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Viernes, 30 de enero de 2009
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Retrato a mano alzada

Al cumplirse un año de la muerte de su amigo, André Gide construye este retrato atípico con recuerdos, citas, anécdotas y con el remordimiento de haberlo negado en la peor hora.

Por Claudio Zeiger
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El retrato de Oscar Wilde In memoriam André Gide Lumen

André Gide ingresaría a los salones literarios de fines del siglo XIX del brazo del poeta Mallarmé, pero, a la hora de reprocharle una actitud vergonzante, Oscar Wilde le arrojó a la cara el nombre de Verlaine, otro poeta inmolado, pero no en brazos de la musa simbolista sino detrás de los sinuosos pasos del tremendo Rimbaud. “Cuando antaño me encontraba con Verlaine, no me avergonzaba de él”, diría, no sin melancolía, al final de sus días, Wilde a Gide.

Esta danza de antiguos y prestigiosos nombres podría no ser más que un mero paseo por las ruinas literarias de los viejos esplendores del simbolismo y el decadentismo. Pero lo cierto es que la relación Gide-Wilde fue emblemática y decisiva para la historia de la identidad gay contemporánea. En rigor, el juicio y encarcelamiento de Wilde fue el despertador dentro de la olla sonando con estridencia en la conciencia de escritores como Gide o Proust. A partir de la muerte de Wilde, atribuida en parte a su temporada en la cárcel de Reading, con trabajos forzados incluidos, ya nada sería lo mismo.

Wilde, tan de su tiempo, murió en 1900, como si no hubiera querido asomarse ni por un minuto a un siglo que podría dejar al descubierto su anacronismo. Murió, no intacto pero sí a salvo del trabajo del tiempo que todo lo embellece, pero también todo lo convierte en polvo. Su muerte-emblema se elevó por encima del Tiempo, su cárcel fue un genuino martirio al que Wilde, para incomprensión de sus contemporáneos, pareció conducirse voluntariamente. Sabía lo que iba a pasar si recogía el guante del marqués de Queensberry y le subía la apuesta. Creía que si le contestaba, se perdía; y si no le contestaba, también se perdía. Sin opción, labró el futuro. Un año después de su muerte, conmovido, André Gide escribió un texto emotivo y catártico, In memoriam (1901).

Ambos escritores se habían conocido en París y luego frecuentado en Argelia, cuando Gide emprendió una gira africana en busca de romper los moldes de la moral puritana, la que Wilde hacía rato había desfondado. Viaje liberador e imagen tutelar: Wilde guió a Gide hacia su identidad, pero en un camino no exento de espinas ni de actitudes que hoy llamaríamos “agachadas”, aunque quizás el término sea un poco fuerte e injusto para las circunstancias. Gide reconoció que estar junto a Wilde era altamente disruptivo. Wilde atraía las miradas y era exhibicionista.

El último encuentro en París entre ambos, luego de la cárcel y la liberación, se ha vuelto famoso en la historia de la injuria porque es aquel en el que Gide asume (al contarlo) su vergüenza y Wilde cita a Verlaine. Según cuenta Gide: “Una noche, en los bulevares, por donde yo paseaba con G, oí que me llamaban por mi nombre. Me volví: era Wilde. ¡Ah, cómo había cambiado! ‘Si reapareciera antes de haber escrito mi drama, el mundo no querría ver en mí sino al forzado’, me había dicho. Había reaparecido sin el drama y como algunas puertas se hubieran cerrado ante él, ya no intentaba volver a entrar en ninguna parte; vagaba. Algunos amigos habían intentado, en repetidas ocasiones, salvarlo; se las ingeniaban, se lo llevaban a Italia. Wilde se escapaba enseguida, recaía. Algunos de los que le habían permanecido fieles me habían repetido tanto que ‘Wilde ya no estaba visible’... Que, lo confieso, me sentí un poco incómodo de volver a verle y en un lugar por donde podía pasar tanta gente. Pidió para mí y para G dos cócteles... Iba a sentarme frente a él, es decir, de modo que diera la espalda a los que pasaran; pero Wilde, afectado por este ademán que creyó producto de una vergüenza absurda (no se equivocaba, ¡ay!, en absoluto):

–Oh, póngase aquí, junto a mí –dijo indicándome una silla a su lado–. ¡Estoy tan solo ahora! Cuando antaño me encontraba con Verlaine, no me avergonzaba de él –continuó en un intento de arrogancia–. Yo era rico, alegre, la gloria me inundaba, pero sentía que ser visto junto a él me honraba, incluso cuando Verlaine estaba ebrio”.

Gide escribió In memoriam no sólo al calor del duelo por la muerte de Wilde sino, además, en pleno cumplimiento de su divisa: “He puesto todo mi genio en mi vida, en mis obras sólo he puesto mi talento”. En efecto, Gide comprobó que quienes intentaron defender a Wilde usaban la estrategia de anteponer su obra como escritor, exculpando así las debilidades del hombre. Sí, sí, puede ser lo que dicen que es, pero qué bien escribe. Gide elige el camino inverso. “En lugar de procurar esconder al hombre detrás de su obra, hubiera sido preciso mostrar al hombre admirable, como yo voy a intentar hacer.” En consecuencia, el texto es un urdimbre de recuerdos personales, una suerte de memoria oral –anécdotas e historias contadas por el propio Wilde– que reconstruye su tono, su estilo, su vida estética.

Además de la emotividad del texto hay que entender su valor político: reconstruye una identidad a partir de su propio conflicto (conflicto que obviamente incluía una buena dosis de culpa por haberle dado vuelta la cara o al menos intentarlo), y valoriza a Wilde justamente en aquello en que había sido denostado. In memoriam, texto post-mortem, algo tardío, algo vergonzante, es sin embargo un gesto de nobleza.

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