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Viernes, 11 de septiembre de 2009
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Adoro la calle en que nos vimos

Por Paula Jiménez
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ADORO
OSVALDO BOSSI

EDITORIAL BAJO LA LUNA

Será por mi educación en una escuela católica, por ese taladro que no me puedo sacar de la cabeza, o por lo que sea, que no puedo dejar de leer en Adoro una alusión, sin la contracara del sacrificio y el castigo —y ahí está el asunto, justamente— a la devoción cristiana. En principio, porque el verbo conjugado en la primera persona del presente no alude tanto a una circunstancia en la vida, a un momento o a un objeto acotados, como a una predisposición devocional, a una especie de vocación por la adoración que define al sujeto. Como si al preguntarle al narrador a qué se dedica, éste respondiera a mucha honra: “Adoro”. Y esto me recuerda los versos de Susana Thénon en los que, con su característica gracia, nos cuenta que alguien le hace exactamente esta pregunta y ella responde: “Escribo poemas”. No convencido, su interlocutor —y sin imaginar con quién se mete— insiste con algo así: “Está bien, pero, ¿a qué se dedica?”. La comparación entre escribir y amar como actividades privilegiadas para el poeta me surge también de una percepción algo más amplia acerca de la obra de Bossi: literatura y amor romántico se ligan en ella sin diferenciarse demasiado. Amar es enunciarse en el amor. Por otra parte, y para seguir en defensa de mi interpretación de Adoro, agregaré que no se me escapa que aquí el nombre del amado es Cristian, un joven taxi boy y un niño por momentos, cuyo cuerpo parece encarnar la redención para el personaje de Ovi, amante, cliente y primera persona del relato. ¿Y redención de qué? De la soledad previa al amor, tal vez del sinsentido o del pecado de una vida sin disfrute, de una mecánica desapasionada que se aceita recién a partir del momento en que el cuerpo de otro entra en él a través de la comunión que el sexo trae consigo. Claro que el texto no da cuenta de esto: la historia simplemente arranca en la dicha del encuentro, no hay nada antes y no lo habrá después, pero si hay exaltación es porque algo distinto lo precede y lo continuará. Amar, según Jorge Luis Borges, es crear una mitología privada, y para Bossi parece ser así también. Entre sus personajes, Ovi y Cristian, no existe el peso, el obstáculo, de una verdad fundamental sino el encanto de una mítica —terreno íntimo habitado por héroes de la TV y los libros— y de un espacio sagrado en el que realidad, emoción y ficción se mezclan en un delicado equilibrio. Sí, hablo de equilibrio y no de exceso. Sólo habría exceso desde el punto de vista de una moral occidental y cristiana incapaz de medir con la regla de la individualidad y del deseo, como motor de la vida, las acciones humanas. Acá no hay rastros de esa moral, y en eso radica lo revolucionario: es el espíritu festivo y grácil del amor el que lo vuelve así. En esta novela hay valentía, audacia o como sea que se llame aquello que desata a los personajes, los expulsa a un paraíso común —cuya geografía es la habitación de un hotel— y que, obra y gracia del amor, los libera, aún en la tierra, de todo mal.

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