Recuerdo que escribà mi primer libro, Las celdas del Seminario de Santo Toribio, algunos dÃas después de recibir la llamada de un sacerdote, amigo mÃo –confesor más bien–, quien me solicitaba acompañarlo a una bahÃa para admirar ciertos muñecos que se estaban instalando en diferentes puntos del litoral. En un principio su pedido me sorprendió. No llamó tanto mi atención que el sacerdote deseara realizar la travesÃa –a esa bahÃa se llegaba sólo en barco–, sino la presencia de aquellos seres que, el cura me lo aseguró, tenÃan caracterÃsticas diferentes a los demás muñecos conocidos. Me informó que habÃan estado guardados en diversas bodegas y almacenes durante muchos años –la mayorÃa de las veces en pésimas condiciones– pero que, sin embargo, todavÃa algunos de ellos eran capaces de proyectar vivos colores si estaban bajo la luz del sol o si sus interiores eran encendidos con focos. Parece que la mayorÃa habÃa sido instalada cerca al mar, en el malecón que abarca casi todo el frente de la bahÃa. Los colocados en aquel sitio daban la impresión de ser los más baratos, o los que habÃan sido almacenados en condiciones inadecuadas. Incluso algunos de ellos eran peligrosos. El riesgo consistÃa en que mayormente sus instalaciones eléctricas se encontraban en condiciones casi siempre defectuosas, y si alguno llegaba a tocar sus superficies podÃa verse afectado por una descarga de energÃa. Precisamente los del malecón eran los muñecos en los que menos se podÃa fiar. Mi amigo el sacerdote, una vez que arribamos a la bahÃa después de un viaje de tres dÃas, me informó que sabÃa también de la existencia de otra clase de muñecos. Parecidos a los del malecón pero más serios. En comparación con ellos, los que estaban colocados junto al mar eran de pacotilla, puestos en aquel lugar –sumamente transitado– para servir de parafernalia, como suertes de muñequitos de pastel cuya única misión era demostrar que en la bahÃa las reglas de conducta eran ahora diferentes. Mi amigo me dijo que los otros estaban instalados en las partes altas, pero que la mayorÃa no contaba con el permiso de las autoridades. Ningún habitante nos aclaró las razones por las que estos últimos muñecos eran considerados fuera de la ley. Tampoco fueron capaces de explicarnos los motivos de su proliferación. El fenómeno de la reciente aparición de muñecos –tanto los del malecón como los de las partes altas– se trataba ya de una noticia de carácter internacional. Por eso mi amigo el sacerdote se habÃa enterado de que existÃan. Al principio dudé si era cierta su propuesta, de realizar semejante travesÃa con el único propósito de apreciarlos pero el tono que usó para decÃrmelo me convenció de que era cierta su intención.
A partir de nuestra llegada, mi misión fue detectar dónde estaban ubicados. Logré hallar desde el principio a los que estaban apostados a lo largo del malecón. Llevábamos con nosotros un equipaje considerable. Estaba compuesto mayormente por libros –para obsequiar a algunos intelectuales de la bahÃa– y de una dotación de toallas. Alguien le habÃa contado al sacerdote sobre lo apreciadas que eran las toallas en ese lugar. Le habÃan informado que con el valor de una toalla de cuerpo entero, por ejemplo, podÃa rentar incluso alguno de los muñecos que tanto llamaban su atención. Desde hacÃa mucho tiempo –bastante–, mi amigo el sacerdote habÃa establecido una serie de contactos para vender las toallas. Sin embargo, pese a mantener comunicación con algunos habitantes de la bahÃa, parecÃa ignorarlo casi todo con respecto a los muñecos. Mi misión en el viaje parecÃa ser averiguarlo. La primera noche no pude conseguir mucha información, pues debimos buscar los contactos del sacerdote para entregarles la dotación de toallas. Seguimos los datos que mi amigo traÃa consigo, y llegamos a un bar situado en una zona marginal. Cuando nos vieron entrar por la puerta con semejante equipaje, los presentes se quedaron mudos. Algunos tomaron sus cosas, pagaron rápidamente sus cuentas y desaparecieron. Mi amigo fue a hablar con el administrador para preguntar los pasos a seguir con respecto a las toallas y ese hombre, vestido con una camisa que parecÃa de lino, rió a grandes carcajadas diciendo que hacÃa cerca de treinta años las toallas habÃan dejado de ser negocio en la bahÃa. Ahora, en cambio, el artÃculo apetecido para rentar o poseer parecÃan ser los muñequitos que habÃan comenzado a diseminarse lentamente por la bahÃa. A pesar de que en principio eran un bien público, muchos habÃan sido robados. Algunos aparecieron poco después en tierras remotas. Casi nunca eran conservados por sus dueños originales.
