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Viernes, 24 de diciembre de 2010
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Se llamaba Miguel

De cómo el semental se convirtió en gordo navideño.

Por Marta Dillon
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Harto ya de las provocaciones de toda laya, voy a cantar unas cuantas verdades. La primera: no soy canoso sino albino. La segunda: no soy gordo porque quiero sino porque lo necesito después de 2011 años de exilio en Siberia. La tercera: no me arrastran los venados sino la voluntad de acercarme a lo que es mío. La cuarta: soy papá, pero no Noel sino Miguel, que ése era mi nombre y hasta eso me han quitado por borrar completamente mi paso por el Gran Libro, la gran Historia, el acabadísimo invento de esta locura colectiva. Y eso que todo empezó por una acabada. Aunque no debería decirlo de ese modo soez si quiero hacer justicia para mí y para mi hijo y para la dulce María con su nombre ambiguo y sus gustos refinados y pluriformes. Yo era un monstruo en mi Palestina natal. Blanco como la nieve. Rosado en algunas partes como si me hubieran sacado crudo del horno. Los niños me apedreaban si el shador se me corría y develaba algo de mi espantosa piel. Sólo ella me consolaba. Sólo ella sabía lo que había detrás de los vestidos de mujer que me obligaban a llevar para no delatar mi anatomía. Ella que llegó a mí tal vez confundida por ese mismo atuendo y se quedó aun después de saber que nuestras caricias serían otras y no las que gozaba con su amable Marta. Amable, sí, porque entre las dos se solazaban conmigo en la oscuridad del rancho de adobe y paja que era mi morada. Nada nos fue enseñado, todo lo aprendimos a los tumbos o tumbados. Yo siempre expectante, maravillado de las proezas a las que se dedicaban M y M, seguro de que llegaría también mi momento porque ella era así, generosa, dispuesta, aventurera. De santa sólo tenía esa expresión de haberle visto la cara a dios el minuto anterior. ¡Y vaya que se la veía! ¡Vaya si sabía de éxtasis!

El plan lo urdió Marta. María al principio dudó. Le gustaba jugar conmigo como le gustaba amparar a todos los descatados de la Tierra. Pero tenía sus límites y ese límite estaba justo en las profundidades que se insinúan entre las piernas de ciertas mujeres. Y Marta, tan hábil, sabía de la conveniencia de llegar virgen al parto porque así y sólo así podría redondear la fábula del milagro que las salvaría a las dos de las malas lenguas. Cómo se equivocó. Al menos en la parte en que ellas dos vivirían juntas para siempre y en feliz armonía maternal. No contaban con la intransigencia de Ana, que aun sometiendo a su hija a la exploración de las comadronas que se aseguraron la virginidad de la preñada, igual le buscó marido. Un carpintero de modales finos y carácter pusilánime que también tenía que salvar las apariencias aun a costa del verdadero amor.

El plan de Marta requería preparación. Yo debía llegar hasta la puerta del abismo de María y disparar certero mi simiente para que logre atravesar sus pliegues sin rasgar la membrana. ¿Milagro, ése también? No se crean. Me sometí a las prácticas del tantra. Acumulé cuanto pude, un mes, dos meses, tres. Creía ya que el ácido láctico me iba a brotar por los ojos cuando Marta dispuso que era el momento. Ella quería que el niño naciera en diciembre. Así María llegaría a término cuando el calor mengua y no se le hincharían los pies como a otras mortales. Y así fue. Jugamos los tres una tarde entera hasta que llegó el momento que yo llamo “de la anunciación”. Es que tuve que anunciarme a los gritos para que ellas dos me abrieran paso y como una saeta, como una lengua de fuego blanco dirigida por mi herramienta apoyada justo en el lugar correcto mi simiente encontró la suya y yo mi ansiado éxtasis. Del de María se hizo cargo Marta. De lo que siguió se hicieron cargo otros, ese plan ya no lo conozco más que por lo padecido. Hay quien dice, no sin razón, que nos usaron para una estrategia de marketing a la que aún ahora estoy condenado porque para sostenerla, 2 mil años después, todavía me disparan con sus lenguas viperinas. Comerciantes devenidos sumos sacerdotes que acumularon poder a mi costa. que escucharon de las comadronas sobre la virginidad de María y se frotaron las manos por lo que vendría. Que me condenaron al desierto primero y a la Siberia después y que encima me culpan por haber ofrecido a mi hijo todo lo que veía porque amor no me dejaban darle. Y después me acusan de demonio ¿sólo porque mi piel albina en el desierto se puso peor que el púrpura de sus togas? ¿Sólo porque en cada aniversario vengo con regalos para suplir la larga ausencia a la que me condenaron? Seguiré ofreciendo bienes materiales, de alguna manera él debe saber de dónde heredó esos ojos azules que algunos historiadores ponen en duda; más que azules, transparentes, herencia de un donante al que hubo que vapulear hasta el hartazgo para que otro ocupe mi lugar. Espero que algo aclare mi historia de cara al futuro. pronto estaré aquí por si queda alguna duda. Pero por favor, no pregunten por el “jo jo jo”, eso no fue un invento mío. Y tampoco me culpen por haber hecho trato con la Coca-Cola. ¿Qué pretenden, que además de cagarme de frío me cague de hambre?

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