depresiĂłn. Me sentirĂa muy sola. En cambio, cuando lleguĂ© acá me saquĂ© un peso de encima, fue como sentir que ya nadie me estaba mirando detrás de las ventanas, y que tambiĂ©n cambiaba mi mirada: por fin podĂa aceptarme a mĂ misma.”
Queda, desde luego, una pregunta obvia, terrible: mientras las cosas no cambien, ÂżcĂłmo la pasan todos esos chicos y chicas que por distintos motivos no pueden escapar del pueblo?
La primera vez que pude pronunciar la palabra “gay” con cierta naturalidad ya estaba a 400 kilĂłmetros de mi casa. TenĂa 19 años, dos meses en CĂłrdoba capital y la cabeza revuelta por dentro y por fuera. Atrás habĂan quedado media docena de sesiones gratuitas con la psicĂłloga de la DirecciĂłn Municipal de la Juventud del pueblo y unos pocos confidentes, elegidos con la minuciosidad de un casting.
La nueva ciudad (diez veces más grande que la natal) fue, al principio, una invitaciĂłn al desconcierto. Acostumbrado al rito de dos saludos cada media cuadra, estrenĂ© el traje de peatĂłn anĂłnimo, de molĂ©cula de la multitud. Primero, experimentando una ligera desolaciĂłn. DespuĂ©s, portando una tranquilizadora sensaciĂłn de libertad: ahora podĂa. ÂżPodĂa quĂ©? PodĂa eso. (Y eso era verdaderamente eso porque todavĂa no lo nombraba ni en mi más recĂłndita soledad.)
No es que yo hubiera escapado de una fortaleza medieval donde se quemara a los homosexuales en hogueras pĂşblicas. Sin embargo, el “pueblo chico” venĂa predefiniendo el 90 por ciento de los parámetros de mi vida y me impedĂa distinguir seriamente entre lo que yo querĂa ser y lo que yo debĂa hacer.
AsĂ, salir del armario y salir de la ciudad de mi infancia fueron tan simultáneos y tan intensos que se volvieron dos caras de una misma moneda. No fue un proceso prolijo ni heroico. Estuvo dosificado con traumas, zigzagueos y retrocesos y tuvo el acento insoportable de los adolescentes conflictivos, como los guiones que Maestro y Vainman le escribieron en los ’90 a la muchachada problemática de Montaña Rusa.
SalĂ del armario y asĂ me corrĂ un poco de las fotos familiares, de los mandatos más sutiles (los más eficaces) y de las imaginarias novias esperadas por tĂas y tĂas abuelas. SalĂ de la ciudad y asĂ huĂ tambiĂ©n de esa espesa nube de chusmerĂo que la envolvĂa. Por suerte, pasĂ© del quĂ© dirán al quĂ© me importa y en ese tránsito mucho tuvo que ver la nueva ciudad enorme, desde donde todo —hasta aquella burla más venenosa— comenzĂł a parecerme raquĂtico.
PensĂ© que ser gay en los pueblos de veinte manzanas era como vivir en el tablero de un juego de mesa jugando siempre con la misma ficha (la que eligieron otros). Y yo querĂa jugar a otra cosa.
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