Para mà fue una suerte de alivio que se rieran de las toallas. Eso significaba que no iba a estar ya en la obligación de encargarme de las negociaciones. El sacerdote las fue sacando una por una y las regaló a los asistentes de esa noche. La maleta en la que las transportamos nos fue arrebatada al final por algunas mujeres que curiosamente fueron saliendo de la trastienda del bar. Cada una de esas mujeres, por diferentes motivos –algunas aducÃan que eran madres solteras, otras que nunca habÃa conocido varón, hubo una que adujo que habÃa sido campeona nacional de natación, pero que por razones burocráticas tuvo que abandonar el deporte– se sentÃan con el derecho de que las toallas le fueran obsequiadas. Cuando nos quedamos sin nada y preguntamos por los muñecos de la bahÃa, casi todos los presentes estuvieron de acuerdo al decirnos que los que estaban cerca al mar no eran los más bonitos. HabÃa que adentrarse a las zonas altas de la bahÃa para hallar a los que realmente nos pudieran sorprender. Pese al fracaso en el negocio de las toallas, mi amigo no parecÃa descorazonado. Al contrario, afirmaba que la experiencia habÃa servido para saber más acerca de los muñecos. Supe entonces que mi misión era hallar al dÃa siguiente la manera de tener acceso a las figuras ubicadas en las zonas altas. Esa noche casi no pude dormir. Pensé, durante interminables horas, a quién debÃa recurrir para obtener la información necesaria. El grupo de intelectuales –para quienes estaban destinados los libros que habÃamos transportado– eran de las pocas personas que conocÃa en la bahÃa. AprovecharÃa la entrega de los ejemplares para preguntarles sobre los muñecos. Aunque sabÃa que ese grupo de pensadores ignoraba todo lo relacionado con ese asunto. Ellos se limitaban a pensar dentro sus casas. Cada tanto se reunÃan en una suerte de minarete –ocultos a los ojos de los demás– para dar a conocer los resultados de sus reflexiones. Precisamente al dÃa siguiente iba a realizarse una de esas reuniones. A riesgo de ser sometido a escarnio o ridiculizado por mi interés, me iba a atrever en la sesión a tocar el tema de los muñecos. Algunos años atrás mencionar un asunto semejante hubiera significado la prohibición para asistir a otra reunión. Sin embargo, cuando planteé el asunto ninguno de los intelectuales pareció sorprenderse. Puede ser que se encontraban abstraÃdos en la revisión de los libros que acababa de entregarles, pero el caso es que rápidamente designaron a uno de sus integrantes de nuevo ingreso, ¿quizá un aprendiz? para que me ayudara en las pesquisas. Al miembro elegido lo llamaban El Chino, y se dedicaba –aparte de su labor de reflexionar a solas en su casa– a la tarea de arreglar la apariencia estética de los demás pensadores. A los jóvenes les hacÃa coletas, a los calvos no sólo los dejaba sin un solo pelo sino que les borraba las huellas de sus calvicies. Una vez que me fue asignado, El Chino me dijo que la única manera de apreciar a los muñecos de las partes altas era asistiendo a una de las fiestas que El conde –personaje sumamente conocido en el mundo del espectáculo– solÃa ofrecer con regularidad. Era difÃcil acceder a una de esas celebraciones. ExistÃa una complicada organización que llevaba consigo los datos, pues aunque parezca poco creÃble esas fiestas eran itinerantes. El conde no contaba con una sede fija donde llevarlas a cabo. Le dije al chino que debÃamos averiguar, a como diera lugar, el lugar donde se llevarÃa a cabo la de esa noche. Mientras tanto, mi amigo el sacerdote seguÃa conversando con el grupo de pensadores. HabÃamos acudido al minarete muy temprano en la mañana –horario preferido por aquellos intelectuales