Desde el domingo pasado Agnes Gonxha Bojaxhiu, conocida como Teresa de Calcuta, ha ingresado por la vÃa de Francisco al santoral católico. Me pregunto si la diminuta albanesa habrá pertenecido a las mujeres admiradas por el jesuita, cuyo discurso –acorde con los tiempos de devastación neoliberal– no inmoviliza a los pobres, como hacÃa Teresa, sino que reta a los poderosos que se aprovechan de ellos, como jamás hizo Teresa.
Calcuta, sinónimo falso de decadencia y desintegración (es una ciudad que florece cultural y socialmente), fue el suelo originario sobre el que la monjita forjó el mito de una santidad bien televisada. Una narración que contó con montañas de selfies y dólares donados por millonarios del planeta (lavando conciencias; el capital siempre requiere de lavados) para levantar hospitales que no eran sanatorios sino morideros de enfermos mal asistidos: para Teresa el cuerpo doliente era la vÃa regia para rememorar el vÃa crucis de Cristo. Los desposeÃdos, la materia prima para la salvación de los ricos. Un plato gourmet, del agrado de Dios, para alimentar el statu quo.
Nació a la fama universal a fines de los 70, cuando llegó a las grandes ligas polÃticas. Sus preferencias eran casi siempre lÃderes de la derecha. El más curioso, Baby “Doc†Duvalier, el tirano de HaitÃ; los más previsibles Donald Reagan y Margaret Thatcher. Digamos que ella era una emergente “apolÃtica†de los tiempos de la Guerra FrÃa y la revolución neoconservadora. Obsesionada contra el aborto, los anticonceptivos y el control de la natalidad (“si una mujer mata al hijo en su vientre, es un llamado a matarnos unos a otrosâ€) ignoraba minuciosamente los crÃmenes de quienes recibÃa premios y donaciones.
Era la Evita de Juan Pablo II, una mutación de Wojtyla en sarÃ, pero una Evita que no amaba a los pobres sino a la pobreza. Convencida de que no hay placeres ni derechos que embellezcan a los desgraciados, prefirió prepararlos para el sacrificio y la partida al cielo. Le habrá costado encontrar causas divinas para el padecimiento de los más niños, pero con los sidosos resultó mucho más fácil. Cuando el periodista Russ Barber le preguntó si creÃa que Dios podrÃa crear una enfermedad irritado con el estilo de vida de los gays, ella respondió que “Dios no lo harÃa, pero lo dejarÃa suceder, como las inundaciones en el Antiguo Testamento... con sufrimientos como éste, la gente se da cuenta de que no está bien lo que está haciendo.†En otro momento afirmó que el sida se podÃa entender como una bendición de Dios, porque servÃa para poner la caridad en marcha. Recuerdo que sentà repulsión por esa gesta suya que ignoraba la verdadera experiencia material del padecimiento ajeno y publicitaba, a la vez, una empatÃa en provecho propio.
El capÃtulo eclesial de su canonización podrÃa denominarse “la construcción de un turbio santoral para uso de las masas†y quizá leerse como complemento de la casi clandestina beatificación de JosemarÃa Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, para consumo de elites. Escrivá celebraba el autocastigo fÃsico de los fieles de su Orden tanto como el poder económico y polÃtico. Teresa, en cambio, fue la abanderada de la pobreza en el Banco Mundial de la Mala Conciencia. Los dos olvidaron que en el origen del éxito de Jesús estaba el milagro de la sanación del cuerpo, y no la promoción del dolor. ImagÃnense si el hijo de Dios hubiera ofrecido a sus seguidores enfermos un sucio depósito como camino al cielo. Qué fracaso para su carrera.
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