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Sábado, 2 de mayo de 2009
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primer amor

La noche de los gallos

Por Mariana Docampo

Me di cuenta de que tenía un enamoramiento porque mi lengua se quebrantó, sutil bajo mi piel corrió un fuego, y mis oídos tintinaron, me volví más verde que la hierba, y un sudor me inundó toda. ¿Esto significaba que yo era lesbiana? Realmente no importaba, los síntomas eran claros: amor. Lo importante era mantenerme cerca de ella el mayor tiempo posible, y ella aceptaba. Era mi compañera de oficina, y su nombre era Violeta. Solíamos darnos cita después del trabajo y yo la escuchaba horas hablar de novios y amantes. Después íbamos a algún bar, y seguíamos hablando incluso hasta el amanecer. Como ella bailaba flamenco yo me puse a bailar flamenco. Recuerdo que me prestó los zapatos y el vestido floreado y yo bailaba sevillanas repiqueteando con los tacos enloquecida para llamar su atención. Después se puso a bailar tango y yo también. Violeta se había enamorado de un profesor de tango que se llamaba Julio y me contaba pormenores de su relación. Yo sufría en silencio pero conservaba la ilusión porque en sus acciones leía que ella también me quería. Un día la llevé al bar Tasmania porque me dispuse a besarla, y la besé. Fue como un fuego que me corrió por dentro. Ella sonrió, aceptó, me invitó a seguir. Nos fuimos a Colonia. Visitamos la plaza de toros vacía, caminamos abrazadas en medio del campobajo la noche más estrellada de mi vida, y entramos en la casita de alquiler. A un costado de la casa había un gallinero y toda la noche los gallos y las gallinas hicieron un coro alrededor de nosotras. En la habitación había dos camas, una chica y una grande, y ella me dijo “dormimos en la grande, ¿no?”. Yo dije que sí con emoción. Y entonces hicimos el amor, fue un viaje a través de su cuerpo. El cuerpo adorado. Lo que vino después fue súbito y extraño. Se dejó caer sobre la cama y se quedó dormida. Afuera cantaban los gallos y mi pecho palpitaba. La esperé despierta hasta las seis de la mañana, cuando gritó el primer gallo, y después vinieron otros. Eran miles de gallos y gallinas cacareando; y ella dormida. Cuando despertó ella era otra. Nos fuimos a caminar y frente al río me atreví a confesarle mis sentimientos. Le dije: “Estoy enamorada de vos”. Ella me miró fijo. “Mirá –contestó– esto no es lo que pensás, lo que pasó fue físico, a mí me gustan los hombres.” Quedé muda. Era Semana Santa y recién estábamos a viernes. Tomamos el buquebús a Buenos Aires el domingo, y durante un año entero la vi cada día en la oficina, sin lograr controlar mi emoción ni alejarme de ella. Renunció al trabajo, un día, por fin. Y mucho más tarde yo encontré otro amor.

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