para discutir–, cargando en esta ocasión el equipaje con los libros. Interrumpà su conversación para decirle que todo quedaba en manos de El Chino. Que debÃamos esperar con paciencia –aparte de hacer las averiguaciones, El Chino debÃa esa tarde someter a tratamiento las uñas de los pies de unos filósofos hiperrealistas– su llamada para informarnos cómo se iba a presentar la noche. El Chino me habÃa dicho que para conocer de verdad esos muñecos era imprescindible ir primero a la fiesta del conde porque en cierto momento, casi al rayar la media noche, se organizaban recorridos para visitar las figuras. El conde sabÃa perfectamente qué emplazamientos tomar. En qué lugar se encontraba en ese momento cada uno
de ellos. Al principio llamó mi atención que los estuvieran cambiando todo el tiempo de posición. Cuando se lo conté, mi amigo el sacerdote me explicó que seguramente era porque los muñecos de las zonas altas de la bahÃa no estaban todavÃa registrados. Esperamos la llamada del chino en la habitación del hotel. Pedimos una botella de champaña para que la espera no fuera tan tediosa. Desde la habitación, situada a una considerable altura, se podÃa ver el malecón casi por completo. El mar se mostraba tranquilo. Desde esa altura eran apenas perceptibles los muñecos de aquella zona. Las figuras oficializadas, por llamarlas de alguna manera. Comenzaba a anochecer pero, sin embargo, con los últimos rayos de sol todavÃa se insinuaban algunos de los reflejos brillantes de sus cuerpos. No tardarÃan en ser encendidas las luces de su interior. Cuando esto ocurriera se convertirÃan en una suerte de antorchas delineando los bordes de la bahÃa. Se acabó la champaña. Pedimos otra. Justo cuando el camarero la estaba acomodando en una mesita colocada frente a la ventana sonó el teléfono. Era el chino. PasarÃa pronto por nosotros. Esa noche la fiesta del conde se llevarÃa a cabo en un lugar apartado. DebÃamos conseguir un transporte semiclandestino para movilizarnos. Me dijo que sabÃa de la existencia de una organización de muchachos que realizaban el viaje de ida y vuelta. El regreso costaba el doble que la ida. Al preguntarle la razón de semejante cambio de tarifa, me contestó que de no ser por esos transportistas nunca podrÃamos regresar del lugar de la celebración. Me informó que era un sitio que ya ni siquiera formaba parte de la bahÃa. En ese momento todavÃa estaba trabajando con las uñas de los filósofos. Antes de colgar aseguró que esperaba demorar el menor tiempo posible para presentarse con nosotros. Mientras esperábamos, mi amigo y yo acabamos la segunda botella. A esa hora ya era posible apreciar a lo lejos a los muñecos encendidos. A pesar de estar seguro de que era sólo un efecto visual, me pareció verlos moverse de vez en cuando. Tuve la sensación de que sus cuerpos iluminados, como los de unos duendes sorprendidos en medio del bosque, hacÃan rápidas incursiones a cierto punto y luego volvÃan, con la misma celeridad, a su lugar original. Quise decÃrselo a mi amigo, pero noté que se habÃa quedado dormido sentado en el sofá desde el cual habÃamos estado admirando el panorama. Mientras le acomodaba un almohadón en la cabeza supe que el chino no pasarÃa a buscarnos. Me dirigà entonces a la mesa de noche de mi amigo el sacerdote, tomé su pluma y un papel, y comencé a escribir sin parar. Meses después, cuando regresamos de aquel viaje y di a conocer mis primeros escritos, recibà una curiosa invitación ya no de mi confesor sino del prelado mayor, quien solicitaba mis servicios de acompañante para realizar un recorrido por las zonas más deprimidas de la ciudad.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.