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Viernes, 12 de junio de 2009
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Todos los malos gustos

Por Diego Trerotola
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¡BURUNDANGA!, DE EDGARDO COZARINSKY. EDITORIAL MANSALVA

La droga que el título del libro subraya con signos de exclamación (o más que subrayarla la vocifera cavernosamente, como el eureka de un hallazgo macabro) es una pócima usada para la “ablación de la conciencia”, para someter la voluntad de una persona durante una hora o dos a cualquier pedido por extravagante que sea. Enfrascada en una suerte de trance hipnótico, tras la ingesta de la dichosa burundanga, la persona depende de la decisión impropia, por lo que resulta perfecta para el desfalco ideal, que consiste en hacer ejecutar la tramoya a la víctima en estado de sumisión, convirtiéndola en su propio victimario. Y como nadie se puede robar a sí mismo, no hay tal robo. El crimen perfecto. Y, con total coherencia, ¡Burundanga!, de Edgardo Cozarinsky, es un acto criminal en estado narcótico, una apertura de la conciencia (¿inconciencia?) letrada. El escritor, entonces, bajo influencia de la supuesta droga, perpetuó variadas violaciones literarias, desde la corrupción de la cultura infantopop a la blasfemia más violenta, pasando por varias parafilias descriptas con una pluma venenosa.

El libro todo parece la poción predilecta de eso que se bautizó queer, pero que no necesita de ninguna bendición catalogadora porque lo que se hace bajo su influencia no tiene nombre. De sus partes íntimas, que el índice divide en cuatro, una es un informe autoproclamado “texto queer” (por lo tanto, debería siempre ser informe), que sigue el derrotero por las “Noches de verano en los taxis de Buenos Aires”, pero que es una excusa para hacer alarde de una barbaridad: la violación de la virilidad ajena de tacheros autocoronados héteros en las calles y los telos porteños. Sexo en lugares públicos y patricios, berenjenas como consoladores, punteros descontrolados, cultores ingenuos de “la paja entre machos”, son algunos de los hitos de esos microrrelatos noctívagos de homoerotismo prostibulario sobre las cuatro ruedas donde la “bajada de bandera” se convierte en metáfora fácil.

Pero la mala leche que se eyecta en ese capítulo no alcanza, por eso ahí tienen sus colindantes. Con “Homenaje a las vedettes infantiles”, gran título pedófilo, se podría escribir el guión de una secuela de ¿Qué pasó con Baby Jane?, porque sus retratos de celebridades infantiles se parecen a estampas de muñecas rotas, algunas andróginas como Bigotita o la chinita Madrugada que, con atuendo de gaucho, cantaba travestida a lo Maizani. También está el capítulo blasfemo “Sottomondo Vaticano”, erudita charla sobre los papas asesinados, que parece un homenaje al artista y fallido papicida Mendoza y Amor, y que culmina con varias teorías de la papisa Juana de la Edad Media, que posiblemente fuese travesti.

Pero, tal vez, el máximo opus de la perversión polimorfa sea el texto que abre esta “Opera Buffa”, un melodrama sangriento titulado “Mis amores con Dumbo y con Bambi”, narrado al estilo del policial hardboiled pero devenido hardcore, por su grado explícito de zoofilia o bestialismo, con sexo gráfico con esos celebérrimos cartoons antropomorfos, ahora ambiguamente travestis, abandonados por Disney pero cobijados por ¡Burundanga!, la más amplia mirada queer literaria, que en su afán picante de erotomanía se da todos los malos gustos. Y ya se sabe: sarna con buen gusto no pica.

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