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Viernes, 23 de octubre de 2009
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Todo lo que no soy

Por Blas

Son las 10.30 y me despierta el timbre. Es un empleado del correo con una carta para “mi hermana”, me empeño tenazmente en hacérselo creer a través del portero eléctrico. El ascensor baja y la adrenalina sube. Espero que el trámite sea lo más ágil posible. Invento una firma en el acuse de recibo, podría poner Jim Morrison que daría lo mismo, noto que me esfuerzo demasiado por sonar convincente frente a alguien que, por suerte, apenas me da pelota.

Comparto el alquiler con una amiga. Un grupo de vecinos cree que soy el esposo, algunos opinan que soy la novia y también hay otros que están convencidos de que soy el hijo. (¿Será que los tipos trans conocemos el secreto de la juventud eterna?).

Trato de no recibir correspondencia en mi casa y evitar cualquier riesgo de cortocircuito doméstico. No tengo servicios a mi nombre y logré que el banco mande mis estados de cuenta a la casa de algún familiar, con el pretexto de que el encargado de mi edificio me odia.

En rigor de verdad, no sé para qué me tomo este trabajo: mi familia no solamente no cree que el portero me odie sino que no me cree nada. Ellos presumen que vendo droga, que formo parte del camino de la efedrina o ando saltando de cama en cama y necesito ocultarme de la ley. Es evidente que a mi mamá le resulta más sencillo imaginar a una hija corrupta y degenerada que serpentea entre las sombras prostibularias de la clandestinidad, que pensar en un hijo que conserva las costumbres que aprendió en su casa.

Por lo demás, el prestigio de mi familia está a salvo. Maestros en el arte de la impostura, han tenido la delicadeza de ocultar estas conjeturas a su círculo de amistades y acercarles una versión de mí tan mejorada como irreal. Desde el exilio, mi imagen se desfigura y no atenta contra su buen nombre. La foto más actual que se exhibe en su hogar me encuentra recibiendo el diploma del colegio secundario, hace 10 años.

ENCIMA, IDIOTA

Las puertas de la casa familiar están cerradas para mí. Se supone que puedo volver cuando quiera. La llave es un disfraz de joven inquieta y aventurera, conquistada por el ritmo vertiginoso de la Capital, una chica de pelo largo que combina la cartera con los zapatos de moda, se perfuma detrás de las orejas y estudia abogacía con un promedio meritorio.

Cada vez nos vemos menos, cada tanto quieren saber si estoy bien de salud o necesito plata, jamás me preguntan si tengo novia y tampoco aceptan comentarios sobre el tema. Hace años, mi mamá sentenció: “La transgeneridad es una enfermedad que se cura con la inteligencia”. Con lo cual no sólo soy un enfermo sino que además soy un idiota.

Volviendo al tema, cuando el Correo Argentino llama a mi puerta sé que me esperan malas noticias. No me equivoco: es una nueva carta documento del trabajo. Hace meses que estoy de licencia médica por ART. Un accidente laboral, que todavía estoy tratando, me invalida por el momento para retomar mis tareas de atención al cliente en los boxes de un call center del microcentro. No extraño mis días de actividad. El saludo de bienvenida, con el que se inicia cada contacto telefónico, ya era suficiente para ponerme de mal humor: “Buenos días, mi nombre es... ¿En qué le puedo ayudar?”. Trabajar bajo mi nombre legal es la única opción para estar en blanco. A veces pienso que tengo que vivir de algo y otras tantas me pregunto si esto es vida.

A la noche voy a la facultad. En unas semanas son las elecciones y todavía no tramité la libreta, no tengo el menor interés en hacerlo tampoco. Las agrupaciones que ambicionan el Centro de Estudiantes interrumpen la cursada constantemente hablándonos del golpe de Honduras y los despidos de la fábrica de Terrabusi. Nos exhortan a cortar la calle, a marchar hasta la Casa de Gobierno y a votarlos. Todo esto para que el Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras sea independiente, sea combativo y sea de todos. Si un día decido enfrentarme a las patronales sojeras, tal vez pueda contar con el respaldo del Centro, pero les consulto con quién debería hablar para poder cursar con mi nombre de género y titubean, no hay una respuesta para mí.

Mientras cruzo el patio, los escucho preguntarse entre ellos por el caso de “la compañera que quiere cambiar de nombre”. Creo que lo mejor va a ser que me encargue de este asunto como lo hice con anterioridad. Busco a la profesora de los prácticos y a la titular de cátedra y les pido permiso para poder participar de sus clases con mi nombre de varón. Cada cuatrimestre es lo mismo, me doy cuenta de que, de algún modo, dependo de su buena voluntad.

