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Viernes, 4 de marzo de 2016
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Soledad a muerte

Raúl Escari nació en Buenos Aires en 1944 y se murió el 10 de enero de este año en la misma ciudad. Sus íntimos y sus lectores se enteraron mucho después. Sus amigos franceses, Barthes, Marguerite Duras y también Copi, deben haberse enterado antes. SOY despide al autor de Dos relatos porteños (Masalva) y a uno de los ejemplares más raros de la vanguardia de los años sesenta.

Por María Moreno
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Una imagen: bar de Palermo Hollywood. Raúl Escari está sentado a la mesa comiendo pollo al ajillo. Cuando me acerco advierto que revuelve el plato como si fuera una ensalada. El gesto es elegantísimo, sólo que lo realiza con las propias manos. De pronto Escari decide cambiar mi look y comienza a peinarme a la cachetada, pasándome los dedos por el pelo. Lo que podría interpretarse como un acto misógino del archivo cruelísimo de la loca de todos los tiempos era action painting all ‘olio : una intervención espontánea contra mi flequillo ordenado en un casquete vulgar del fashion clase media cultivado por la tercera edad como si esa pelusa desdentada representara el stablishment y él fuera el guerrillero sobreviviente del mingitorio de Duchamp o el más criollo baño de Roberto Plate o las cagaditas de Roberto Jacoby fotografiadas en su chacra arty. Raúl Escari, fue un artista de vanguardia de los años sesenta, autor del happening Entre en discontinuidad, también fue de los argentinos de París en torno de Mayo del ‘68 que suscribía a la frase de Simone de Beauvoir “No se nace mujer, se llega a serlo”, con una variante: “No se llega a ser loca, se nace loca”. Y sus parámetros para ser loca venían de su propio ejemplo: en su casa natal, todos los marcos eran dorados, su padre descansa en una bóveda color pink flamingo, ha imitado hasta el cansancio el gesto de Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir: cerrarse el cuello de la robe de chambre con la mano derecha mientras que con la izquierda se ajusta la cintura.

Es que Raúl Escari fue el último mohicano del coito contranatura de Arte-Vida. Solías llamarnos por teléfono a toda hora, para lanzarnos una regadera retórica de autobombo –que las felicitaciones de Vila Matas, que el sexo con Copi, que Marguerite Duras y su bohardilla, que la foto con William Burrouhgs ( hubo una fiesta, Borrouhgs salió al balcón a fumar un pucho, Escari se le deslizó al lado generando un gesto de conversación íntima –Burrougs miraba hacia el frente–y se hizo sacar una foto por una amiga) … Nos impedía cortar con groserías destempladas y nosotros , sus amigos, no podíamos –aunque nos reventaba–ordenar esa insistencia del lado de los manuales de psiquiatría, ni en las categorías de plomos ni de lo que AA denomina con eufemismos “estar del otro lado de la puerta vaivén”. Creo que gozaba de interrumpir nuestra condición de sistematos , nuestro horarios de asalariados.

Puedo jactarme junto a Daniel Link de haberlo mandado a bañar por teléfono y coincidir en el mismo instructivo: que escribiera tesa catarata de memorias impertinentes bajo el género viñeta, gran antídoto contra el temora la página en blanco.

Así surgió Dos relatos porteños (Mansalva) que homenajea desde el título un libro de Arturo Cancela. Está hecho con textos mínimos, condensados, escritos con gran soltura estilística y donde la pequeña historia convive con el ensayo en forma de telegrama. Lo que parecen anécdotas son epifanías profanas en las que se imponía una ascética formal que llamó “escritura plana “. “La escritura plana, decía, se acerca al grado cero donde se da solamente lo ficticio, no hay metáforas ni imágenes analógicas. Es casi documental. Quiero que todo sea tomado al pie de la letra”. Francisco Garamona fue su editor mamita que lo acogía en su librería La Internacional Argentina a la manera de un nido trash. Y Nicolás Movilesky, una niñera capaz de desviar su cháchara a menudo pendenciera hacia un libro, un regalo que lo acompañara en su zigzagueo a su departamento en el pasaje Santa Rosa .Alguna vez le pregunté a Sylvia Molloy por la legitimidad de los comming out post mortem en nombre de los que en vida estaban encerrados en el closet bajo doble llave y ella me tiró la primer regla de un posible protocolo: que escrachar se hiciera a partir del auto-escrache. Y Escari ,quien no vacilaba para comprometer a otros en la gesta gay y en medio de una estética de la confesión que pondera culos y pijas hasta superar en el casting a dioses y stars porno, empezaba por autodenigrarse. En Dos relatos porteños hay la siguiente viñeta: “...Una noche, en mi casa, chupé la pija de Pablo Pérez. Al terminar la tarea me declaró con toda naturalidad.

–Nunca nadie me chupó la pija tan mal.

Reconozco que tengo las mandíbulas anquilosadas, que me canso, que la mente se me va enseguida a otra parte y empiezo a aburrirme, en espera de que todo acabe.”

Sin embargo amó a Pablo Pérez y su amistad por él parecía sublimar la maledicencia en relatos de una ternura socarrona como de padre putativo perdonador y compañero de chanchadas de la misma edad. Raúl Escari fue hasta el final un artista de vanguardia y lo fue, tal vez porque ya no podía proponérselo. Quien parecía pedirnos infinita paciencia, nos arrancó de su vida, no llamó más, no apareció, se murió sin que lo supiéramos. Su última obra fue una performance de soledad radical.

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