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Viernes, 6 de febrero de 2009
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entrevista: la negra

Expresión corporal

Cuando a los 14 años se hizo su primer tatuaje, no sabía que ese impulso adolescente se convertiría en un deseo de experimentar con el propio cuerpo. Pionera del body art en la Argentina, La Negra ha dedicado más de la mitad de su vida a transformarse. Y todavía le queda mucha piel.

Por Patricio Lennard
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Ser así a veces hace filtro. Un pibe prejuicioso no me va a venir a levantar en un boliche.

¿Ya perdiste la cuenta de todos los tatuajes que te hiciste?

—La verdad que sí. Creo que al segundo ya no me importaba cuántos eran. Y cuando entendí que el arte corporal es un cuerpo, sobre todo, y no pedazos sueltos, dejó de existir la idea de números.

¿Y qué lleva a alguien a hacerse un tatuaje y luego otro, y otro, y otro...?

—Yo te puedo contar qué me llevó a mí. La primera vez que me tatué tenía 14 años, y a esa edad empecé a tener control sobre mi cuerpo. Me independicé bastante joven, además. Empecé a trabajar, tenía mi plata, me inicié sexualmente, etcétera. Yo ahora tengo 30 años, y si me tatué por primera vez hace 16 es porque entendí que soy dueña de mi cuerpo. Que lo podía decorar, que podía experimentar con él, que tenía derecho a verlo como quisiera, porque es lo que me transporta y me hace sentir viva. Básicamente me tatúo por eso, porque soy dueña de mi cuerpo.

¿Y cuándo te diste cuenta de que lo tuyo era algo más que un capricho estético y que la cosa iba más por el lado de la modificación corporal?

—Eso creo que sucedió cuando quedé embarazada de mi hija, que hoy tiene 7 años. Para entonces yo había empezado a trabajar con Javier Maidana, que estaba trayendo piercings de afuera y que trajo los primeros piercings a la Argentina. Pocos años después hicimos Piel (una revista especializada que salió entre 2000 y 2004), y ahí yo ya estaba llena de tatuajes. Aunque no sé si hubo “un” momento, porque fue un proceso evolutivo. Cuando quedé embarazada, me empecé a tatuar y a ponerme piercings de manera mucho más visible. Un embarazo es una modificación corporal muy fuerte, aunque las personas nos modificamos todo el tiempo. Comiendo, yendo al gimnasio, cortándose el pelo... De por sí el cuerpo está envuelto en un proceso de envejecimiento cotidiano, y ésa es una modificación casi inconsciente. Después están las intervenciones corporales que uno hace por voluntad propia, como cambiarse de género, tomar hormonas, tomar anabólicos, ponerse piercings, tatuarse... En ese punto, me considero igual que otras personas, salvo que cada una elige un modo diferente de transformarse. Hace poco me preguntaban si con todo lo que tengo en la cara no podría pensarse que llevo una máscara puesta, y respondí que no, que no me avergüenza mostrar lo que tengo adentro. Para mí la cosa funciona de adentro para afuera. Y no es lo mismo ir a hacerte un tatuaje de verano que proponerte modificar tu cuerpo.

¿Y por qué los cuernos?

—¿Y por qué no? Estos son los cuartos que tengo porque me los fui agrandando. Por la elasticidad de la piel no te podés poner en la cara algo grande de golpe. Ya hacía tiempo que venía viéndolos en revistas y en 2002 me los puso un chico que vino de afuera. Entonces ya tenía un montón de piercings y andaba montada todo el día, encorsetada y con el pelo larguísimo, pero en el fondo sentía que la cosa no cambiaba demasiado. Y ahí me pareció que podía estar bien ponerme los implantes, probarlos. Pero no fue un cambio tan radical como parece. No es que la gente empezó a mirarme más que antes por la calle. Aunque no voy a dejar de ser yo porque alguien me mire o no me mire. No me interesa, en realidad, hablar de lo que les pasa a los demás conmigo. Yo voy al supermercado y no registro en qué están las otras personas. Me encanta, por ejemplo, ver a las travestis de día. Creo que todas tendrían que estar de día en la calle, en el supermercado, con el perro. Son las únicas personas que miro por la calle y que, en general, saludo. Pero si todos nos vemos distintos a todos, ¿cuál es el problema?

¿Pero nunca te sentís incómoda por eso?

—Es un proceso de años, un aprendizaje. Hoy te digo: “¡Y a mí qué me importa que los demás me miren!”. Aparte la gente de por sí se mira. Si te subís al subte, la gente se mira. Se miran por gordos, se miran por flacos, se miran por pobres, se miran por ricos, se miran por conchetos. Se miran. Es algo que hacemos los humanos: nos miramos los unos a los otros. Yo no me lo tomo como algo personal. Si viajo en colectivo, prefiero ir leyendo o escuchando música y dejarme los anteojos de sol puestos, porque así es como me gusta usar el tiempo de transportación de un lugar a otro. Pero ¿yo voy a dejar de ser yo para que no me miren? ¡Si me van a mirar igual! Por linda, por gorda, por puta, por fea.

¿Y en qué situaciones te importa llamar la atención, entonces?