Las profesoras son comprensivas y amables, me autorizan por suerte... ¿Suerte? A alguien se le ocurrió que, con las infinitas diferencias físicas existentes, sólo hay una única configuración genital legitimada para ser reconocida como masculina y ahora hay que cargar con las consecuencias. ¿Cuál es la fortuna de alguien que debe dar cuenta de su masculinidad a través de una evaluación psicológica? ¿Cuántos de mis compañerxs de clase debieron probar que son hombres a través de las manchas de tinta del test de Rorschach? ¿Cuántos se recibieron de trastornados después de aprobar el examen de dibujo del hombre bajo la lluvia, la casa y el árbol? ¿Cuántos necesitan testigos que los ayuden a que un juez les dé permiso para vivir?

No debería quejarme, podría ser peor; debo reconocer que por ahora nada de esto atenta directamente contra mi integridad física.

CREDENCIALES

No quiero exponerme a la violencia, por eso intento extremar los recaudos a la hora de elegir cada destino y soy bastante riguroso. Pude desarrollar una increíble capacidad para aguantar las ganas de ir al baño y así evitar a lxs curiosxs que me miran indignadxs desde el mingitorio, a lxs que les causo gracia, lxs que no pueden con su genio y me explican que estoy en el lugar equivocado, a lxs que se enojan y especialmente a esxs que intentan sacarle ventaja a su fuerza.

Para salir a la noche trato de apelar a las opciones Glttbi, pero no siempre es sencillo. Qué curioso: en nombre de la diversidad, emerge una fiesta exclusiva para chicas. ¿Acaso si quisiera conocer chicas dentro de mi-propia-comunidad debería ser mujer? Hay un número de teléfono para anotarse en una lista y no pagar entrada, aprovecho el contacto para aclarar los términos. El diálogo vía mensaje de texto respeta la siguiente secuencia:

–Hola, soy transgénero, sé que esas fiestas son Glttbi, ¿puedo anotarme en la lista?

–Dale.

–Gracias. Si me piden el DNI, ¿tengo que usar mi nombre legal? Mi nombre de género es Blas.

–Oka. Te pongo como Blas cuánto...

–Blas @@@, te doy también mi número de DNI, por las dudas: @@@. Muchas gracias.

¿Por qué no me extraña llegar a la puerta del boliche y que me digan que mi nombre no está en la lista? Es una casa antigua y pintoresca, cerca de la plaza de los galgos rusos. Es temprano y no hay mucha gente aún. La cerveza está carísima, pero adentro hace calor y tengo sed, así que me acerco a la barra. Cruzo dos palabras con Juan Pablo y Mariano, cuentan monedas para comprar un trago. A nadie se le ocurre pensar que son chicas... pienso cuán equivocado estuve y me deshago de mis prejuicios.

Alguien que no conozco me ofrece presentarme a una de sus amigas, y le anticipo que soy un hombre. Llega otra que me explica que está borracha y me hace un chiste, me limito a dar las mismas indicaciones y las escucho conversar. “¡Me dice que es un hombre!”, exclama incrédula, sospechando que yo puedo ser parte de alguna alucinación provocada por el fernet. Cortito y al pie, la réplica: “Es transgénero”, pareciera ser una mano que se extiende y alcanza la pieza clave para introducir la cordura dentro del caos.

Se da vuelta como puede, es cierto que está borracha, me pide que no la vuelva loca al tiempo que trata de definir qué forma tengo debajo de la camisa. Me toca y se ríe. “No, no me vas a volver loca”, asegura por última vez antes de que abandone el lugar.

No creo que estas escenas diarias sean mis credenciales de hombre transgénero (qué ridículo pensar en algo semejante), pero son parte de mi rutina como tal. Por eso, solo en mi casa, me pregunto a qué se refieren aquellos que dicen que todos somos trans. Pareciera que ser trans constituye la encarnación del desafío más radical a la heteronormativa del patriarcado, que es un estandarte contracultural abrazado por una revolución universitaria que fantasea con Judith Butler y Beatriz Preciado, que es la vanguardia arrogante y provocadora que se jacta de estar en la cresta de la ola de lo estrafalario y lo glamoroso. Pareciera que ser trans es sinónimo de encabezar una lucha encarnizada por el primer premio del icono performer revelación made in Expo Freak 2009, que es una conducta subversiva que pugna por quebrar el binarismo de género, que es la devoción por una estética ambigua, extravagante, que rompa las reglas de juego y consagre la abolición misma del género y que es un acto de celebración partidaria anticapitalista... Me pregunto, si ser trans es todo eso... ¿entonces yo qué soy?

Blas
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