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Viernes, 21 de marzo de 2008
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primer amor

No cualquiera merece un Oscar

Adolfo Agopian *

Durante la década pasada íbamos para la Semana de Turismo a Montevideo, a un festival de cine. Con algunos amigos nos alojábamos en un hotel barato, pegado a la Sala Cinemateca; veíamos hasta seis películas en un día. Eran los tiempos pre Bafici y Buenos Aires estaba bastante ajena a ciertas películas.

El Sábado de Gloria de 1995, mi amigo Rodrigo me insistió para que fuéramos a bailar. El sitio me hacía acordar de los salones de fiesta en los que mis primas mayores festejaban sus 15 a fines de los ’70. Hubo shows que hoy recuerdo con ternura: un imitador de Michael Jackson, un chico que simulaba ser ventrílocuo y tres travestis que se peleaban en escena. Entonces apareció Oscar (léase acentuado, como el premio, como lo que fue para mí).

—Yo tampoco soy de acá —me dijo—. Hace sólo un mes que vine a vivir con mi tío a Punta Gorda.

Después, ya no me quitó los ojos de encima. Me gustaba mucho, pero me daba miedo, apenas sabía algo del amor. Tardé en animarme a besarlo. Había unas banquetitas muy incómodas y chiquitas, y cuando estábamos apretando, ambos en la misma banqueta, vino uno de seguridad:

—Chicos, cada uno en su sillita, ¿sí?

El se puso muy colorado, apoyó su cabeza sobre mis piernas y de inmediato comenzó a lamentar la suerte de vivir separados por el río.

—Salgamos de acá —propuso, de golpe—, vamos a mi quiosco.

Su lugar de trabajo era pura vitrina a la calle, lo único que podíamos hacer era tomarnos de la mano debajo del mostrador. Muy romántico. Mi corazón estaba muy acelerado, pero a las 10 tenía que estar en el hotel porque dejábamos la pieza. Fueron muchas horas de pasión en el quiosco, en la planta baja de su casa (el tío dormía arriba), en la playa, frente a la Embajada de Estados Unidos.

Intentamos despedirnos en la parada del colectivo, pero fue imposible. Se vino hasta el hotel conmigo y tomamos una habitación. El quiosco nunca abrió y en la entrega de premios del festival nunca supe qué pasó. Hace doce años era difícil mantener una relación a la distancia. Las cartas tardaban más de 10 días y el teléfono era carísimo. Eramos muy distintos. Nos cruzamos muchas veces durante seis hermosos meses. El final (con mucho melodrama) fue al año siguiente, también cuando resucitaba nuestro Señor.

* Licenciado en Artes combinadas.

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