—Cuando hago una performance, por ejemplo. Ahí sí busco la mirada del otro. Con dos amigos hicimos hace dos años una performance sobre maltratos cotidianos. Yo me cosí el brazo a una madera con clavos, Ego Kornus se puso unas piedras colgando de la boca que estaban apoyadas en la mesa, Angela se puso en un brazo una estructura con spears. En la performance buscábamos imponernos una limitación física representando limitaciones mentales. Nos importaba que gente que no trabaja con el cuerpo viera a alguien con ganchos colgando de la boca, y se hiciera la pregunta de qué sentía ante eso. Porque la persona que trabaja con su cuerpo no lo vive como un dolor: es una sensación que procesás desde otros lugares, porque es algo que venís explorando. Cuando yo me ato el brazo a una madera con clavos o me suspendo con ganchos en la espalda, no es dolor lo que siento.

Hacerse cicatrices con un bisturí, marcarse la piel con hierros al rojo o colgarse de ganchos que atraviesan la carne son prácticas habituales entre quienes se dan en llamar “nuevos primitivos” o “artistas cárnicos”. ¿Con qué fin se llega a esos extremos?

—Con el fin de experimentar, de estimular el cuerpo y ver qué sucede. Vos nunca sacaste los pies del piso. Yo sí lo hice y la suspensión tiene eso: salir del piso, entre otras cosas. Es llevar el cuerpo a otro estado, entrar en otro estado mental y poder hacerlo depende más de tu condición mental que de lo físico. Dentro de las disciplinas corporales, la suspensión es algo que siento como un acto de amor a mí misma. Allí es donde realmente me permito dejar que el espíritu corra dentro de mi cuerpo.

¿Pero cómo se llega a neutralizar el dolor que genera que te claven ganchos en la espalda?

—Cuando te pasan los ganchos sentís que pasan, y eso se siente intenso, obviamente. Suspenderte es como una ascensión y el dolor es el primer punto de la escala. A mí, por ejemplo, lo único que me duele es cuando me pasan los ganchos, pero eso deja de ser dolor en el instante en que me dejo llevar y lo quiero. Es sólo un segundo y después ya sabés que vas a salir del piso y que vas a sentir mucho amor con vos mismo y que vas a tener tu cabeza y tu espíritu en otro lado y que vas a bajar y te vas a dar cuenta de que toda la densidad cotidiana que normalmente sucede ha desaparecido.

¿Y no hay nada en este tipo de prácticas que te cause impresión, que te perturbe aunque sea un poco?

—La verdad que no. Sí me impresiona ver que hay chicos de 18 o 20 años que en muy poco tiempo se hacen muchas cosas, arrebatadamente. Y eso quizá me impresiona porque pienso que se les va a acabar el cuerpo para cuando sean más grandes. Ni siquiera me importa por qué lo hacen, pero pienso que cuando uno se embarca en la modificación del cuerpo lo hace en función de un proceso que se supone va a ocupar muchos años de su vida. Entonces, si vas tan rápido, en cinco o seis años quizá ya no tengas ni qué tatuarte ni qué modificarte ni de dónde colgarte. Después de todo, uno tiene un solo cuerpo.

¿Y qué lugar dirías que ocupa lo sexual en tu proceso de transformación?

—No sé si hay una justificación sexual en lo que hago. Sí tengo piercings genitales, por ejemplo. Pero no es que yo me haya hecho así para verme más erótica. Si me hiciera las tetas, ahí te diría que sí, porque nadie se pone las tetas para experimentar, para ver qué se siente.

Pero me imagino que alguna diferencia habrá entre ponerse un piercing en el pómulo y uno en la vagina...

—Y sí. ¡Para qué lo vas a usar! Uno tiene un fin decorativo y el otro, sexual. Pero a lo que voy es que mi modificación no tiene una finalidad erótica. Si alguien se erotiza con mi imagen, es otro tema. Yo siemrpe busco gustarme cuando me veo, no hice nada para afearme. Pero ponerme un piercing en la vagina es algo práctico, que sirve para sentirse más estimulada, y no para verme más erótica. Una vez, en un programa de televisión, vi a una chica que tenía piercings genitales y que decía que tenía orgasmos todo el tiempo. Entonces nos miramos con una amiga y dijimos: “¡Pará! ¡Entonces a nosotras nos re estafaron! ¡Que nos devuelvan el dinero!”.

¿Y no te pasa que los hombres se te achican a la hora de avanzarte? ¿No sentís que les das miedo?

—Ser así a veces hace filtro. Un pibe prejuicioso no me va a venir a levantar en un boliche. Y gracias, porque ni te quiero cerca. Pero no sé si les doy o no les doy miedo. Yo soy una persona como todas, y como todas tengo mi parte divina y mi parte “monstrua”. A veces, en relaciones más largas, más estables, todo lo que es exposición pública, todo mi entorno y mi militancia con el body art, con la libertad sexual, con la libertad de elección sexual, mis amigos gays..., sé que todo eso puede incomodar un poco. Y más si pensamos en el típico chongo hétero de barrio... Yo puedo relacionarme con cualquier persona siempre y cuando tenga en su cabeza determinadas tranquilidades. No es para mí un problema cómo se vea. Y aunque soy muy abierta y lo he intentado, ¡lo juro!, la realidad indica que a mí no me funciona el típico chongo hétero.

¿Y qué ves cuando te mirás en el espejo?

—Veo a La Negra... Veo una persona, una mujer, una madre, una hija, una amiga, una ex novia. Eso. o

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